Laguna mental

miércoles, agosto 27


Queridos amigos virtuales,

No recuerdo lo que sucedió tras cerrar la puerta del sótano. Lo primero que recuerdo después de eso es que mi cuerpo subía en el aire mientras alguien gritaba mi nombre. Cuando vi una gran verja que daba acceso a un jardín paradisíaco y al chico martini con unas grandes llaves en la mano, pensé que iba camino al cielo. Sin embargo, unos brazos me arrancaron de allí y me lanzaron al vacío. Me di cuenta de que era Jabes quien gritaba mi nombre. Era él quien me agarraba y me empujaba violentamente. Su cara era de pánico.

—¡¡¡Pamela!!! —gritaba Jabes a pleno pulmón—. ¡¡Pamela!!
—¡¿Pero qué haces?! —conseguí articular, alucinada por la situación—. ¡Basta! ¡Déjame!
—¡¿Estás bien?! ¡Por el amor de Dios, contéstame! —chilló desesperado, con los ojos al borde de las lágrimas.
—¡Sí! —gruñí indignada, sin saber a qué se debía todo aquello. Me dolían los brazos y tenía una migraña terrible—. ¿Te crees que soy de plástico?
—Gracias al cielo —susurró de puro alivio, dándome un abrazo que por poco me asfixia. Incluso escuché como me crujían las cervicales.
—Querido, ¿se puede saber qué ha pasado? —conseguí pronunciar a duras penas.
—No lo sé —replicó Jabes, poniéndose en pie para caminar de un lado a otro. Se le veía muy nervioso. El tic de los ojos se le había acusado, parpadeaba con fuerza muy a menudo y se crujía los nudillos—. Estaba buscando al gato y me pareció oír algo. Sí, creo que oí algo en el pasillo. Me acerqué y te vi allí —titubeó, angustiado todavía.
—Tranquilo, Jabes, ya ha pasado. Estoy bien, ¿lo ves? —intervine para tratar de calmarle, ignorando los pinchazos que sentía bajo el cráneo. Le cogí de la mano y le senté a mi lado en el sofá—. Ven, siéntate. Dime, ¿qué viste?
—Te encontré acurrucada contra la pared, temblando —farfulló mirándose los dedos—. Tus manos estaban...
—¿Cómo? —inquirí, incrédula.
—Estabas llorando con los ojos abiertos, Pamela, ni siquiera parpadeabas. Tu cara me dejó tan impresionado que me quedé paralizado. Murmurabas, no parabas de murmurar.
—¿El qué, querido? —pregunté con dulzura. Me toqué las mejillas y las encontré mojadas. Como decía Jabes, había estado llorando. Debía estar horrible con el maquillaje deshecho. Tuve ganas de irme corriendo al tocador, no obstante me contuve.
—No sé, no entendía lo que decías. Estabas completamente fuera de ti, como si algo te hubiera aterrorizado o algo así. No sabía qué hacer. Me asusté tanto que estuve a punto de llamar a una ambulancia.
—Querido, lo siento mucho —me disculpé, apesadumbrada por haberle hecho pasar semejante mal trago.
—Tendrías que habérmelo dicho —apuntó Jabes cruzándose de brazos. Miraba hacia otro lado, como si estuviera decepcionado conmigo.
—¿El qué, querido?
—Que eres epiléptica —me regañó, muy ofendido—. Lo correcto hubiera sido habérmelo dicho. Esto no ha estado nada bien, Pamela, nada bien.
—¿Qué?
—Si querías que fuese tu entrenador personal creo que tenía derecho a saberlo por si pasaba algo como lo que ha pasado.
—Siento decepcionarte, Jabes, pero no soy epiléptica —resoplé.
—No está bien —repitió para sí mismo, negando con la cabeza.
—¡Que no soy epiléptica, ¿sabes?! —exclamé para obligarle a escucharme.
—¿Entonces qué es lo que te ha pasado? —replicó.
—No lo sé, o sea, recuerdo que abrí la puerta del sótano y vi algo en la oscuridad. Luego cerré de un portazo y después nada, estaba aquí, en el sofá contigo. No sé lo que me ha pasado, pero puedes estar seguro de que mañana mismo iré a ver a mi psicoanalista para descubrirlo.
—Dios, Pamela, ha habido un momento, cuando te he traído al sofá, que me has dado un susto de muerte. Te he acostado y de repente te has quedado completamente quieta, con los ojos abiertos mirando al vacío. Parecía como si... como si te hubieras muerto.
—¡Ay, por Christian Dior, no digas eso! —me horroricé.
—Ni siquiera respirabas. Casi se me para el corazón —apuntó al recordar. Se llevó una mano al pecho y respiró hondo—. Cuando te estaba tomando el pulso, me has cogido por los brazos, has levantado la cabeza y me has mirado fijamente. Sólo has dicho una palabra, un susurro, pero me has acojonado como nunca me ha acojonado ninguna película de miedo, perdona la expresión.

No me atrevía a preguntar por si la respuesta de Jabes me dejaba más aterrorizada de lo que ya lo estaba. No obstante, mis labios cobraron vida propia como las alas de una mariposa roja y brillante en cuyo centro se dibujara la sombra de las alas de una duda.

—O sea, ¿qué he dicho? —pregunté temerosa.
—No lo sé, una palabra rara. No la he entendido.
—¿Crees que podrías repetirla?
—Puede —meditó unos segundos—. Me pone los pelos de punta recordarte diciéndolo. Era algo así como rasala.
—¿Cómo? —insistí.
—Rasala, empezaba por erre, creo. Rasala, raisala, graisadla, jaisadla... —probó. Entonces puso cara de convicción—. Sí, eso es, jáisadla.

No sabía por qué, pero aquel sonido me atropelló los tímpanos a doscientos kilómetros por hora, agudizando mi dolor de cabeza hasta convertirlo en una aguja al rojo vivo. Me sentí débil y tuve que recostarme en el sofá. Temiendo que me desmayara, Jabes se fue corriendo a por un vaso de agua pero, cuando regresó, ya me encontraba aparentemente mejor.

Amnésicamente vuestra,
Pamela

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Ojos en la oscuridad

sábado, agosto 23


Queridos amigos virtuales,

La experiencia había sido increíble. Estar allí, compartiendo la intimidad de una casa ajena, escuchando la conversación de unos hermanos de manera ilegal, oh, fue una sensación indescriptible, una experiencia casi religiosa. No podía negar que me había encantado.

A lo que no podía dejar de dar vueltas era a cómo demonios iba a traducir la conversación en francés que había grabado entre James y Samantha. El contenido podía ser inofensivo, pero no podía pasar por alto la posibilidad de que fuera comprometido, lo que me obligaba a ser cauta a la hora de elegir al traductor. ¿Y si lo que se hablaba en esos minutos de conversación fuera lo suficientemente importante como para que se pudiera hacer un chantaje? No podía arriesgarme.

Cuantas más vueltas le daba, más claro resultaba que sólo tenía una posibilidad segura: llevar la grabación a mi querido Ambrosio. Él no sólo era natural de un pueblecito francés llamado Villandry, con lo que hablaba un francés perfecto, sino que además al padecer Alzheimer olvidaría cualquier cosa que oyera al poco tiempo. Sí, queridos, sé que pensar cosas como esta no es muy loable por mi parte, y no me siento nada orgullosa por ello, pero dada la espinosa situación en la que estaba envuelta, no me quedaba más remedio que poner mi sentido de la practicidad por encima de mi sensibilidad. Por tanto, en breve debería viajar a la Toscana.

