Tacones en la noche
jueves, agosto 23
Había llegado la hora. Con premura, salí de la cama a la hora prevista ya vestida con un ajustado traje negro que insinuaba mi silueta con precisión y que me ayudaría a pasar desapercibida bajo el velo de la noche del internado. Sentí lástima porque nadie podría disfrutar de tal visión y comprobar lo maravillosamente bien que me quedaba.
Sin que sirviera de precedente, me puse mis zapatos de tacón insonorizados. Coloqué sobre mi pelo recogido una pequeña pamela negra adornada con unas sofisticadas plumas en espiral, que terminaba en una rejilla dejando mi cara en el anonimato, y por último ajusté en mi hombro el exclusivo bolso en el que llevaría todo lo que necesitaba.
Cuando mi mano enguantada giró el pomo de la puerta de mi habitación, sentí que la adrenalina me recorría insuflándome una fuerza inesperada, como si un río de martini recorriera mis venas. Me sentí como la investigadora que siempre había sabido que llevaba dentro de mí y que nunca había dejado aflorar. Pero había llegado el momento, la flor se estaba abriendo.
Recorrí el pasillo en completo silencio, siempre con la espalda pegada a la pared, atenta a cualquier sonido sospechoso que rompiera la quietud de la madrugada. Bajé las escaleras cual felina y al fin llegué a la puerta principal del edificio en el que me encontraba.
Oteé desde la ventana para comprobar que no había admiradores secretos. En los días anteriores había estudiado el camino más seguro para llegar a mi objetivo, así que salí corriendo lo más rápido que pude hasta internarme en el bosque cercano. Recordé que fue en este mismo bosque en el que vi por primera vez al chico misterioso. Caí en la cuenta de que aquél chico ahora debía ser un hombre hecho y derecho, con recias espaldas y un mentón fuerte.
Cuando regresé del reino de mis pensamientos, descubrí con horror que tenía la cabeza al descubierto. Había perdido la pamela. Seguramente se había quedado enganchada en una de las ramas, pero era una prueba que no me podía permitir el lujo de dejar. Así que regresé sobre mis pasos hasta que...
—¿Hay alguien ahí?
Una masculina voz surcó el aire de la noche. Me coloqué silenciosamente tras el tronco de un árbol antes de que la linterna se encendiera. Era el vigilante nocturno. Noté que el corazón me latía tan fuerte en las sienes que pensé que debía ser audible a cientos de metros a la redonda. No sabía qué hacer, estaba desesperada, así que uní las manos y maullé. Sí, maullé, queridos, como si fuera una gatita asustada. Lo cierto es que el primer sonido que hice pareció provenir más de un cuervo enfermo que de una gatita, debo reconocerlo, pero el siguiente me salió a la perfección.
El vigilante se acercó hasta quedar al lado del tronco tras el que me escondía. Noté su presencia, escuché su respiración y hasta me llegó el olor de su delicioso perfume. Dio un paso más y pude ver su preciosa nuca, su pelo era de un rubio cenizo. Era tan masculino, queridos, que a punto estuve de salir de mi escondite para confesarle toda la verdad, pero algo me mantuvo paralizada, sin ni siquiera respirar: no me había rizado las pestañas. Incluso me pareció que al darse la vuelta para salir del bosque sus profundos ojos azules se cruzaron con los míos, pero mi atuendo debió camuflarme con la penumbra y no me vio.
—Habrá sido un gato —dijo, y la noche se lo tragó.
Encontré mi pamela cerca de allí y atravesé el bosque hasta llegar al punto donde debía abandonarlo. Tras echar un rápido vistazo a un lado y a otro, no me lo pensé más y corrí como si la mismísima Ágata Ruiz de la Prada me persiguiera para ponerme uno de sus horrendos vestidos.
Siempre vuestra, y acelerada
Pamela
Etiquetas: Mi vida
sábado, agosto 25, 2007 3:45:00 p. m.
Oh, oh, o-h-o-h-o-o-h-o-o-o-ooooh, mi rosada Pamela,
decir que mis padrasdos están como escarpias es poco, rosada, todo mi ser está siendo consumido por una sensación biológica que olvidé cuando me instalaron las vértebras de titanio: es la piel de gallina.
El profesor que me enseña las danzas de Vilanova, un hijo de un prestigioso hombre de negocios muy influyente de los poderes públicos de la ciudad costera, parece estar interesado en mis cualidades como bailarín. Nunca en mi vida mi cadera protésica se ha movido con tanta coordinación con mis órganos naturales. Esto me hace pensar qué habría sido de mí si la sangría de la maldita poza no hubiese maltrecho mi cuerpo de forma irreversible y crónica. Mi cuerpo únicamente carnal y sin la perpetua embriaguez tal vez hubiese hecho las delícias de la danza.
Este pensamiento me ha hecho repudiar durante seis horas el ingerir sangría. Lastimosamente, estoy sin embriagar. No sé si perseguir al Chico Sangría tiene sentido para mí.
Sin estar rosado, pero con una gran crisis existencial,
Sangría de Rubíes