La danza del agua

lunes, junio 30


Queridos amigos virtuales,

Las manos de mi fisioterapeuta eran nubes deslizándose por un valle en el que una manada de caballos salvajes galopaba en libertad. Las crines subían y bajaban con ímpetu cada vez que sus pasos aplastaban la tupida hierba. Ni su reflejo en las gélidas aguas del lago que yacía a sus pies conseguía alcanzarles. Se detuvieron de repente, frente una boca de piedra que tenía un pequeño sol en la garganta. Observaron su calidez con ojos tristes porque no podían alcanzarlo, pues un fino espejo de hielo les separaba de él.

—Hemos terminado —dijo Jabes satisfecho—. La escoliosis ha desaparecido y, como sus piernas son del mismo tamaño, no creo que regrese. Seguramente se debió a algún golpe que le desvió la cadera. De hecho, si no hubiera tardado tanto en venir a la segunda sesión no hubiera sido necesaria ni una tercera.
—Mmm... —gemí al intentar desperezarme—. El otro día estuve haciendo memoria, querido, y puede que tengas razón. Hace tiempo me caí por unas escaleras —afirmé mientras recordaba de nuevo mi desencuentro con Alfred. Últimamente, por uno u otro motivo, no paraba de recordarlo—. Oh, me has dejado como nueva. Nunca me habían hecho masajes así. Tu talento es increíble.
—Sólo tenía una contractura en la espalda —se rió, parpadeando con fuerza. La sonrisa de Jabes era bellísima—. Eso se soluciona con un poco de ejercicio, porque el cuerpo humano está diseñado para moverse —explicó mientras movía la pierna como un muñeco de plástico—. No lo olvide: el movimiento es vida.
—No lo olvidaré.
—La dejaré sola para que pueda vestirse.

Jabes salió de la habitación y, lentamente, me incorporé. Ni siquiera era consciente de que estaba en ropa interior porque ya me había acostumbrado a estar desnuda en su presencia. Respiré hondo para que el oxígeno volviera a activar mis funciones motrices, ya que aún estaba un poco atolondrada. Me vestí y me retoqué el maquillaje con ayuda de la polvera. Al dejarla noté que algo estaba vibrando en el bolso. Era otra llamada de Michael que me apresuré a finalizar.

En las últimas semanas no había dejado de llamarme. Si hubiera sabido donde vivía, estoy segura de que se hubiera presentado sin avisar. Sintiéndolo mucho, no tenía ánimos para hablar ni sobre altas traiciones ni conspiraciones. Cuando estuviera preparada sería yo quién le llamaría.

Llegué a casa con unas ganas terribles de servirme un delicioso vermouth como aperitivo. Puse música clásica, me encerré en mi habitación y me puse a leer, pero ni así pude silenciar los cantos de sirena que salían del mueble bar, exhortándome a que me ahogara en su ambrosía. Lancé el libro sobre la cama y me metí en la ducha, vertiendo sobre mí decenas de litros de agua fría. Tampoco funcionó. Se me ocurrió atarme al tronco de un árbol como Ulises, pero me pareció demasiado dramático.

Salí de la ducha y me extrañó no encontrar ninguna toalla. Christopher se había marchado después de traerme y Adam se encontraba regando el jardín, por lo que estaba sola en casa hasta que llegara el ama de llaves, al mediodía. Abrí la puerta del baño y oteé alrededor: no había tacones en la costa. Salí de puntillas cubriéndome los senos con las manos y dando pequeños saltitos, como si con eso pudiera hacerme invisible a ojos extraños.

Fue entonces cuando empezó a sonar el Claro de Luna de Beethoven, diluyendo los cantos de sirena del mueble bar. Las notas me rodearon como un velo y me sentí mágicamente liberada, como una ninfa cuyo único vestido fueran unas pocas gotas de agua dulce. No sé por qué, pero cerré los ojos y la música me arrastró. Los acordes me cogieron de las manos y mis pies se dejaron llevar por el pasillo en una danza improvisada, dejando un rastro de huellas líquidas.

Aquella sonata era una de las canciones preferidas de mi madre. La que solía poner cuando jugábamos al juego de las pistas los veranos que pasamos en esa casa.

Inconfundiblemente vuestra,
Pamela

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Manchas de tinta

jueves, junio 26


Queridos amigos virtuales,

Después de la noche de miedo que había pasado me moría por servirme un martini, pero no pensaba hacerlo bajo ningún concepto. Mi psicoanalista me había dicho que no debía tomar alcohol si quería que Orlov me dejara en paz. Sí, ya sabéis, queridos, me refiero a la pantera imaginaria que me acechaba en las sombras. Seguramente había sido ella la que me había acosado en mi habitación.

Pedí hora de urgencia con Linus e hice que Christopher me llevara aquella misma tarde. Mi chofer seguía estando raro conmigo, pero no tenía fuerzas para preocuparme por eso. Le dejé y entré a la consulta de mi psicoanalista. Los gestos de Linus me hicieron saber que estaba preocupado por mi repentina llamada. Le conté lo ocurrido y su semblante se ensombreció.