—¿Se puede saber dónde tiene la cabeza? —preguntó mi nuevo entrenador personal mientras me sujetaba para que no me deslizara por encima de la enorme pelota y acabara desparramada por el suelo—. Si no está atenta ahora, al principio, no tendrá la base para hacer los ejercicios de después. La colocación y la respiración son fundamentales en los ejercicios de Pilates.
—Lo siento mucho, querido. Es que tengo muchas cosas en la pamela y me duele un poco la cabeza —afirmé, sentándome sobre la pelota para descansar.
—¿Está usted bien? Quiero decir... Espero que no tenga ningún problema grave —dijo Jabes tímidamente, mostrándome otra vez el tic nervioso de sus ojos.
—Oh, no, querido, es que estoy organizando un desfile benéfico en mi hotel y hay muchísimo que hacer todavía. Es por eso —mentí. Si le hubiera contado la estrambótica historia de Samantha, James, Philippe y mi padre, estoy segura de que ésa hubiera sido la primera y última clase de Pilates que hubiera recibido de manos de Jabes—. Pero muchas gracias por preocuparte, es todo un detalle de tu parte.

Entonces lo vi, verde y brillante. Todos los vellos de mi cuerpo se pusieron en alerta. La puerta del gimnasio de mi mansión estaba entreabierta y, por la abertura, un ojo de felino me miraba desde la sombras del pasillo. Me levanté y fui directa hacia él, pero cuando abrí la puerta no había nada.

—¿Qué pasa, Pamela? —inquirió Jabes intrigado por mi reacción.
—Nada, es que me ha parecido ver algo en el pasillo —contesté extrañada.
—¿El qué?
—No sé, creo que era un gato.
—¿Tiene un gato?
—¿Yo? —rezongué sorprendida ante la suposición de Jabes—. Claro que no, pero el otro día vi un gato callejero merodeando en el jardín, uno que parece que lleve botines —sentencié recordando el día que casi me parto un tobillo por su culpa—. Es posible que se haya colado en la casa.
—Es posible.
—Querido, voy a echar un vistazo. ¿Me esperas aquí?
—No, si no le importa mejor voy con usted —convino él caballerosamente.

Avanzamos lentamente para hacer el menor ruido posible y no alertar al gato. Por suerte mis nuevas deportivas eran muy silenciosas. Si hubiera llevado tacones mis pasos hubieran armado un verdadero escándalo.

—Yo miraré por allí —murmuré señalando a la zona de las habitaciones—, tú ve por ese lado —sugerí a Jabes señalando el área del comedor.
—Vale —susurró él.

Avancé en modo silencioso, examinando cada rincón. Incluso miré debajo de las camas, poniendo en peligro el equilibrio de mi piel. Estaba buscando detrás de una cortina, cuando vi que el felino me miraba desde el quicio de la puerta de la habitación. Sólo se le veía un ojo, como antes, porque tenía asomada una parte de la cabeza nada más. Al ver que me había dado cuenta de su presencia, el animal huyó. Corrí para ver la dirección que había tomado, pero cuando llegué al pasillo no había rastro de él.

Tras buscar un poco más, vi una cola negra que se perdía detrás de una puerta. Corrí hasta allí y me quedé muy quieta. ¿Cómo era posible que la puerta estuviera cerrada? Abrí y contemplé la fría oscuridad que se extendía a mis pies, tragándose unas escaleras que descendían. Me quedé petrificada, como si ante el menor movimiento algo fuera a cogerme para arrastrarme escaleras abajo.

Me pareció ver que abajo había dos puntitos brillantes, como unos ojos que me estuvieran observando en silencio desde la oscuridad. Tragué saliva. Un sudor frío me resbaló por el escote de la camiseta deportiva, causándome un escalofrío. Eso me hizo reaccionar y cerré de un portazo.

Aquella era la puerta más terrorífica de la casa, la puerta que llevaba al sótano.

Oscuramente vuestra,
Pamela

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Una espía de verdad

jueves, agosto 21


Queridos amigos virtuales,

Entré en la portería y vi a James perderse en el ascensor. Tuve suerte de que el conserje no estuviera en su puesto, porque me habría entretenido un tiempo valioso que usé para lanzarme como una posesa sobre las escaleras y escalar los peldaños de dos en dos. Por suerte para mis medias, el ascensor no tardó en detenerse, en el segundo piso. James desapareció tras una puerta y yo dejé de aguantar la respiración. Por un momento creí que me asfixiaba. Tras saciarme de aire como si acabara de salir de bucear, pensé en cuál sería mi siguiente movimiento.

Usé el ascensor y bajé a la planta baja. El buzón del apartamento en el que había entrado James tenía un pequeño letrero que convirtió el azul de mis retinas en oleaje: "Samantha Nouveau". Era el apartamento de su maldita hermana. No había llegado hasta allí corriendo un grave peligro de muerte para irme sin más, como mínimo tenía que intentar averiguar qué se traían entre manos, o sea que saqué del maletín la cartera y las llaves de James y las eché al buzón. Subí otra vez al segundo piso y, tras esconderme, marqué su número.

—¿Pamela? —contestó James inmediatamente.
—La misma, ¿qué le parece?
—Esto... —dudó, inseguro. Debía estar preguntándose si estaba enfadada, dada mi violenta reacción del último día en la piscina, aunque no tardó en recuperarse de la sorpresa—: No se lo va a creer, ¡acabo de estar en su casa!
—¿No me diga? Qué casualidad —fingí.
—¿Y cómo está?
—Bien —contesté escuetamente.
—¿Seguro? El último día parecía...
—Enfadada —terminé la frase con sarcasmo—. Oh, discúlpeme si no estoy acostumbrada a que irrumpan así en mi casa.
Touché, tiene toda la razón.
—No le quepa duda de que la tengo —afirmé, muy seria—. Y, dígame, ¿acostumbra a entrar como un ladrón en la casa de la gente?
—Veo que sigue enfadada todavía. Lo lamento, quise darle una sorpresa. No pensé que le sentaría tan mal.
—Oh, se me pasó por la cabeza denunciarle, no se crea. Incluso fui a comisaría a hablar con mi amigo el subinspector —mentí—. ¿Sabe? Tuvo suerte de que recapacitara en el último momento.
—Ah —murmuró. Hasta pude oír como tragaba saliva—, pues le agradezco que no lo hiciera.
—No hay de qué. ¿Y qué ha ido a hacer hoy a mi casa? No, espere, déjeme adivinar. Ha ido a darme otra de sus sorpresas, ¿a que sí? —apunté maliciosamente.
—He ido a buscar mi cartera. Creo me la dejé allí.
—En efecto, por eso le llamaba, para decirle que he hecho que se la lleven a casa de su hermana. En estos momentos ya debe tenerla en el buzón.
—¿En serio? —preguntó, incrédulo—. ¡A esto lo llamo yo eficiencia!
—Si fuera secretaria se me daría de maravilla, ¿no cree?
—Desde luego, su melena rubia quedaría estupendamente en un despacho.
—Sí, sería una preciosa mujer florero —repliqué. No pensaba irritarme.
—No diga eso, usted vale su peso en oro.
—En realidad, en diamantes de la mejor calidad, algo completamente fuera de su alcance —sentencié—. ¿Y no se olvidó en mi casa nada más?
—Eh... No, creo que no —dudó.
—¿Está seguro? ¿Nada? Piense, es su última oportunidad.
—Bueno, creo que no. ¿A qué se refiere?
—A ver, déjeme pensar. No sé, ¿a unas llaves tal vez?, ¿a una motocicleta frente a mi puerta? —indiqué llena de sarcasmo, haciéndole creer que las llaves se le habían caído en mi casa en lugar de que yo se las hubiera usurpado.
—Oh, eso.
—Sí, eso.
—Verá... —balbució. Estaba claro que no sabía qué decir, porque la única explicación que había para que hubiera encontrado las llaves en mi casa es que se hubiera colado en ella esta mañana.
—¡Oh, querido, no se apure! —reí con gusto, saboreando la victoria—. También he hecho que se la lleven a casa de su hermana. Las llaves estarán también en el buzón, junto a la cartera.
—No me lo puedo creer.
—¿Soy más eficiente de lo que sospechaba? Compruébelo usted mismo.

