No mires atrás

jueves, junio 19


Queridos amigos virtuales,

Me bajé de la limusina y comprobé, para mi asombro, que Christopher no acudía a abrirme la puerta como siempre. ¿Estaría perdiendo sus refinadas maneras de caballero? El barullo del tráfico debió impedir que me escuchara al despedirme, porque no contestó. Quizá tenía un mal día.

Todo esto me inquietó el tiempo que tardé en llegar a uno de mis templos del buen gusto y el glamour. Rodeada de los vestidos de alta costura de una de mis tiendas preferidas, todo recuerdo negativo era, sencillamente, borrado de mi memoria. Aquellos fragmentos de tela tan primorosamente unidos con hilos de ensueño me inducían un estado de fantasía en el que era una princesa solitaria deambulando por elegantes palacios. Una princesa cuyo corazón era una rosa que, muy lentamente, estaba perdiendo los pétalos uno a uno.

Cada pétalo tenía grabado el nombre de un hombre, y con cada uno que se marchaba de mi vida otro pétalo caía. Y allí, en el probador, cubierta por un magnífico Chanel rojo, comprendí que cada vez que me esforzaba en cultivar la rosa de un amor, un pétalo de la mía acababa en el olvido y se extinguía en mis ojos una chispa de ilusión, dejándolos cada vez más apagados. Pude advertirlo cuando mi reflejo me miró con ojos vidriosos.

—Oh, es celestial —comentó una voz efusivamente fuera del probador.

Me limpié una lágrima con disimulo y me di la vuelta. La vendedora siempre tenía deliciosas palabras que conseguían animarme a salir cargada de la tienda con decenas de maravillas y el alma llena de autoestima. Sin embargo, esa mujer no era la vendedora. Aquellas palabras habían salido de otra boca muy distinta. Sus ojillos verdes observaban el vestido que llevaba puesto llenos de una extraña viveza. Cuando sus huesudas manos me rozaron para quitar una arruga que se había formado en el hombro, mi piel se convirtió en corteza de sándalos muertos. Su sonrisa, entre taimada y ávida de júbilo, aleteaba perezosamente dejando entrever unos dientes oscurecidos por la amargura del café.

—Querida, es increíble lo bien que te queda —apreció amorosamente, vocalizando de forma extraña.
—Gracias —me atreví a responder, analizando su voz para detectar cualquier anomalía que indicara un ataque inminente.
—Es que tienes una figura que todo te favorece —me halagó, situándose detrás de mí.
—Mi madre decía que cuando una tiene personal style, lo que viene a ser percha en castellano, aunque suene menos glamouroso, cualquier trapito es suficiente —sentencié, intentando no hacer caso al escalofrío que me causaba tenerla a mi espalda mirándome a través del espejo.
—Pues, desde luego, tenía razón. —Hizo una pausa en la que admiró nuevamente el vestido y prosiguió—: Pamela, quería decirte algo.
—Usted dirá, Marquesa —contesté, recelosa.

Su actitud era demasiado sospechosa, así que me preparé para un ataque psicológico. De la boca de la Marquesa de Roncesvalles sólo podían salir palabras tóxicas y, después de halagarme, el ataque sería más ponzoñoso que nunca.

Una bocanada de aire pasó dejando huella bajo mis fosas nasales. ¿Qué era aquél olor entre agrio y dulzón? De repente comprendí. «Oh, por el amor de Dior, ¿es real lo que huele mi olfato? ¿Alcohol?». No tardé en llegar a una conclusión: ¡la Marquesa de Roncesvalles estaba ebria, queridos! A eso se debía el brillo de sus ojos, el ligero temblor de los dedos y su inusual actitud. Todo encajaba.

—Estaba pensando que, ahora que has vuelto a casa y siendo vecinas —sugirió, trastabillando—, es una pena que no nos veamos más a menudo. Deberíamos mantener una amistad más cercana. ¿No crees?

La Marquesa me dejó descolocada. Su erupción de cariño se materializó en el espejo en forma de una pequeña y repulsiva criatura de ojos caídos que tenía dos alas deformes y cuatro dientes torcidos. No miré atrás para ver si era real. Aquella visión me provocó un carraspeo que se convirtió en un espasmo cuando la saliva se me fue por el otro lado y, finalmente, derivó en un breve ataque de tos. No sabía qué responder. No estaba preparada para aquellas inesperadas palabras.

—Bueno —dudé—, como estaré allí una temporada supongo que nos veremos más —«Aunque ojalá no sea así», cavilé sin querer.
—Será estupendo, ya lo verás —dijo, apretándome los hombros en una especie de abrazo por la espalda. Su contacto me repugnó.
—Sí —afirmé sin demasiada convicción, zafándome de su contacto con la excusa de recolocarme un zapato.
—No sé por qué dejamos de frecuentarnos —reflexionó, acariciándome otra vez mientras dejaba ir su siniestra risilla—. Al principio nos veíamos con asiduidad.
—La vida es así, con unas personas dejas de verte y otras pasan a ocupar tu tiempo —expliqué disimulando mi completo desinterés—. Todo fluye de forma natural por algún motivo.
—Pero eso se puede cambiar.
—Si me permite, voy a cambiarme. Creo que me llevaré el vestido.
—Oh, harás muy bien porque te queda genial —indicó mientras salía del probador.
—Hasta ahora —me despedí, cerrando la puerta con urgencia.

Me sentí aliviada al perderla de vista. Pensándolo bien, queridos, casi prefería a la odiosa Marquesa. Ésta me desconcertaba y me repelía hasta límites inimaginables. Tanto era así que tuve que sacudirme en silencio para liberarme de la pegajosa sensación que se había quedado a mi alrededor.

Estaba claro que esta situación requería de mis habilidades de súper heroína, así que, cuando me hube cambiado, abrí un poco la puerta y espié. Mis ojos me indicaron que la Marquesa entraba en el probador contiguo, y los oídos que había empezado a desvestirse. La vendedora esperó un momento y se marchó. Con los tacones en la mano, me dispuse a recorrer el pasillo en modo sigilo, disimulando para no llamar la atención. No me di cuenta de que no había abierto la puerta del probador lo suficiente y que mi pamela se había quedado atrapada en el hueco. Al notar que se me caía di un respingo para interceptarla en el aire, lo que hizo que mi bolso se me desprendiera de la mano. Si caía al suelo el frasco de perfume que llevaba en él seguramente se rompería haciendo demasiado ruido. No dudé. Me lancé con la velocidad de un águila y lo recuperé antes de que impactara.

—Es demasiado grande —escuché que se quejaba la Marquesa, aparentemente hablando consigo misma. Entonces habló en voz alta—: Señorita, ¿puede traerme una talla menos?

Debía hacer algo o la Marquesa saldría y me encontraría en el pasillo descalza y con las manos llenas de bolsos y pamelas en una extraña postura. Mi poder camaleónico se activó por sí solo.

—Desde luego. Enseguida se lo traigo —dije amablemente, con una vocecilla nasal producto de que me había tapado la nariz con los dedos.
—Gracias —contestó.

Al llegar al mostrador, ya con los zapatos puestos, me debatí entre irme rápidamente de la tienda o detenerme a comprar las exquisitas prendas que me había probado. Mas, con todo el dolor de mi corazón, elegí marcharme sin mirar atrás.

Huidizamente vuestra,
Pamela

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