—Tu miedo a la oscuridad se está reavivando —afirmó Linus.
—¿Cómo? ¿Por qué? —pregunté atemorizada.
—No lo sé —dudó mientras se acomodaba la corbata—. Por lo que me has contado no ha habido ningún catalizador para esos terrores nocturnos, excepto la pantera de la que me has hablado. ¿No me dijiste que de pequeña tenías miedo a la oscuridad?
—Sí. También tenía miedo a los insectos y a muchas otras cosas. Mis padres me llevaron al psicólogo y se me quitaron. Los miedos y los tics.
—¿También tenías tics?
—Ahá. Al parecer tenía muchos —recordé mientras me recolocaba la pamela—. Me encantaba ir al psicólogo porque le contaba mis cosas y me hacía dibujar. No sé cómo, pero me lo quitó todo menos el tic del hombro, aunque nadie se da cuenta de que existe porque es muy sutil. Yo tampoco soy consciente de que lo hago.
—¿Ese movimiento que haces a veces con el hombro es un tic?
—Sí —me reí. Saqué la polvera del bolso para comprobar mi maquillaje—, es lo único que me quedó tras mi paso por el psicólogo. Bueno, y el miedo a las alturas.
—Entiendo —meditó acariciándose la perilla—. ¿Y has estado recordando algún episodio traumático últimamente? —Su expresión me dio a entender que se refería a algo concreto.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes.
—Oh, ¿hablas de Alfred? Sí, lo he recordado alguna vez, pero desde que cerré el piso de arriba no ha vuelto a preocuparme —aseguré—. Linus, tienes que hacer algo. No quiero pasar tanto miedo nunca más.
—Pamela, creo que deberíamos trabajar en el foco del problema. Ese miedo tiene que venir de alguna parte, y por lo que dices lo más probable es que venga de tu infancia. Deberíamos realizar otra sesión de hipnosis. Es la única forma de averiguar algo.
—Linus... —El tono de angustia de mi voz me sorprendió.
—Sé que no te gusta la idea —arguyó mientras mecía su pluma entre los dedos. Una gota de tinta se desprendió y cayó sobre una hoja de papel, expandiéndose como un trozo de noche hambrienta de luz—, pero no se me ocurre otra manera.
—¿Pero y si recuerdo algo nuevo de mis padres? No estoy preparada para otro descubrimiento de ese calibre. A lo mejor me vuelvo loca del todo —especulé. Aquella idea era como una mancha de tinta dispuesta a expandirse por mi cabeza hasta devorarla por completo.
—No digas eso. Tú no estás loca —afirmó, muy serio—. Mira, no pretendo presionarte. Sólo te pido que lo medites, y si después de pensarlo bien sigues sin querer hacerlo, no lo haremos.
—Está bien. Lo pensaré.

Estaba saliendo de la consulta cuando mi móvil decidió ponerse a cantar. En la pantalla parpadeaba la palabra «Michael», que silencié finalizando la llamada. No tenía ganas de charlas incómodas.

No sé por qué, pero antes de llegar a la limusina me detuve a mirar el teléfono otra vez y vi que tenía una llamada perdida. La llamada que había recibido la noche en la que el terror estuvo a punto de volverme loca había sido real. «Número desconocido», decía el celular. Otra mancha de tinta.

Intrigadamente vuestra,
Pamela

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Terror en estado puro

domingo, junio 22


Queridos amigos virtuales,

La noche era cálida. Tumbada en la cama rememoré el beso de James y los vellos de mis brazos hicieron una improvisada fiesta. Sentí calor en mis labios, y aquél fuego líquido me inundó otra vez. Era como un volcán de agua dulce que formaba un río tempestuoso en mis adentros. Las aguas se calmaron y formaron un pequeño riachuelo que desembocó en una alegre cascada. Sus manos de agua acariciaban la anatomía de Marco con un alubión de suspiros. El indescriptible cuerpo de Christopher flotaba plácidamente en aquella laguna tranquila, rodeado de nenúfares. Alessandro se desnudaba en la orilla para bañarse con él. Yo estaba en brazos de Adam a los pies de un inmenso bananero, y Václav, vestido de príncipe, me sonreía desde una roca, rodeado de seis ranas que tarareaban una suave melodía.

A pesar del calor me quedé casi dormida. Fue entonces cuando una mano me acarició el brazo para, poco a poco, ir subiendo hasta el cuello. Al principio me regocijé de placer, pero después noté algo en esos dedos que me transmitió un frío mortal. La cara de Alfred se dibujó en el aire y abrí los ojos, aterrorizada. Estaba tan oscuro que no podía ver nada, pero estaba segura de que había alguien en la habitación. El miedo me ahogó la garganta. En mi locura, me pareció escuchar que mi teléfono móvil sonaba en alguna parte. Con las venas saturadas de terror, corrí a ciegas por la casa hasta dar con el dormitorio de Christopher. Abrí la puerta sin llamar y me metí en su cama, rota por convulsiones incontrolables. Aquel pánico atroz no me dejaba ni hablar, así que me acoplé a su silueta para impregnarme de su seguridad desesperadamente.

—¡¿Pero qué...?! —exclamó Christopher cuando se despertó sobresaltado—. ¡¿Pamela, qué pasa?! ¡Estás muerta de miedo! ¡¿Qué ha pasado?!
—Allí... —logré articular a duras penas cuando sus caricias me devolvieron la voz.

No tuve tiempo de decir más. Christopher encendió la luz y salió disparado por el pasillo sin más atuendo que la ropa interior y su pistola. Al cabo de lo que me parecieron horas regresó. No tuve reparos en acurrucarme a su lado.

—¿Qué has visto? —me preguntó.
—En mi dormitorio —gemí, a punto de echarme a llorar—. Creo que había alguien.
—No hay nadie. He mirado en toda la casa.
—Creí... —dudé.
—¿Estabas soñando?
—No sé...
—Seguro que ha sido una pesadilla. Las ventanas y las puertas están bien cerradas. ¿Estás bien?
—Sí. Lo siento, Christopher.
—No pasa nada. Tranquila —dijo con tono conciliador, abrazándome.
—¿Puedo quedarme contigo? Sólo esta noche.
—¿Conmigo? ¿No prefieres que llame a tu jardinerito? Seguro que él estaría encantado de hacerte compañía —sugirió con sorna.
—Por favor —rogué sin asomo de orgullo—, será mi regalo de cumpleaños.
—¿No me dijiste ayer que no querías ni hablar de tu cumpleaños?
—Christopher, tengo mucho miedo —insistí con voz quejumbrosa.
—Está bien, pero la próxima vez llamaremos al jardinerito.
—Por favor, déjala encendida —le pedí cuando fue a apagar la luz de la mesilla—. Gracias.

Christopher se apartó de mí y se colocó de lado para dormir, dándome la espalda. Como había recuperado la cordura no me atreví a abrazarme a él aunque me moría de ganas. Sin embargo, necesitaba sentir su presencia cuando cerré los ojos, por eso mantuve mi dedo meñique del pié en contacto con su piel hasta que conseguí dormirme.

Aterrorizadamente vuestra,
Pamela

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No mires atrás

jueves, junio 19


Queridos amigos virtuales,

Me bajé de la limusina y comprobé, para mi asombro, que Christopher no acudía a abrirme la puerta como siempre. ¿Estaría perdiendo sus refinadas maneras de caballero? El barullo del tráfico debió impedir que me escuchara al despedirme, porque no contestó. Quizá tenía un mal día.