Colgué sin darle opción a contestar y apagué el teléfono. Acto seguido, como esperaba, vi salir a James del apartamento de Samantha a toda prisa. Dejó la puerta abierta, hecho que tenía que aprovechar para colarme dentro. Saqué mi rosa especial y me la coloqué en el escote. Escondí el maletín y los zapatos tras un macetero del rellano y abrí la puerta sigilosamente. Cuando estuve dentro, creí que el casco iba a estallar a causa del latido de mis sienes.

Lo poco que podía ver del apartamento de Samantha estaba exquisitamente decorado con una peculiar mezcla de estilos. Por un lado daba la sensación de ser un templo japonés, aunque por otro se habían sustituido los detalles asiáticos por otros de aire egipcio e incluso medieval. Una fuente zen gorgoteaba en el recibidor y, a pesar de que inspiraba tranquilidad, a mí me provocaba unas terribles ganas de huir de allí.

Ignorando el cántico de la fuente, me escondí en la pequeña estancia que hacía las veces de armario ropero y esperé. Agudicé el oído, pero con el casco sólo percibía el ruido del agua. Cuando me tranquilicé pude oír una música tranquila y, más allá, un sonido que se parecía al de un cuchillo cortando algo. Se acercaba la hora de comer y debía haber alguien cocinando, probablemente Samantha.

La puerta de entrada se cerró y James se perdió más allá de mi campo visual. Su voz no tardó en mezclarse, hablando en francés, con la de su hermana. Hubiera podido reconocer el odioso tono de voz de aquella mujer aunque hubiera hablado en suahili.

Salí del armario y me acerqué a las voces con mucho cuidado, preguntándome cuántos idiomas hablaría James. Checo, inglés, español, francés y seguramente italiano, dado que su padre era de Italia. Deseé haber prestado más atención a las lecciones de francés que mi querido Ambrosio intentó inculcarme en la adolescencia, pero lamentablemente los idiomas no eran uno de mis fuertes.

Cuando estuve lo bastante cerca, acaricié mi rosa y me quedé tan quieta como una de las estatuas que decoraban el comedor de Samantha, aunque he de reconocer que yo, con el casco puesto y descalza, desentonaba un poco entre ellas.

Transcurridos unos minutos que se me antojaron interminables, decidí que ya me había arriesgado suficiente. La avaricia rompe el bolso, así que di la vuelta y me marché con la esperanza de haber conseguido alguna información útil. Al cerrar la puerta del apartamento me sentí intrépida y orgullosa porque me había convertido en una espía de verdad. ¡Una espía de verdad, queridos!

Sigilosamente vuestra,
Pamela

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Mariposa negra

miércoles, agosto 20


Queridos amigos virtuales,

Agudicé la vista y la fijé en mi objetivo: el taxi de Johanna. Ajusté el retrovisor de la motocicleta y, al verme, caí en la cuenta de que llevaba la cabeza al aire, ¡sin pamela! Empecé a temblar, pero me obligué a pensar en lo realmente importante, que era mi seguridad. No quería matarme si sufría un accidente, cosa bastante probable dado el tiempo que hacía desde la última vez que había conducido, así que abrí la maleta con la esperanza de que James llevara un casco para invitados. Así era, y di gracias a Dior por ello.

La sangre burbujeó en mis venas como champagne cuando aceleré y las ruedas chirriaron sobre el asfalto. No me creía lo que estaba haciendo. Tenía un miedo atroz a conducir, y más en una motocicleta, un transporte de lo más inseguro para la integridad del conductor. ¡Era una imprudencia! Sin embargo, algo me empujaba a continuar con aquella locura. Puede que fuera la adrenalina, porque no me había tomado ni un martini en todo el día. Ya sabéis el dicho, queridos, si bebes no conduzcas.

Cuando quise darme cuenta el taxi había desaparecido. Avancé temerariamente hasta que las mansiones se convirtieron en jirones difuminados por la velocidad. El motor rugía entre mis piernas cual fiera indómita. Estaba empezando a cogerle el gusto cuando tuve que detenerme porque un semáforo se puso en rojo y, al frenar, el vehículo derrapó. Casi perdí el control y pensé que me rompería una pierna o hasta una uña, pero al final conseguí mantener el equilibrio milagrosamente, y todo ello sin abandonar la postura que una dama debía adoptar sobre un asiento de esas características. No obstante, el taxi no aparecía por ninguna parte y ese era el último punto en el que lo había visto, así que llamé a Johanna.

—No puedo hablar mucho. Lo he cogido porque estoy en un semáforo —contestó la taxista.
—Querida, sé que es una locura, pero la estoy siguiendo y la he perdido mientras me ponía el casco. Sé que puede parecer que estoy loca, lo sé, pero créame si le digo que no es así. Le ruego que me ayude. ¡Es muy importante!
—Está bien.
—Le preguntaría la dirección dónde le lleva, pero no podría responderme porque está delante de él, así que dígame si al llegar al primer paso de cebra ha girado a la izquierda o a la derecha.
—Está en el armario de la derecha —contestó después de meditar unos segundos—. Es mi hija —dijo para que James no sospechara. Johanna era muy hábil—, es que es muy despistada. ¿Necesitas algo más?
—¡Muchísimas gracias! Oh, Johanna, enseguida os alcanzo. ¡Esto es tan emocionante!

No tardé ni cinco minutos en hacerlo. Desde una distancia prudencial, les seguí hasta una de las avenidas más importantes de la parte alta de Barcelona, aguantando todo tipo de improperios por parte del resto de conductores que, sinceramente, no entendí a qué se debían. Temí por mi vida en tantas ocasiones que perdí la cuenta de las veces que prometí a Dior que sólo llevaría vestidos suyos si me ayudaba a sobrevivir. Afortunadamente, el coche no tardó en detenerse.

Aparqué cerca de allí, orgullosa de haber llegado sana y salva, y seguí a James hasta una finca cercana. Mientras esperaba a que le contestaran por el portero automático, eché a correr para acercarme a él lo máximo posible, aprovechando que estaba de espaldas. No pude evitar echarme a reír al darme cuenta de que parecía que estuviera jugando al escondite inglés en plena calle. No hace falta que diga, queridos, que todo el que pasaba por allí se quedó mirando a la ejecutiva que corría sobre tacones como si llegara tarde a una reunión súper urgente, arrastrando un maletín y todavía con el casco puesto.

Casi llegué a la puerta antes de que se cerrara detrás de James. Demasiado tarde. Si quería seguirle no me quedaba más remedio que improvisar, ser creativa, por lo que llamé a varios interfonos a la vez. Mientras esperaba, hice una seña a Johanna para que me esperara un poco más lejos. Me sorprendió que me entendiera tan fácilmente con un gesto.

—¿Diga? —contestó una mujer.
—¡Ding, dong! —exclamé en tono de anuncio televisivo. No me miréis así, queridos, fue lo primero que se me ocurrió—. Avon llama.

No me lo explico, pero el caso es que funcionó. La puerta se abrió y me introduje en la portería, con la oscura sensación de ser una mariposa negra introduciéndose en el centro de una telaraña.

Temerariamente vuestra,
Pamela

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¿Donde están las llaves?

martes, agosto 19


Queridos amigos virtuales,

Noté que la sangre fluía tan rápido en mis venas que corría el peligro de sufrir uno de mis inoportunos desmayos por hiperventilación, así que me obligué a confiar en el destino y me serené pensando que lo que yo estaba haciendo no era nada comparado con el allanamiento de morada que James acababa de perpetrar. Por tanto, recogí sosegadamente las llaves de la motocicleta del suelo y volví al taxi silbando como si tal cosa.

De pronto un sonido me sobresaltó y el corazón me dio un vuelco, tanto que casi me caí de los tacones. Era mi móvil otra vez, entonando su inoportuna canción. Entré en el taxi rápidamente, ocupé mi precario escondite y descolgué.

—¿Sí? —susurré.
—Débora, ¿eres tú?
—¿Quién es? —No tenía registrado el número en mi agenda.
—Soy yo, Berenguela.
—¿Quién? —pregunté otra vez, aunque sólo había una persona en el mundo que me llamaba por mi segundo nombre.
—La Marquesa de Roncesvalles.
—Ah —murmuré. La sorpresa me dejó muda. ¿La Marquesa llamándome al móvil?
—Me he enterado de algo en el club y quería hacerte una proposición —sugirió. Tenía un acento que hacía que no la entendiera del todo bien, como si arrastrara las sílabas.
—Ahora estoy ocupada. ¿Le importa si hablamos en otro momento? —pregunté mecánicamente. Tenía la atención centrada en los movimientos de James y no procesaba bien la conversación, lo cuál, tratándose de la Marquesa de Roncesvalles, era bastante peligroso.
—Sólo será un minuto, querida. Es que me han comentado que estás organizando un desfile benéfico y quería ofrecerme para ayudar desinteresadamente —sugirió con amabilidad.
—Eh... —balbucí. La gentileza de la Marquesa me descoyuntaba el cerebro. Debo confesar que en mi fuero interno la prefería cuando era desagradable, porque así al menos sabía a lo que atenerme. Al fin se me ocurrió algo que contestar—: Oh, se lo agradezco pero no será necesario.
—¡Tonterías! —chilló llena de una repentina excitación, casi haciéndome estallar el tímpano. Hubiera jurado sobre la tumba de Dior que la Marquesa estaba ebria—. Dos manos más siempre son de utilidad para ayudar en una buena causa.
—Como quiera —me apresuré a contestar, histérica al ver que James aparecía sobre la verja de mi casa. No tenía más remedio que aceptar su propuesta si quería que me dejara en paz—, nos veremos en mi hotel. Lo siento mucho, pero ahora tengo que colgar.
—¡Espera! —chilló otra vez, desafiando la barrera del sonido y de mi resistencia auditiva—. Sólo una cosa más: ¿te apetece que vayamos juntas a la peluquería esta tarde? —lo dijo en un tono tan extrañamente amoroso que todos mis vellos se izaron a la vez.
—Oh, de veras que me encantaría, pero no puedo, lo siento —dije mientras me regocijaba en cómo James buscaba las llaves por todas partes, desesperado. Se estaría preguntando dónde las había metido, estando seguro de haberlas dejado en el contacto—, quizá en otra ocasión. Hasta luego.

No tuve tiempo para pensar en la extraña llamada de la Marquesa porque colgué cuando James se había cansado de buscar y venía hacia el taxi. Quizá se debía a que era rubia natural, o puede que a los nervios, no lo sé, queridos, pero no se me había pasado por la cabeza que lo primero que haría James al no encontrar las llaves sería buscar un medio de transporte alternativo, ¡como el taxi en el que yo me encontraba!

Sin saber muy bien lo que hacía, repté para llegar a la puerta del coche y me inspiré en Mata Hari para dejarme caer a la calzada con gracia y sigilo, aunque debo reconocer que con más gracia que sigilo, puesto que se me escapó el maletín y, como todavía estaba abierto, algunas de mis pertenencias se desparramaron por todas partes. Al igual que me ocurrió con Carla cuando me escondí bajo su mesa, tuve la sensación de que jamás recuperaría la dignidad que acababa de perder ante Johanna.

Cerré la puerta en el justo momento en que James entraba por el lado opuesto del coche y ocupaba el asiento del copiloto. Me puse a recoger mis preciados enseres, hasta que el taxi arrancó y me tapé la cara con las manos en un absurdo intento de hacerme invisible. Cuando volví a mirar, el coche se encontraba a cierta distancia y yo estaba acuclillada allí, sola en medio de la calzada, rodeada de productos de belleza. Afortunadamente no parecía haber vecinas a la vista, si no a saber lo que hubieran urdido sus pérfidas mentes en el club social.

Sólo tenía unos segundos para tomar una decisión. Mi cuerpo actuó por instinto, movido por el arrojo de mi espía interior. Cogí el maletín, corrí hasta la motocicleta y arranqué, dispuesta a seguir a aquel taxi hasta el fondo del mar si era necesario.

Motorizadamente vuestra,
Pamela

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Ojo por ojo

lunes, agosto 18


Queridos amigos virtuales,

Cerré la verja de la mansión y me metí en el taxi. Tenía cita con mi integridad en la clínica de Michael. Como aún temía que los hermanos me estuvieran vigilando, no podía salir de casa tal cual, así que volví a usar mi poder camaleónico y me transformé en una elegante ejecutiva con alma de Chanel. Usé traje negro y maletín, y gafas sin graduar para camuflar mis bellas facciones con ayuda de un cambio radical de maquillaje. Lo que más me costó fue dejarme el pelo recogido al descubierto, sin pamela que me protegiera, porque cuando lo recordaba las medias me temblaban. Para terminar, en vez de llamar a una limusina llamé a la taxista que tan bien me había servido el día en que tuve que escapar de la clínica de Michael y rescatar a Christopher. Estaba a punto de indicarle que arrancara cuando mi móvil se puso a cantar.

—Hola Pamela, soy Christopher —anunció secamente, como invocado por el pensamiento de antes—. Sólo llamaba para informarte de que pensaba tomarme dos semanas libres más. Me he dado cuenta de que me hacían falta unas merecidas vacaciones de verano. Hace años que no me tomo un mes entero —terminó. El tono con que pronunciaba las palabras era frío y contundente, denotando que no admitía réplica al respecto. No era una petición.
—Muy bien —contesté con la misma sequedad—, nos vemos a tu vuelta.

Y colgué el teléfono sin esperar respuesta por su parte. Con su tono ya había dejado claro que no hacía falta. Ni siquiera me enfadé por tamaña impertinencia, no me dio tiempo, porque cuando estaba guardando el teléfono un motorista aparcó delante de mi casa.

¡Era James! No tuve tiempo para pensar. Una corriente eléctrica impulsó mi cuerpo hacia delante y lo situó entre los asientos delanteros y traseros del coche para que no pudiera verme. Desde luego, queridos, no era una posición muy glamourosa para una dama como yo, pero debéis comprender que una mujer en apuros tenía que hacer lo que tenía que hacer.

—Johanna, por favor, no se mueva y compórtese como si el coche estuviera vacío —insté a la taxista en tono detectivesco—. ¿Ve ese hombre de ahí? —Johanna asintió sin gesticular lo más mínimo, aunque una sonrisa asomó en la comisura de sus labios—. No puede verme bajo ningún concepto.

James pulsó el timbre varias veces y esperó. De repente oteó alrededor, como comprobando si estaba solo en la calle, después se subió al muro y miró al otro lado, dentro de la casa. No contento con esa violación de la intimidad y los derechos humanos más elementales, ¡saltó la verja! Al principio me quedé paralizada de pura estupefacción, pero después tuve que usar todo mi poder mental para quedarme quieta y no salir del coche echa una arpía lanzando rayos y truenos por doquier. ¡El muy criminal! Así debió colarse en mi casa la vez que me sorprendió en el jardín.

Movida por un impulso irracional que brotó de mi ser al reparar en que las llaves de la motocicleta estaban puestas, salí del coche. No me preguntéis por qué, queridos, porque ni yo misma lo sé, quizá actué movida por un instinto irrefrenable de justicia, aunque no descartaba que fuera de venganza. El caso es que temblaba de miedo a la par que me sentía más viva que nunca. Corrí hasta el vehículo y, al intentar arrancar las llaves del contacto, se me cayeron al suelo. Aquel sonido se me antojó tan escandaloso que pensé que James lo habría escuchado con claridad.

Neurasténicamente vuestra,
Pamela

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Multimedia: déjate llevar

sábado, agosto 16


Queridos amigos virtuales,

A veces, en la vida, hay que fluir cual agua pura de manantial emergiendo de la montaña, cual pétalo de rosa acunado por el viento, cual martini deslizándose de la botella a la copa, libre, haciéndonos sentir que estamos vivos y podemos derramar nuestra alma sin reparos, sin pensar dónde caerá.