Todo esto me inquietó el tiempo que tardé en llegar a uno de mis templos del buen gusto y el glamour. Rodeada de los vestidos de alta costura de una de mis tiendas preferidas, todo recuerdo negativo era, sencillamente, borrado de mi memoria. Aquellos fragmentos de tela tan primorosamente unidos con hilos de ensueño me inducían un estado de fantasía en el que era una princesa solitaria deambulando por elegantes palacios. Una princesa cuyo corazón era una rosa que, muy lentamente, estaba perdiendo los pétalos uno a uno.

Cada pétalo tenía grabado el nombre de un hombre, y con cada uno que se marchaba de mi vida otro pétalo caía. Y allí, en el probador, cubierta por un magnífico Chanel rojo, comprendí que cada vez que me esforzaba en cultivar la rosa de un amor, un pétalo de la mía acababa en el olvido y se extinguía en mis ojos una chispa de ilusión, dejándolos cada vez más apagados. Pude advertirlo cuando mi reflejo me miró con ojos vidriosos.

—Oh, es celestial —comentó una voz efusivamente fuera del probador.

Me limpié una lágrima con disimulo y me di la vuelta. La vendedora siempre tenía deliciosas palabras que conseguían animarme a salir cargada de la tienda con decenas de maravillas y el alma llena de autoestima. Sin embargo, esa mujer no era la vendedora. Aquellas palabras habían salido de otra boca muy distinta. Sus ojillos verdes observaban el vestido que llevaba puesto llenos de una extraña viveza. Cuando sus huesudas manos me rozaron para quitar una arruga que se había formado en el hombro, mi piel se convirtió en corteza de sándalos muertos. Su sonrisa, entre taimada y ávida de júbilo, aleteaba perezosamente dejando entrever unos dientes oscurecidos por la amargura del café.

—Querida, es increíble lo bien que te queda —apreció amorosamente, vocalizando de forma extraña.
—Gracias —me atreví a responder, analizando su voz para detectar cualquier anomalía que indicara un ataque inminente.
—Es que tienes una figura que todo te favorece —me halagó, situándose detrás de mí.
—Mi madre decía que cuando una tiene personal style, lo que viene a ser percha en castellano, aunque suene menos glamouroso, cualquier trapito es suficiente —sentencié, intentando no hacer caso al escalofrío que me causaba tenerla a mi espalda mirándome a través del espejo.
—Pues, desde luego, tenía razón. —Hizo una pausa en la que admiró nuevamente el vestido y prosiguió—: Pamela, quería decirte algo.
—Usted dirá, Marquesa —contesté, recelosa.

Su actitud era demasiado sospechosa, así que me preparé para un ataque psicológico. De la boca de la Marquesa de Roncesvalles sólo podían salir palabras tóxicas y, después de halagarme, el ataque sería más ponzoñoso que nunca.

Una bocanada de aire pasó dejando huella bajo mis fosas nasales. ¿Qué era aquél olor entre agrio y dulzón? De repente comprendí. «Oh, por el amor de Dior, ¿es real lo que huele mi olfato? ¿Alcohol?». No tardé en llegar a una conclusión: ¡la Marquesa de Roncesvalles estaba ebria, queridos! A eso se debía el brillo de sus ojos, el ligero temblor de los dedos y su inusual actitud. Todo encajaba.

—Estaba pensando que, ahora que has vuelto a casa y siendo vecinas —sugirió, trastabillando—, es una pena que no nos veamos más a menudo. Deberíamos mantener una amistad más cercana. ¿No crees?

La Marquesa me dejó descolocada. Su erupción de cariño se materializó en el espejo en forma de una pequeña y repulsiva criatura de ojos caídos que tenía dos alas deformes y cuatro dientes torcidos. No miré atrás para ver si era real. Aquella visión me provocó un carraspeo que se convirtió en un espasmo cuando la saliva se me fue por el otro lado y, finalmente, derivó en un breve ataque de tos. No sabía qué responder. No estaba preparada para aquellas inesperadas palabras.

—Bueno —dudé—, como estaré allí una temporada supongo que nos veremos más —«Aunque ojalá no sea así», cavilé sin querer.
—Será estupendo, ya lo verás —dijo, apretándome los hombros en una especie de abrazo por la espalda. Su contacto me repugnó.
—Sí —afirmé sin demasiada convicción, zafándome de su contacto con la excusa de recolocarme un zapato.
—No sé por qué dejamos de frecuentarnos —reflexionó, acariciándome otra vez mientras dejaba ir su siniestra risilla—. Al principio nos veíamos con asiduidad.
—La vida es así, con unas personas dejas de verte y otras pasan a ocupar tu tiempo —expliqué disimulando mi completo desinterés—. Todo fluye de forma natural por algún motivo.
—Pero eso se puede cambiar.
—Si me permite, voy a cambiarme. Creo que me llevaré el vestido.
—Oh, harás muy bien porque te queda genial —indicó mientras salía del probador.
—Hasta ahora —me despedí, cerrando la puerta con urgencia.

Me sentí aliviada al perderla de vista. Pensándolo bien, queridos, casi prefería a la odiosa Marquesa. Ésta me desconcertaba y me repelía hasta límites inimaginables. Tanto era así que tuve que sacudirme en silencio para liberarme de la pegajosa sensación que se había quedado a mi alrededor.

Estaba claro que esta situación requería de mis habilidades de súper heroína, así que, cuando me hube cambiado, abrí un poco la puerta y espié. Mis ojos me indicaron que la Marquesa entraba en el probador contiguo, y los oídos que había empezado a desvestirse. La vendedora esperó un momento y se marchó. Con los tacones en la mano, me dispuse a recorrer el pasillo en modo sigilo, disimulando para no llamar la atención. No me di cuenta de que no había abierto la puerta del probador lo suficiente y que mi pamela se había quedado atrapada en el hueco. Al notar que se me caía di un respingo para interceptarla en el aire, lo que hizo que mi bolso se me desprendiera de la mano. Si caía al suelo el frasco de perfume que llevaba en él seguramente se rompería haciendo demasiado ruido. No dudé. Me lancé con la velocidad de un águila y lo recuperé antes de que impactara.

—Es demasiado grande —escuché que se quejaba la Marquesa, aparentemente hablando consigo misma. Entonces habló en voz alta—: Señorita, ¿puede traerme una talla menos?

Debía hacer algo o la Marquesa saldría y me encontraría en el pasillo descalza y con las manos llenas de bolsos y pamelas en una extraña postura. Mi poder camaleónico se activó por sí solo.

—Desde luego. Enseguida se lo traigo —dije amablemente, con una vocecilla nasal producto de que me había tapado la nariz con los dedos.
—Gracias —contestó.

Al llegar al mostrador, ya con los zapatos puestos, me debatí entre irme rápidamente de la tienda o detenerme a comprar las exquisitas prendas que me había probado. Mas, con todo el dolor de mi corazón, elegí marcharme sin mirar atrás.

Huidizamente vuestra,
Pamela

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Mi héroe

lunes, junio 16


Queridos amigos virtuales,

No podía arriesgarme a que nadie supiera que aquella desagradable cosa había decidido hacer de mi cocina su morada. Imaginad lo que ocurriría si la Marquesa de Roncesvalles llegara a enterarse. Por eso decidí que sería Adam, mi gallardo jardinero, quién se encargaría de restaurar el equilibrio energético de mi humilde hogar.

Mi salvador llegó envuelto en un aura maravillosa. Su uniforme se había convertido en algo futurista por la mochila que llevaba, de la que salía una pequeña manguera por cuyo extremo manaba un líquido incoloro. Por un milisegundo, queridos, deseé morir en el veneno de aquel hombre rudo e instintivo. Después zarandeé la pamela y recuperé la cordura.

—¿Una mochila fumigadora?
—¿A que es una pasada? —apuntó Adam, entusiasmado cual niño con un juguete nuevo—. La he pedido en la empresa. Como por teléfono usted me dijo que era algo tan alarmante supuse que haría falta una buena artillería.
—¡Has hecho muy bien! —exclamé, entusiasmada ante la idea de aniquilar apoteósicamente al insecto.
—¿Y bien? ¿Quién será mi enemigo? —preguntó embravecido.
—Pasa, por favor. Se encuentra aquí. ¡Tienes que matarlo! —rogué mientras le llevaba a la cocina.
—¿Está en el sótano? ¿En la buhardilla? Seguro que está en el sótano, ¿no? ¿De qué se trata? ¿Son ratas? —insistió, moviendo rápidamente la manguera cada vez que cruzábamos una puerta, como un cowboy con la pistola cargada a punto de enfrentarse a una banda de forajidos.
—Es uno de esos nauseabundos insectos. ¿Te lo puedes creer? La verdad es que no sé cómo ha podido ocurrir, Adam. Como puedes ver, la limpieza de la casa es impecable. ¡Cucarachas aquí! No sé dónde vamos a parar. Tienes que arreglarlo porque no puedo soportar la idea de vivir bajo el mismo techo que esa cosa. Les tengo pánico. ¡Imagina que pone huevos o algo así! ¡No puedo soportarlo!
—Son cosas que pasan. Seguramente se coló por alguna ventana. ¿Sólo es una cucaracha? —dijo Adam, muy decepcionado.
—¿Te parece poco? ¡Jamás había pasado algo así!
—Entonces será mejor que deje esto —dijo refiriéndose a la mochila con tono apático—. Creo que no hará falta.
—¿Pero por qué? ¡Claro que hará falta! Ese demonio es muy listo.

Adam se marchó y volvió con un botecito. Desganado, empezó a propulsar un polvo blanco por debajo de los muebles. Estaba a punto de marcharme por indicación suya, para no respirar aquella sustancia tóxica, cuando el insecto salió despavorido de su escondite. De repente y como por arte de magia, ¡echó a volar directo hacia mi cara! ¿Acaso eran capaces de semejante prodigio esas criaturas? No sé si fue por el grito de terror que salió de mi boca, pero el bicho dio media vuelta y fue a parar sobre Adam, quien todavía se encontraba agachado.

—¡Adam, cuidado, lo tienes en el cuello! —grité despavorida, llevándome las manos a la cara.

Creí que iba a desmayarme cuando vi al insecto caminando sobre la piel morena de mi jardinero. Él intentó sacudírselo, con tan mala suerte que cayó por el cuello de la camisa y se perdió en su interior. Llega a ocurrirme eso a mí, queridos, ¡y me muero allí mismo! Si estuve a punto de sufrir un desvanecimiento con sólo imaginarme aquellas patas corriendo sobre mi abdomen. Pero Adam era un hombre valiente, así que se puso rápidamente en pie, se soltó las tiras del peto y, de un tirón, se arrancó los botones de la camisa haciendo que salieran disparados por el aire. Durante un latido, en lugar de a un hombre vi a un súper héroe convirtiéndose en su poderoso alter ego.

El insecto salió volando otra vez. Yo estaba paralizada, no sabía qué hacer. Sin embargo, cuando vi que se me acercaba peligrosamente, salí disparada y salté sobre Adam, que por inercia me cogió en brazos sin demasiado esfuerzo. Finalmente, el bicho hizo una espiral y cayó abatido fuera de la cocina, posiblemente por el efecto del veneno.

Un pie que pasaba por ahí justo en ese momento, enfundado en un zapato negro de chofer, arrancó del insecto un desagradable crujido que me hizo enterrar la cara en el cuello de Adam y dar un gritito de angustia.

—Mi héroe —susurré.
—¿Pero qué estáis haciendo? —preguntó Christopher con ojos desorbitados.
—Esto no es lo que parece —contestó Adam, ruborizado de pies a cabeza.

Sí, reconozco que la escena se prestaba a equívoco. Adam había enrojecido y tenía el torso semidesnudo envuelto en su camisa desgarrada, torso que me habría impresionado de no haber estado descolocada por la situación. Yo estaba en sus brazos y agarrada a su ancho cuello. El peto, al no estar sujeto por las tiras, se le había caído a la cintura dejando parcialmente a la vista su ropa interior y el relieve de su hombría. Era increíble que sus músculos fueran incluso más fuertes que los de Christopher.

Todos los pronósticos apuntaban a que éste sería un verano caluroso.