A veces es necesario dejarse llevar por las corrientes del tiempo, dejarse absorber por un torbellino de pasión, convertirse en una sirena a la que los mares arrastren a playas vírgenes. Allí nos aguardan tesoros secretos que no nos esperamos, algunos llenos de satisfacción y brillos irisados, otros apagados y burbujeantes de pesar, pero en el fondo de cada uno de ellos siempre encontraremos un pequeño diamante: el del aprendizaje de la vida.

Siempre vuestra,
Pamela

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Círculos concéntricos

jueves, agosto 14


Queridos amigos virtuales,

No sé cómo salimos del cobertizo pero, cuando recuperé el conocimiento, estaba sobre mi cama con Adam echándome agua en la cara con la misma sutileza con la que regaba los árboles del jardín. Debo reconocer que, a pesar de que casi me ahoga, consiguió devolverme la conciencia. Estaba enternecedoramente preocupado y nervioso, tanto que me costó largos minutos hacerle desistir de su empeño de llamar a una ambulancia. Finalmente conseguí que me dejara descansar, aunque sólo se marchó cuando me quedé dormida.

De eso ya hacía varios días y, desde entonces, no había vuelto a saber nada de mi jardinero. Dadas las circunstancias no me extrañó, aunque mentiría si dijera que no me decepcionaba que no hubiera llamado para interesarse, al menos, por mi estado de salud.

Había pasado las últimas noches en vela porque una criatura llamada culpabilidad rascaba la puerta de mi habitación con sus afiladas uñas para no dejarme conciliar el sueño. En las largas horas de vigilia, martini en mano, pensaba en Carla, en Adam y en los funestos círculos concéntricos que a veces se cierran a nuestro alrededor, estrechándose hasta convertirse en diabólicos cepos.

Pensando en todo ello, me di cuenta de que algo había cambiado en mí. En otra época jamás me hubiera atrevido a dejarme llevar como lo había hecho con Adam. Antes hubiera sopesado todas las posibilidades y detectado los posibles peligros de cada situación, evitando los funestos finales que podían acontecer como una hábil estratega de la vida. Estoy segura de que, previendo que era un error, no hubiera actuado de la forma en que lo hice, y por tanto no me encontraría en la situación en la que ahora me encontraba. Me había dejado llevar y, al hacerlo, había asumido los riegos y consecuencias implícitos en mis decisiones.

Antes me hubiera comportado como la dama que era, la que siempre había sido. Sí, quizá mi integridad se estaba empezando a echar a perder, pero debía reconocer que yo tampoco tenía que asumir toda la culpa. Si hubiera sabido que Adam estaba en semejante situación sentimental, o si hubiera sabido que era el novio de Carla, jamás me hubiera inmiscuido. Al fin y al cabo, no me consideraba mala persona. Estaba segura de ello.

Miré por la ventana y vi la luna creciente en el cielo, envuelta en dos círculos concéntricos. Entonces entendí que, a veces, una debía permitirse el lujo de dejarse llevar y cometer errores. Porque eso era vivir.

Culpablemente vuestra,
Pamela

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Pamela y la semilla mágica

lunes, agosto 11


Queridos amigos virtuales,

Como os decía, mi jardinero me inmovilizó sobre la mecedora del cobertizo. Entonces, para mi asombro, me obligó a besarle. Forcejeé con todas mis fuerzas, hasta quedarme sin resuello, pero fue inútil. Era demasiado fuerte. Al final sus labios consiguieron derrumbar mis barreras psíquicas y el terremoto de temblores que zarandeaba mi cuerpo se apaciguó. Aún así, su beso estaba helado por dentro, muerto y áspero como las hojas doradas del otoño.

—No —dijo Adam de repente, apartándose de mí como si yo fuera un arma nuclear a punto de irradiar muerte a discreción—, no puedo, lo siento.
—¡Pero si me has besado tú!
—Lo siento, no he sabido controlarme.
—¡Pues contrólate, ¿quieres?! ¿Se puede saber qué te ocurre conmigo? —pregunté exasperada.
—Lo siento... —se disculpó de nuevo. Fue hacia la puerta y dio la vuelta, consciente de que estaba atrapado.
—¡Dímelo de una vez! —vociferé muy nerviosa.
—Tengo novia —musitó. Ni siquiera se atrevió a mirarme a la cara.
—¡¿Qué?! No puedo creerlo —gruñí llena de odio, arrastrando las palabras como si las estuviera serrando con los dientes para hacer leña—. ¿Sabes? Estoy harta de los hombres como tú. Sois deleznables, egoístas y ruego al universo que os extingáis para no volver a aparecer jamás.
—Pamela, no...
—¡No me interrumpas! ¡Ni te atrevas! ¿Sabes qué espero? Espero que algún día la justicia divina haga su trabajo y que todos vosotros, malditos infieles, recibáis vuestro merecido castigo. Arderéis en el fuego de los celos y la tristeza os arrugará el corazón hasta que no quede de él más que un puñado de cenizas.
—¡Pamela, ya no estamos juntos, tranquila!
—Oh —no supe qué decir. Había metido el tacón hasta el fondo de la copa.
—Lo hemos dejado, aunque yo sigo pensando en ella a todas horas —mencionó con tristeza, sentándose sobre un cubo. Se llevó las manos a la cara y empezó a llorar.
—Lo siento mucho —dije. Deseaba consolarle, pero no me atrevía a acercarme a él.
—Ya.
—¿Y cómo estás? —pregunté suavemente.
—Mal. No sé, fue tan repentino. No me di cuenta de nada.
—Debe ser doloroso.
—Estoy fatal, Pamela —apuntó dramáticamente—, no puedo hacer nada sin pensar en ella.
—Claro —asentí tratando de poner cara neutral al recordar mi encuentro con Adam y sentirme como el vestido de urgencia que una lleva por si le ocurre algo al que se lleva puesto—. ¿Sería indiscreción preguntar qué pasó?
—A ella le gusta mucho bailar, es su pasión. Siempre hace clases de baile después de trabajar y, semanas atrás, su profesor le propuso hacer una prueba para bailar en uno de sus locales, una discoteca o algo así. Yo me negué. No soportaba la idea de que la miraran así.
—Normal —tartamudeé vigilando las estrechas paredes. Las palabras "clases de baile" resonaron en mi cabeza como un eco.
—Al principio aceptó no hacerlo, pero un día cambió de opinión. Decía que quería aprovechar esta oportunidad porque quizá sería la última —sollozó.
—¿Y qué ocurrió? —pregunté respirando con dificultad. «Una prueba de baile», pensé, «una prueba de baile». Las piernas me empezaron a temblar otra vez.
—Cometí el error de darle un ultimátum: la prueba o yo —gimoteó, enjugándose las lágrimas con la manga de la camisa—. Y aquí estoy. Cinco años llevábamos juntos. Dijo que no era por lo del baile, que se había dado cuenta de que lo nuestro ya no era lo mismo, que necesitaba tiempo para pensar porque no sabía lo que sentía.
—¿Una prueba de baile? —farfullé casi sin respiración, apoyándome en un estante. La habitación daba más vueltas conforme las piezas del puzzle iban encajando en mi cabeza. Ya sabía de qué me sonaba toda esta historia, sólo tenía que confirmarlo.
—Pamela, ¿estás bien? Estás pálida —apuntó Adam. Al centrar su atención en mí dejó de lloriquear.
—Cómo se llama tu novia. Dímelo.
—¿Mi novia? Pamela, ¿qué te pasa?, ¿estás mareada?
—Cómo se llama.
—Carla, se llama Carla. ¿Qué importa eso? ¡Pamela!

¡Carla! Podía ser otra Carla y, sin embargo, estaba segura de que no lo era. Sabía que tenía que ser ella porque dentro de mí una estrella se había encendido. No podía creerlo. Tenía que ser la secretaria de Michael, la mujer a la que yo había aconsejado que hiciera esa prueba de baile, hacía días, a pesar de decirme que su novio se oponía. Una decisión que había terminado en una drástica situación para esa pareja y, en consecuencia, para Adam. ¡Dior mío, y encima había tenido un affaire con él! ¿Cómo era posible que mi jardinero fuera el novio de la secretaria de Michael? ¿Por qué la casualidad se cebaba tanto conmigo? Santo cielo, ¡qué le había hecho yo a los dioses!

Noté que tenía algo en la boca. Era una extraña semilla de cristal, tallada como un diamante. Dentro tenía un brillo mortecino como la luz de la culpabilidad. Se me escapó de los dedos y cayó en el saco de tierra que había a mis pies. Al instante, nació una enredadera que creció a un ritmo vertiginoso hasta no caber en el cobertizo. Alucinada, contemplé cómo el ancho tronco destrozaba el techo para seguir creciendo hasta el cielo. Aunque no podía ver nada por culpa de las nubes, supe que arriba del todo había un tesoro custodiado por una gigante con los hombros encorvados y los dientes ennegrecidos por el café. Era un tesoro que tenía una luz suave y especial, un corazón de oro que palpitaba lleno de amor, encerrado en una pequeña jaula. No sabía cómo, pero tendría que escalar aquella planta para arreglar el desaguisado del que, en parte, era la responsable.

Entonces me desmayé, entre temblores incontrolables y envuelta en un sudor frío.

Inertemente vuestra,
Pamela

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Una rosa en un pajar

domingo, agosto 10


Queridos amigos virtuales,

Mientras mi cerebro trataba de asimilar lo que significaba que el pomo de la puerta estuviera en la mano de Adam, mi cuerpo no dejaba de temblar. ¿Estábamos encerrados? Miré alrededor y presté atención por primera vez al interior de aquella pequeña estancia. Estaba llena de herramientas y olía a tierra, a madera y Dior sabe a qué más. ¡Me sentí como una vulgar campesina atrapada en un pajar! El suelo estaba lleno de cristales rotos porque los vidrios de la puerta habían estallado cuando se cerró de golpe. El techo era demasiado bajo. El mero hecho de pensar que estaba encerrada con mi jardinero tras el momento de tensión que habíamos vivido antes me ponía todavía más nerviosa. Mis temblores se acusaron de repente.

—¿Qué le pasa? Está temblando —se sorprendió Adam.
—No es nada, es que el puñetazo que has dado antes me ha cogido por sorpresa.
—Lo siento mucho —se disculpó acercando su mano a mi brazo, aunque se detuvo antes de llegar—, no quería asustarla. Últimamente lo hago todo mal.
—No te preocupes —murmuré mientras me apartaba de él a pata coja e iba hacia la puerta tratando de conservar la dignidad, si es que eso era posible dando saltitos con un pie—. El pomo, por favor —ordené con frialdad, tendiéndole la mano. Adam me lo dio sin mirar.

Sí, queridos, soy perfectamente consciente de que ir dando saltitos no resultaba muy apropiado para una dama, pero el suelo estaba lleno de cristales, yo había perdido un zapato al esquivar a aquel dichoso gato y me negaba a aceptar cualquier ayuda de Adam.

Los temblores no me dejaban acertar a introducir el pomo en la abertura, hasta que al final lo conseguí. Automáticamente un ruido metálico se escuchó del otro lado. Nerviosa, aunque con mucho cuidado para no cortarme, metí el brazo por el espacio de uno de los cuatro vidrios de la puerta e intenté llegar al pomo por fuera. No había nada porque se había caído al suelo. La puerta no se abriría.

—¡Maldita sea la Marquesa! —exclamé al sentir una punzada de dolor. Me había cortado con uno de los cristales rotos que quedaba en el marco de la ventana.
—¡¿Está bien?! —me preguntó Adam mientras se apresuraba a comprobar el estado de mi brazo.
—¡No es nada! —refunfuñé al apartarme bruscamente. Miré al techo, cada vez parecía más bajo. El gato con botas no dejaba de mirarme desde la rama del árbol—. Es un corte de nada.
—A veces me sorprende lo burra que puedes llegar a ser, con lo fina y elegante que pareces —soltó mi jardinero, tuteándome por primera vez.
—¡¿Cómo has dicho?! —exclamé. Lo miré estupefacta, negándome a dar crédito a mis oídos. Aquella osadía podía ser motivo de despido. Me percaté de que mi respiración era agitada y estaba empezando a sudar.
—Dame el brazo, venga —ordenó.
—¡Cómo te atreves a...! —no pude terminar la frase porque Adam me arrastró hasta la mecedora que descansaba en el fondo del cobertizo y, como si fuera una niña pequeña, me sentó sobre su regazo. Tenía una fuerza descomunal, así que no pude más que seguir temblando en silencio y ruborizarme hasta las pestañas, entre colérica y halagada. Las paredes del cobertizo se me antojaron demasiado estrechas.
—Aquí está —afirmó Adam rescatando un botiquín del caos de la estantería. Aprovechando el descuido intenté escapar, aunque no pude—. Vamos a ver —dijo para sí mientras examinaba la herida con una delicadeza sorprendente para unas manos tan rudas—. No parece muy profundo. A quién se le ocurre meter la mano por una ventana rota.
—¡Ay! —me quejé cuando me pasó un algodón impregnado en alcohol por la herida.
—Si te quedaras quieta no te dolería tanto —me reprochó.
—Quería salir, ¿sabes? No soporto estar encerrada y me estoy asfixiando. Aquí no hay aire suficiente.
—Pues antes de meter la mano ahí sin pensar podrías haber intentado salir por una ventana. Son pequeñas para mí, pero tú seguro que cabes. Todavía estás temblando, ¿sigues asustada por el golpe?
—No estoy temblando —gruñí medio asfixiada. Cada vez veía el cobertizo más pequeño.
—¿No? Pues entonces quédate quieta.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Quiero decir... ¡que no quiero! —solté con altanería y me crucé de brazos—. Y si no es mucho pedir preferiría que dejases de tutearme, resulta un exceso de confianza por tu parte.
—Perdone, no me había dado cuenta —contestó, sumiso—. Ha sido sin querer.
—Eso está mejor —rezongué satisfecha.
—De todas formas —se rió, y un atisbo de desobediencia cruzó su semblante—, si me permite el comentario, resulta muy graciosa cuando pone esos morritos. Dan ganas de morderla, con todos mis respetos —murmuró tímidamente, amedrentado por mis gestos de soberbia.
—¡Eres un atrevido! —grité.

Le empujé en señal de rechazo, aunque no logré moverle ni un centímetro. Su torso era tan contundente como una caja fuerte. Traté de ponerme en pie, pero Adam me cogió por las muñecas como si nada y atrapó mis piernas entre las suyas. Intenté forcejear, mas fue en vano. Su cara, surcada de bastantes arrugas para su edad, probablemente a causa del sol que tomaba en su trabajo, estaba muy cerca de la mía.

Demasiado cerca.

Atrapadamente vuestra,
Pamela

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El gato con botas

sábado, agosto 9


Queridos amigos virtuales,

Estaba confirmado: Adam me estaba evitando. Se le veía triste, iba de un lado a otro del jardín como un alma en pena y, en cuanto me veía salir por una puerta, se esfumaba entre los setos.

Convencida de que debía hablar con él para zanjar este asunto y arreglar las cosas, me propuse abordarle. Esperé agazapada, espiando tras los cristales. Mientras observaba, sentí mis súper poderes pamelísticos activarse. Controlé los movimientos de mi jardinero casi sin pestañear y, cuando entró en el cobertizo donde guardaba los enseres de jardinería, moví los tacones a cien metros por hora. El cobertizo sólo tenía una entrada, así que esta vez no podría escapar.