Veraniegamente vuestra, y desconcertada
Pamela

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Demonio rojo

domingo, junio 15


Queridos amigos virtuales,

Me desperté de madrugada, sedienta. La luz de alguna farola se filtraba por la ventana haciéndome creer que el camino de baldosas amarillas partía hacia Oz desde el pie de mi cama. Lo seguí, y en unos pasos me hallé echándome ambrosía en una copa de cristal con pulso tembloroso. Cuando me di cuenta de que había cogido la botella de martini en lugar de la jarra de agua, rectifiqué y cogí una nueva copa, muy a mi pesar, porque mi psicoanalista me había prohibido beber. El agua me besó al deslizarse entre mis labios.

Me pareció ver por el rabillo del ojo que algo se movía tras la barra americana. No le di importancia, puesto que debía tratarse de Orlov, mi pantera negra imaginaria, que había decidido salir otra vez a vigilarme. Fue cuando regresaba a la habitación cuando supe que no se trataba de él.

Una pequeña sombra se desprendió de un rincón y, como un pedacito de sangre en movimiento, se dirigió directa hacia mí con la intención de destruir mi karma. Primero me entró el pánico pero, cuando estaba a punto de alcanzarme y creía que tendría que irme a urgencias para someterme a una desinfección integral, mi instinto de súper heroína se anudó a mis piernas haciéndome subir a la barra de un salto. Me quedé sentada sobre la fría superficie, inmóvil, muerta de miedo. Ni tan solo grité.

Completamente horripilada, vi pasar al demonio bajo mis pies. Era un repugnante espanto de seis peludas patas que se movían con increíble celeridad. Sus grandes cuernos rojos le permitían verlo todo, aún en la oscuridad. En mi lista mental de criaturas nauseabundas y detestables, aquella era sin duda la primera. De hecho, si hubiera un cataclismo nuclear, sería uno de los pocos seres que sobreviviría. Incluso sin cabeza era capaz de subsistir durante días, hasta morir de inanición. Era el horror más pavoroso. Era una cucaracha.

El pequeño demonio desapareció bajo uno de los muebles. Salté hacia la puerta de la cocina cual atleta olímpica a punto de conseguir la medalla de oro y, desafiando a la oscuridad, entré en la caseta donde Adam guardaba los productos de jardinería. Sólo cuando lo tuve en la mano respiré tranquila. No estaba dispuesta a convivir con aquella criatura bajo el mismo techo, así que, aún a costa de mi propia integridad higiénica, cogí el insecticida y regresé. Coloqué una silla en la entrada de la cocina y esperé sentada con los pies en alto.

—¿Dónde te has metido, pequeña Marquesa de Roncesvalles? —dije, hablando con la cucaracha en un tono aparentemente amable, pero que pretendía camuflar una amenaza de muerte.

No iba a perder aquella guerra. Exorcicé con mi líquido sagrado los bajos de los muebles y, cada vez que veía una sombra sospechosa, la rociaba con el spray desde una distancia prudencial. Tal vez aquellos seres fueran capaces de resistir un holocausto nuclear, pero no podrían resistir el huracán Pamela.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando quise darme cuenta había amanecido y Christopher intentaba arrebatarme el arma de las manos. Yo seguía obsesionada con la idea de aniquilarlo. De hecho, no podía pensar más que en tres cosas: enviar de vuelta al infierno a ese demonio rojo, dar un rapapolvo a mi ama de llaves por permitir su existencia y, evidentemente, avisar con urgencia a mi jardinero para que fumigara.

Siempre vuestra, y repugnada
Pamela

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El aroma de la vida

viernes, junio 13


Queridos amigos virtuales,

Estaba muy preocupada porque había descubierto que era invisible para los hombres. Ya no les atraía sexualmente. ¡Oh, mundo cruel! Desde que me había marchado a la mansión mi sex-appeal parecía haberse volatilizado como por arte de magia, como un aroma que pasa de largo con el viento. ¿Me habría privado de su gracia la diosa del deseo? ¿Habría llegado al otoño la rosa secreta que había en mi corazón? Si así era, estaba decidida a descubrirlo y nada podría detenerme.

Ya atardecía cuando entré en mi habitación y abrí los cajones de la cómoda para desplegar mis mejores picardías sobre la cama. Mariposas de seda que aleteaban únicamente para mí. Desesperada, me los probé uno tras otro hasta dar con el que me pareció adecuado para lo que me proponía. Sobre el cuello deslicé una gargantilla de rubíes que hacía juego con mi tono de labios, los cuales sólo abrillanté con un ligero gloss transparente de sabor a fresas silvestres. En las orejas coloqué unos largos pendientes que acentuaban la línea perfecta de mi cuello. Para los pies, unos zapatos con tacones sobre los que el vértigo amenazaba con sacudirme, adornados con lazos carmesí.

Esperé sentada sobre las sábanas, temblando de nervios ante las agujas del tiempo. Al fin, el sonido de unos pasos se dibujaron en el aire. Procuré poner una pose casual, jugando con un mechón de pelo entre los labios como si pensara en los graves problemas del mundo de hoy.

– Creía que ya te habías acostado –dijo Christopher.
– Oh, no. Estaba aquí, pensando –repliqué distraídamente, mirándome en el espejo.
– ¿Ah, sí? En qué pensabas, cuéntame –se interesó mientras entraba en la habitación con paso tranquilo y se sentaba a mi lado.
– Pues pensaba en... –¡No sabia qué responder, queridos! No había previsto aquella pregunta, así que tuve que improvisar. Lo más importante era que los nervios no asomaran sus pequeños deditos sobre mi cara.
– ¿Sí? –insistió.
– Pensaba en lo rápidos que pasan los días. Recuerdo que cuando era pequeña los meses se hacían eternos y la vida parecía infinita. Cuando jugaba con mi Barbie Malibú todo parecía tan sencillo...
– Sí, es verdad –rió. Su risa era maravillosa–. Creo que le pasa a todo el mundo. ¿Así que jugabas con la Barbie? Debías ser adorable de pequeñita.
– Oh, sí, encantadora –comenté con sarcasmo–. Tenía el tamaño de un gorila.
– ¿En serio?
– Sí, tenías que haberme visto. No había niña más grande que yo. La Barbie debía parecer una liliputiense en mis manos.
– Pobrecita Barbie –Christopher soltó una risotada ante la idea.
– Sí. ¿Sabes qué hacíamos Claire y yo a los diez años? Bueno, con Barbie y su novio Ken. Tenían citas imaginarias en las que la llevaba a cenar a un restaurante romántico y luego, cuando la traía en su descapotable rosa, ¡los hacíamos fornicar! ¿Te lo puedes creer? Por favor, si no teníamos ni idea. Debía ser cosa de mi vecina Claire, porque ella era mayor que yo –confesé, prácticamente hablando conmigo misma. Cuando me di cuenta de lo que había dicho se me erizaron las comisuras de los labios. ¿Por qué había dicho eso? ¡Qué desastre!
– ¿De verdad? –Christopher estalló en carcajadas, para mi alivio–. ¡Qué mentes tan calenturientas para unas niñas! –bostezó.
– Sí. Qué aberrante, o sea, ¿no?
– Creo que voy a acostarme –indicó al bostezar de nuevo. Después me colocó un mechón de pelo tras la oreja. Pero no era el gesto que hace un hombre a una mujer, sino el que podría hacer un hermano–. Estoy cansado. ¿Quieres que te lleve por la mañana a algún sitio?
– No, querido –negué con la cabeza. La magia del momento se desvaneció, convirtiéndonos otra vez en jefa y empleado.
– Muy bien –indicó mientras salía de la habitación.
– Por cierto, Christopher.
– ¿Sí?
– Gracias.
– ¿Por qué? –inquirió sorprendido.
– Por quedarte conmigo en casa para que no estuviera sola.
– De nada, es un placer. Además, a mí tampoco me entusiasma estar solo en casa.
– Gracias igualmente.
– No hay de qué –sonrió–. Hasta mañana.

Estaba claro que, si alguna vez las había tenido, mis dotes de seducción se habían ido a relajarse muy lejos. Aún así, no estaba triste. Un pequeño tulipán floreció de repente en mi interior ante la certeza de que la luz de un nuevo día traería consigo el fresco aroma de la vida.

Siempre vuestra,
Pamela

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Barbie Pamela

martes, junio 10


Queridos amigos virtuales,

Mientras esperaba a que volviera Jabes y, algo turbada, me desprendía de mi perfecto vestuario, pensé en los motivos que podían llevar a la Marquesa de Roncesvalles a tratarme así. Me di cuenta de que con nadie se comportaba de manera tan descortés, por lo que tenía que haber, necesariamente, algún motivo por el que lo era conmigo. Repasé nuestros encuentros pasados, aunque hacía bastantes años que nos conocíamos, y vi con claridad que al inicio de nuestra esporádica relación las cosas habían sido diferentes. Al principio, cuando nos presentó una conocida en el club social, me trataba con cortesía y solía llamarme por mi primer nombre. Era muy amable conmigo e incluso mantuvimos, según recuerdo, conversaciones que me resultaron gratas y hasta interesantes. Ahora era todo lo contrario. Me pregunté por qué y, extrañada, me percaté de que no lo sabía. El cambio debía haber sido lo suficientemente gradual para que no fuera consciente de él, o tal vez hubiera un punto de inflexión trascendente para ella que a mí se me pasara por alto. ¿Pero qué podía haberle hecho yo?

– Bueno, ya estoy aquí –dijo Jabes al entrar con su tono animado de siempre–. ¿Preparada?
– Ya lo ve –contesté desde el agujero de la camilla, intentando imaginarme que no estaba en ropa interior–, soy muy obediente.
– En efecto, así da gusto. Y cómo va la zona. ¿Alguna molestia después de nuestra última sesión? –preguntó mientras me palpaba con suma delicadeza, causándome una rebelión en la piel.
– Oh... –suspiré cuando me masajeó. Tenía las manos más suaves que me habían tocado jamás–. Lo cierto es que no –susurré.
– Fantástico. ¿Y agujetas?
– Ah... –gemí. Definitivamente, aquel hombre tenía un don para manipular mi cuerpo. Me tuve que concentrar para responder–: No muchas.
– Perfecto. Ahora dése la vuelta –ordenó.

Os pido que me disculpéis por lo que voy a escribir, queridos, porque sé que es de lo más vulgar, pero la conversación y mi estado de enajenación mental transitorio me hicieron pensar, escandalizada, que si no fuera por el contexto cualquiera hubiera creído que íbamos a hacer ejercicios muy distintos a los de una sesión de fisioterapia. Esa idea generó una ola de calor que me recorrió el cuerpo entero. Intenté apartarla de mí, pero al no llevar la pamela me fue imposible.

– ¿Darme la vuelta?, ¿por qué? –inquirí, consternada ante la idea de estar boca arriba y que se me notara el sofoco.
– Hoy empezaremos por otros ejercicios –explicó.
– Está bien –dije resignada, girándome con los ojos cerrados.

Primero me obligó a estirar el cuello, lenta pero contundentemente, y luego cada tramo de mis brazos. En sus manos el cuerpo humano parecía una máquina a la que estuvieran poniendo a punto. Él, como mecánico, la desoxidaba y engrasaba, aunque la idea de ser ungida de aceite de motor no se me antojó demasiado saludable. Me obligó, con la potencia de su fuerza, a estirar los músculos hasta límites que no sospechaba que fuera capaz de alcanzar. Después pasó a las piernas y, cuando estaba casi encima de mí con una de ellas flexionada bajo su pectoral y yo intentaba concentrarme en el techo para evitar los libidinosos pensamientos que me suscitaban semejante postura, dijo:

– Ahora voy a presionar con fuerza. Avíseme cuando sienta que el tendón le tira de la cadera. Puede que esto le duela un poco.
– Ahá –sólo acerté a decir. La verdad es que, aunque me hubiera dicho que iba a matarme, no hubiera podido decir otra cosa, tan abochornada estaba.
– ¿Aún no nota que le tira? –me preguntó cuando tenía mi rodilla derecha prácticamente tocando mi seno izquierdo.
– No.
– ¿Ahora? –volvió a preguntar cuando la rodilla ya lo presionaba considerablemente. A tan corta distancia la belleza de su rostro impresionaba y la situación se me hacía ciertamente embarazosa.
– Un poco, pero no duele –conseguí articular bajo el peso de su masculino cuerpo.
– ¿Es usted hiperlaxa? –indagó mientras se ponía en pie y rodeaba la camilla, de manera que se situaba justo sobre mi cabeza. Incluso visto al revés y haciendo aquellos extraños parpadeos, Jabes era atractivo.
– Disculpe mi ignorancia, pero no le entiendo –reconocí, aunque no sabía si era porque no entendía la palabra o porque a esas alturas ya padecía encefalograma plano a causa del calor.
– Me refiero a si es usted más flexible de lo normal –aclaró.
– No. Creo que soy normal.
– Pues es muy flexible –concluyó.