Mientras cruzaba a toda velocidad el sendero de piedras del jardín, procurando que mis tacones no se clavaran entre las baldosas, mi pamela salió volando y mi melena rubia se soltó al viento, haciéndome sentir como una leona atravesando la sabana en busca de su presa. Tan sólo unos metros me separaban de mi objetivo. ¡Entonces un gato negro cayó de la nada y se plantó en medio del camino! Jamás había visto uno de aquellos animales en mi jardín, ¡y tenía que aparecer justo en ese momento! Di un salto para esquivarlo y, mientras volaba, la cara de Samantha atravesó mi cabeza. Al aterrizar a semejante velocidad perdí un zapato y tuve que hacer un movimiento antinatural para no romperme el tobillo. Aquello me hizo perder el equilibrio por completo. Grité al embestir con el hombro la puerta del cobertizo, que rebotó contra la pared y se cerró con gran estruendo, pero grité aún más al darme cuenta de que me iba de cabeza contra la sonrisa dentada de un rastrillo.

Cerré los ojos. Sin embargo, el mordisco metálico no llegó. Me había parado en seco. Cuando miré vi a Adam con cara de susto, que me había detenido al vuelo y me sostenía en una postura que recordaba a la posición final de un baile de salón. Sus anchas manos me sujetaban sin esfuerzo.

—¿Se ha hecho daño? —dijo con su boca de pajarillo, muy preocupado.
—No. Creo que estoy bien... gracias a ti —contesté. Su cara quedaba lo suficientemente cerca de la mía para que resultara difícil concentrarse, pero intenté recordar el motivo que me había llevado allí. Lo recordé cuando vi que Adam me estaba mirando el escote—. Adam, venía a hablar contigo.
—Lo sé. Sé lo que quiere decirme —sentenció convencido.
—¿Ah, sí? —pregunté sorprendida.
—Sí. Que lo que pasó el otro día fue un terrible error, ¿verdad? —afirmó. Sus ojos se encendieron con la llama del deseo—. Yo también lo pienso.
—Exacto, fue un terrible error... —repetí cual autómata descerebrada. Aquella llama que ardía en sus pupilas me nublaba la mente. No podía pensar.
—Y que no puede volver a pasar. —Los labios de Adam pronunciaban las palabras con un tono de voz que parecía querer decir justo lo contrario de lo que estaban diciendo. Sus manos se cerraron a mi alrededor con más fuerza.
—No puede volver a pasar, no... —coreé, obnubilada, observando cómo Adam se me acercaba cada vez más sin poder hacer nada para evitarlo.
—Y que esto no está bien. Una mujer como usted y yo, su jardinero... —Su barba estaba a punto de rozar mi piel cuando, de repente, Adam se puso tenso y, con voz seria y cara de pesar, añadió—: No, esto no está bien. No está nada bien.

La llama de sus ojos desapareció. Adam me incorporó, me alisé el vestido y recuperé la compostura. Había tal tensión en el aire que si hubiera sacado el lápiz labial habría podido pintar en él. Era el momento de recuperar el control.

—Bueno —carraspeé—, en realidad había venido a hablar contigo de otra cosa.
—Lo siento —contestó Adam muy turbado. Me miró, aunque no parecía verme, y después se fue directo hacia la puerta del cobertizo. Los cristales rotos que cubrían el suelo crujieron bajo sus pies—. Debo irme.
—¿Estás bien? —le pregunté. Parecía realmente afectado.
—¡Maldita sea! —gritó Adam tras intentar abrir la puerta, y dio un violento puñetazo que hizo temblar las paredes del habitáculo.
—¡Oh! —respingué sobresaltada. El golpe había sido tan fuerte y me había cogido tan de improviso que me puse a temblar del susto.
—No puede ser... —suspiró Adam.

Se apoyó en la pared, abatido. En su espalda se dibujó la sombra de un felino. El gato se había subido a la rama de un árbol y nos miraba con interés a través de la ventana rota de la puerta del cobertizo. Se decía que un gato negro era señal de mala suerte, y éste además tenía una mirada espeluznante. Nos miraba como si fuéramos pajarillos con los que divertirse. Sin embargo, las patas del gato no eran negras, sino grises, de forma que parecía que llevase unas elegantes botas.

Adam se dio la vuelta con cara de circunstancias y me mostró la mano. En ella estaba el pomo de la puerta. Estábamos encerrados.

Enclaustradamente vuestra,
Pamela

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El don de Isabella

jueves, agosto 7


Queridos amigos virtuales,

Me subí las gafas de sol para espiar un rato desde detrás de la cortina. Hubiera sido mejor subir al piso de arriba, pero aún me temblaban las piernas cuando lo intentaba. El fantasma de Alfred todavía vivía por allí.

No parecía haber nadie vigilando la mansión, así que salí por la puerta de atrás, atravesé el jardín usando los setos para esconderme y, casi sin abrir la verja, llegué a la calle. Abrí la guía de Barcelona para huir discretamente como si fuera una turista confusa. Estaba segura de que tal como iba vestida nadie podría reconocerme porque había usado mi poder camaleónico para disfrazarme. En lugar de pamela me había cubierto la cabeza con un pañuelo anudado a la barbilla; en vez de tacones llevaba unas sandalias desgastadas que me había puesto, por lo menos, tres veces; y un vestido ancho ocultaba mi fantástica silueta, sin mencionar que no me había puesto maquillaje. Si alguien pretendía seguirme lo iba a tener muy difícil. Un arrebato de emoción me recorrió al pensar en mi intrepidez.

En cuanto llegué a la avenida tomé un taxi y me perdí entre el tráfico, camino a mi destino. Había decidido irme sola a la playa para relajarme y aclarar mis ideas. No me miréis así, queridos. Sé que es una locura salir como una transeúnte más, sin limusina ni guardaespaldas, disfrazada y siendo acosada por una familia de dementes, pero qué queríais que hiciera si el corazón me decía que debía concederme el antojo, y yo, pobre de mí, no tenía fuerzas para desobedecer sus designios.

Ya en la playa, pedí un cosmopolitan al garçon y fui al servicio, aunque al salir ya no era la misma que había entrado. Había vuelto a usar mi poder camaleónico y ya no llevaba vestido, sino un precioso bañador estampado de tulipanes que se abrazaba apasionadamente a mi cuello. El pañuelo se había convertido en una pamela adornada con flores y el tono de mis labios hacía juego de nuevo con el de mis párpados.