Al realizar un nuevo ejercicio Jabes echó medio cuerpo sobre mí para ejercer presión sobre la cadera. Ignoro cómo fue, pero cuando mis pestañas aletearon vi...

No puedo escribirlo. Lo he intentado durante horas, queridos, pero no he sido capaz de teclearlo. ¡Oh, qué vergüenza! ¡Qué desconcertante y bochornosa situación! Jamás en mi corta existencia me habría imaginado que me encontraría en tales circunstancias. Estoy segura de que todo era cosa de los dioses, que se estaban divirtiendo a mi costa. Pero qué podía hacer yo, pobre ingenua, víctima de la rueda destino y sus infortunios, ¿qué? ¿Acaso era capaz de cambiar el curso de los acontecimientos a los que los poderosos dioses habían decidido someterme como desdichada mortal?

Está bien. ¡Lo escribiré! ¡Lo haré por vosotros! Porque no soporto vuestra mirada ni una centésima más. Cuando mis pestañas aletearon pude ver... que una parte de la prodigiosa anatomía de aquel hombre, cubierta tan sólo por un pantalón fino, estaba alarmantemente cerca de mi rostro. ¡A milímetros de distancia! Mi tez se encendió y sin darme cuenta contuve la respiración. Turbada y asfixiada, no supe qué hacer hasta que un inmenso dolor me hizo gritar:

– ¡Ay, dolor, dolor!
– ¡Le he dicho que me avisara cuando le tirase! –me reprochó Jabes al liberarme. Estaba preocupado por si me había hecho daño.
– Lo siento, querido. Se me ha ido la pamela al cielo –me excusé.
– Bueno, ya está bien por hoy. Terminaremos con un masaje relajante.

Jabes devolvió la pierna a su posición original muy lentamente, poniéndome una mano en el glúteo y otra en el muslo. Mi piel se encendió inútilmente otra vez. Me hubiera gustado pensar, queridos, que aquel maravilloso especímen de varón humano había intentado abusar de mi cuerpo pero, envuelta en mi ropa interior de encaje, de repente me vi como una Barbie gigante a la que estuvieran manipulando tras salir de producción. Era como si pretendiera ser sexy y, sin embargo, no vieran en mí más que un amasijo de plástico. Me sentí privada de mi feminidad y sorprendentemente asexual, a pesar de llevar un maquillaje de infarto a juego con la escasa tela que me cubría.

Frustrantemente vuestra, y asexuada
Pamela

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La Reina de Corazones

jueves, junio 5


Queridos amigos virtuales,

Los días transcurrían relativamente tranquilos en mi mansión, y digo relativamente porque en realidad seguía habiendo una inquietud dentro de mí. Era una inquietud pequeña, de esas que se supone que una puede coger por las orejas y zarandearla hasta dejarla lo suficientemente desorientada para que no sepa encontrar el camino de vuelta, pero ésta tenía algo diferente y siempre conseguía escabullirse de mis manos.

Estaba abriendo la verja de mi mansión, haciendo malabares con mis compras en los brazos, cuando aquella inquietud utilizó mi espalda como pista de esquí y descendió hasta mis piernas. Noté unos fuertes arañazos en los gemelos y mis medias se abrieron, llenándose de antiestéticas carreras para mi espanto. Al mirar abajo encontré a un pequeño ser de pelaje blanco y rizado, de piel rosada, que meneaba la cola de pura felicidad. No paraba de saltar, presa de una feroz energía, y me miraba con dos ojillos traviesos que mendigaban aunque fuera una caricia.

– ¿Qué es lo que ven mis ojos? –inquirió una vocecilla estridente más allá de mi campo visual–. Pero si es mi amiga Débora. Dichosos los ojos. ¿Sigues igual de madura que siempre?
– Sí, ¿y usted? –contesté desafiante, intentando disimular mi hastío.
– No, lo digo porque como soy mayor que tú... –insinuó la Marquesa de Roncesvalles–. Salem, por favor, no molestes a nuestra convecina –ordenó a su caniche, que seguía arruinándome las medias en un exceso de absurda alegría.
– ¿Y qué quiere decir con eso?
– No, me refiero a que la edad proporciona una sabiduría que las jovenzuelas como tú ni siquiera sospecháis que existe –dijo con un repulsivo aire de marisabidilla–. Al fin y al cabo, son las vivencias de los años las que dan experiencia.
– Ah, yo pensaba que la madurez no procede de la cantidad de experiencias que una vive, sino de lo que aprende de ellas –repliqué–. En mi corta vida he visto jóvenes con una cabeza muy bien vestida y personas mayores a las que no les vendría nada mal unas lecciones de Christian Dior. Lo que jamás hubiera pensado es que la sabiduría viniera volando a posarse en mi pamela como regalo de cumpleaños a los... ¿Qué edad ha dicho? –pregunté con cara de ingenua falta de experiencias.
– Débora, no sé si te has dado cuenta, y lo último que quisiera sería importunarte, tú lo sabes –afirmó, ignorando mi pregunta con fingida cortesía–, pero me parece que has sufrido un pequeño percance con las medias. Yo jamás te juzgaría por algo así, desde luego, pero hay personas por aquí que no son tan benévolas como yo. Y luego a la gente, ya sabes, le gusta mucho hablar.
– Qué amable por su parte, Marquesa, se lo agradezco mucho –fingí con exagerada gentileza–. Pero mira, el pobrecito, ¡mira qué uñas tiene! –exclamé a viva voz acariciando al can para que todo el mundo me oyera–. ¿A que quieres ir conmigo a la peluquería a cortarte las uñas?, ¿a que sí Salem? Porque es ése tu nombre, ¿no?
– Salem Saberhagen para ser exactos –soltó la Marquesa.
– ¿De qué me suena ese nombre? –me pregunté llevándome el dedo a los labios. Me sonaba de algo y no sabía de qué–. ¿No se llamaba así el gato de aquella bruja? –apunté sin pensar. Por su cara me di cuenta de que la Marquesa debía estar pensando que la estaba llamando bruja descaradamente, y yo, sinceramente, jamás hubiera hecho algo así. Estoy demasiado bien educada–. ¡Oh, no quería decir...! –intenté rectificar antes de que me quitara la palabra.
– No sé, fue mi sobrina quien eligió el nombre –escupió colocando los labios en un extraño rictus–. Por cierto, hace mucho que no vienes por el club social.
– Sí, es que estoy muy ocupada últimamente. Marquesa, antes no he querido decir...
– Oh, entonces no sabrás lo último –comentó, cortándome de nuevo. Los ojos le brillaban de excitación.
– No, ¿qué es? –pregunté con interés, desistiendo de mi vano intento de explicarme. En compensación, decidí darle el protagonismo que buscaba con sus habituales cotilleos. Además, si algo no se podía negar era que la Marquesa se enteraba de todo lo que sucedía en su reino.
– Dicen que hay un socio, un doctor –susurró. Acerqué mi oreja para escucharla mejor–, que opera a cambio de favores.
– ¿Favores? No comprendo –comenté sin caer en la cuenta de a qué se refería.
– Sí, ya sabes, favores indecentes –masculló, tapando una risilla con la mano. Sus dientes se arrastraban como si degustaran un suculento manjar. Su lengua viperina resplandecía de veneno.

Al entender a qué se refería sentí que me extirpaban el alma con un bisturí y la metían en un frasco de formol. Caí en la cuenta de que la Marquesa estaba hablando de mi amigo Michael. Hacía unas semanas, en el club social, se dijo que mi cirujano plástico me había operado a cambio de lujuriosos encuentros. ¡Operado a mí, que tengo un cuerpo esculpido a base de constancia y esfuerzo personal! ¡Háyase visto! Quise lanzarme al galope sobre la furia asesina que pugnaba por apoderarse de mis puños para obligar a la Marquesa a someter su lengua venenosa, pero, en lugar de eso, apreté las riendas y respondí con frialdad. Si la Reina de Corazones quería mi cabeza, primero tendría que ganarme al croquet, como a Alicia en el País de las Maravillas.

– Ah, sí, lo he oído –dije, escandalizada–. Menuda desfachatez, ¿no le parece? No sé adónde vamos a llegar. Esto en tiempos de Franco seguro que no ocurría.
– Débora, me veo en la obligación de contártelo. ¡Aunque no sabes cuánto me disgusta tener que hacerlo! Es por tu bien, claro, porque como buena amiga y vecina tuya debo alertarte –aseveró condescendientemente, muy orgullosa de lo buena samaritana que era.
– Oh, no se preocupe –corté su sarta de mentiras antes de que las uñas se me clavasen en las palmas de las manos de tanto apretarlas. No estaba dispuesta a darle el gusto de mancillarme, así que me adelanté–: No hace falta que me cuente nada porque ya sé qué es lo que dicen: que estoy operada, y por mi amigo el doctor, nada menos.
– ¿Ya lo sabías? –se sorprendió, muy decepcionada al ver que la presa se le había escapado. Mi inesperada reacción no le había gustado nada.
– Sí, hace tiempo en realidad –confirmé despreocupadamente–, por eso me ha extrañado que sea lo último de lo que se habla en el club. Cuando lo escuché recuerdo que pensé en lo desafortunada que se debía sentir la persona que había extendido tal calumnia. Alguien que necesita hacer algo así para sentirse feliz debe ser muy desgraciada, ¿no cree? Me atrevería a afirmar que debe tratarse de una mujer que se consume en su soledad mientras envejece poco a poco con la única compañía del servicio y, tal vez, de algún animal de compañía –aseguré con sinceridad, acompañando mi discurso con gestos melodramáticos. Incluso se me humedecieron los ojos al darme cuenta de que estaba hablando en parte de mí misma. Si no tenía cuidado yo también podía acabar de esa manera, así que tome nota mental de ello–. Oh, me da tanta pena... Seguro que llena sus días vacíos comprando alhajas, y las noches leyéndole novelas de amor a su corazón marchito.
– ¡Eso es mentira! –rezongó la Marquesa, muy enfadada.
– ¿El qué? –pregunté.
– ¡Sí que te has operado! –exclamó con vehemencia, como si fuera el delito más deleznable del universo y hasta mereciera que me torturasen por ello. La Marquesa respiraba agitadamente y se la veía muy nerviosa.
– Marquesa, ¿está usted bien? La noto un poco alterada –afirmé, dándome cuenta del extraño efecto que habían provocado en ella mis palabras.
– ¡Sí te has operado! –repitió.

Nos quedamos calladas, mirándonos como si a nuestro alrededor hubiera explotado una bomba nuclear y no quedara de la realidad más que un puñado de escombros. Poco a poco, la Marquesa se tranquilizó.

– No me he operado –sentencié, sin más–, es la verdad. El día que lo necesite pensaré en ello, pero de momento considero que tengo una genética muy afortunada.
– Lo siento, pero debo dejarte –resopló ella mientras ponía los ojos en blanco–. Buenos días.

Me quedé pensando por qué la Marquesa afirmaba con tanta rotundidad que me había operado a manos de Michael. Recordé los discursos psicológicos a los que Linus acostumbraba a someterme, y se me ocurrió que tal vez la pobre mujer estuviera proyectando en mí alguna de sus frustraciones personales. Era obvio que, si necesitaba atacarme con tanto ahínco, debía sentirse francamente mal en mi presencia. Reina de CorazonesProbablemente se sentía juzgada a través de mis pestañas. Lo que no entendía era por qué. En cualquier caso y fuera cual fuera el motivo, yo no tenía por qué soportar semejante trato. «Que se busque un psicoanalista, como todo el mundo. ¡Sólo faltaba!», pensé, muy indignada. Una cosa estaba clara, fue ella la que nos calumnió en el club social.

Entré en la mansión con la certeza de que tenía un importante naipe en el bolso: la Reina de Corazones. Lamentablemente para ella, si quería cortarme la cabeza tendría que esforzarse más.

Acorazonadamente vuestra,
Pamela

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