—¡Pamela! —gritó una voz. Era Isabella, la amiga de Alessandro, hecha un ciclón de energía—. ¿Cómo tú por aquí? Oh, qué gusto verte. A ver, ponte de pie —me pidió cogiéndome de la mano. Cuando me levanté sentenció—: Absolutamente maravillosa. ¿Puedo sentarme contigo, verdad? No sabes cuánto me apetece. Camarero, tomaré lo mismo que ella —gritó—. Es que tiene muy buena pinta, querida.
—¿Cómo estás? —pregunté cuando Isabella se detuvo a respirar.
—Mmmm... Me gusta que me hagas esa pregunta porque suena sincera en tus labios, ¿sabes? Hoy en día la gente ya no pregunta como están los demás con sinceridad. Es una pena que se haya convertido en una fórmula sin sentido. El típico qué tal que no pretende saber en realidad como te encuentras ni nada —explicó poniendo los ojos en blanco—. Pues querida, estoy bien, aunque siempre se puede estar mejor, claro. Ya sabes que soy una pobre inmigrante africana que nadie quiere aquí —dijo escandalosamente en tono jocoso, gesticulando con las manos—. Pero hablemos de ti: ¿cómo estás?
—Yo muy bien.
—¡Oh! ¿Y cómo se llama ese bien? —indagó con ojillos risueños y aquella sonrisa traviesa suya, poniéndome los dedos sobre la mano y quedándose en silencio, como si se hubiera quedado congelada de repente.
—¿Eh?, o sea, ¿qué quieres decir?
—Venga, no te hagas la tonta, Pamela, que lo veo en el brillo de tus ojos. Estás con alguien. ¿A ver?, mírame. —Sus ojos negros se anclaron en los míos, desnudándome. Sin embargo su mirada no resultaba incómoda—. Mmmm, ¡qué diablesa! ¡Pretendías ocultárselo a Isabella! Sí, se ve claramente que hay alguien, y me alegro mucho por ti, querida. ¿Tienes una foto suya?
—¿Cómo lo haces? ¿Eres adivina o algo así?
—¡Pero claro que no! —soltó una estruendosa carcajada—. Simplemente tengo los ojos abiertos y soy intuitiva.
—Isabella, eso no es intuición.
—Que sí, Pamela. Es intuición echándole un poco de imaginación.
—¿Para qué quieres una foto suya? —indagué.
—Te lo digo si no se lo cuentas a nadie. Es que me da vergüenza, ¿sabes? Yo en realidad soy muy tímida.
—Tranquila, sé guardar un secreto —aseguré.
—Pues verás, es que tengo un pequeño don —susurró, acercándose a mí y mirando hacia los lados. Sus trencitas se mecieron al son de su cabeza.
—¿En serio? ¿Cuál?
—¡Oh, qué vergüenza! No tenía que habértelo dicho —se mordió los labios, arrepentida.
—¡Ahora tienes que contármelo! —exigí.
—Mmmm, pues... Pero es insignificante, ¿eh?
—No importa.
—Verás, es que al ver la cara de un hombre puedo saber cosas de él.
—¿Qué cosas?
—Puedo saber, entre otras cosas —me susurró al oído—, como son sus atributos.
—¿Sus atributos?
—Sí, ya sabes, sus atributos masculinos —insinuó con una sonrisa, mirando al suelo con fingida ingenuidad. Sus dientes se veían radiantes en contraste con su oscura piel. Su expresión era como la del gato de Cheshire.
—¡¿Qué?! —me atraganté con el Cosmopolitan.
—¡Lo sé! ¿No es absurdo? Me pasa desde adolescente. Veo la cara de un hombre y ¡zás!, lo sé todo: tamaño, forma... todos los detalles. Da igual quién sea. La verdad es que no es un don muy útil, pero es el que me ha tocado a mí. ¿Qué le voy a hacer?
—¡¿Hablas en serio?!
—Totalmente.
—Qué impacto —me dije. Mis vellos organizaron una fiesta sobre mi piel mientras meditaba las posibilidades de semejante don—. ¡Qué emocionante! Ojalá yo tuviera un don tan extraordinario. Yo no tengo poderes sobrenaturales.
—¿Te parece extraordinario? —se sorprendió Isabella.
—Desde luego. Cualquier don sobrenatural lo es.
—Y yo creyendo hasta ahora que era simplemente ordinario, sin extra —carcajeó.
—¡Si eres como una súper heroína!
—Querida, ¡no se puede salvar a nadie con un don como ése!
—¡Claro que se puede! O sea, puedes prevenir a tus amigas antes de que salgan con el hombre inadecuado y salvarlas de decepciones amorosas, ¿no? ¿Te parece poco?
—Nunca me lo había planteado así —meditó.
—Ten, aquí está la foto —busqué en mi bolso, nerviosa—. Se llama Adam.
—¿Es reciente? —inquirió Isabella al mirar la foto.
—Sí.
—Estoy confusa —afirmó con seriedad—. Por la foto diría que este hombre está increíblemente triste por culpa del amor. Diría que ha sufrido una decepción amorosa recientemente, tan grande que incluso sus atributos sexuales han dejado de funcionar. Pero no puede ser si está contigo. Lo siento, Pamela. Me parece que hoy mi don está estropeado.

¿Pero y si no lo estaba? A mí también me había parecido otear cierta tristeza en la actitud de Adam estos últimos días e incluso le había descubierto evitándome. ¿Y si por eso no había querido hacerme suya? ¿Sufría Adam los estragos de un fracaso amoroso?

Curiosamente vuestra,
Pamela

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Piruetas en el aire

lunes, agosto 4


Queridos amigos virtuales,

No entendía absolutamente nada. ¿Quién era esa gente y qué quería de mí? Primero Samantha, luego James y ahora ese hombre del ojo de cristal que había aparecido en mis recuerdos. El mismo que aparecía en la fotografía de la cartera de James. No había duda, los dos niños que estaban con él en la imagen tenían que ser ellos. Samantha debía tener unos tres años y parecía una niña tímida por cómo se agarraba al cuello de aquel hombre, aunque incluso de pequeña tenía esa mirada inquietante. James, en cambio, ya parecía osado con apenas diez o doce años, y tenía en los ojos aquella picardía revoltosa.

Saqué la foto de la cartera con manos temblorosas y comprobé si había algo escrito en la parte de atrás. Ponía "Philippe, Sammy y Valentino. París". Philippe debía ser el hombre del ojo de cristal. Quizá era algún familiar. Busqué otras fotografías en la cartera que pudieran darme más información, pero sólo encontré imágenes en las que aparecía Valentino de adulto con gente que debían ser amigos suyos. Por si acaso, lo fotografié todo con mi cámara digital, incluida la documentación personal de James. Sí, ya sé que hacer eso no estaba bien, queridos, pero me habían dado motivos para ser ilegal y mi detective interior ya andaba suelta por mis venas.

Necesitaba respuestas, y sabía muy bien por dónde empezar.

Cuando llegué al aeropuerto, Bernard me esperaba apoyado en la avioneta con la parsimonia de siempre. Era hombre de pocas palabras. Su aliento y sus manos desprendían siempre un fuerte olor a tabaco negro, pero hacía tantos años que pilotaba para mí que estaba dispuesta a pasar por alto aquel defecto. Gozaba de mi total confianza, así que cogí su mano y subí a la avioneta. Mi invitado no tardó en aparecer en su deportivo.

—¿Querida, puedes decirme qué hacemos aquí? —indagó mi cirujano plástico al bajar del coche.
—¿No es evidente, mi querido Michael? —contesté. No pude evitar que se intuyera una amenaza latir en mi voz—. Me apetecía dar un paseo en avioneta por el cielo de Barcelona. Marco y yo siempre lo hacíamos.
—Llámame loco si quieres, querida, pero resulta un poco —se detuvo para pensar la palabra—: raro que desaparezcas tres meses y luego me llames para dar una vuelta en avioneta.
—Quería hablar contigo y me pareció buena idea charlar en el aire, ¿no lo es? —mencioné con aparente ingenuidad. Me sentía como una bruja de cuento embaucando a un suculento niño.
—No sé qué te ocurre, pero esta no es mi Pamela —sentenció frunciendo los labios—. Quiero que vuelva la otra, la de siempre. Ahora pareces más... no sé, siniestra. Tienes algo en la mirada que me pone los pelos de punta.
—¡Pero qué dices, querido! —me reí a carcajadas, poniéndole la mano en el hombro para darle confianza, aunque sin darme cuenta le hinqué las uñas. Sin embargo, el astuto Michael tenía toda la razón. Tenía que hacerle subir a la avioneta si quería volver a confiar en él. No podía hacer otra cosa. Tenía que estar segura—. ¿Quieres subir de una vez? Se nos va a hacer tarde. Anda, sé bueno.
—¿Seguro que no te pasa nada? —insistió Michael mientras entraba en el aparato desconfiadamente, como Hansel en la casa de galletas. El portazo que dio Bernard al cerrar le hizo dar un salto y se golpeó la cabeza—. ¡Au!
—Siéntate. ¿No querrás hacerte daño? —le advertí sonriente.

Volar sobre Barcelona siempre me había hecho sentir como un hada volando en libertad, aunque hoy no era un hada, sino una bruja taimada volando sobre su escoba. La ciudad vista desde el aire era una verdadera preciosidad. Michael no dejaba de mirarme de soslayo como esperando que algo malo fuera a pasar. Y estaba en lo cierto: algo malo iba a pasar. Pasábamos muy cerca de la Torre Agbar cuando hablé.

—Michael, tengo que hacerte una pregunta —sugerí mientras acariciaba la rosa roja de mi escote. Mi voz sonó verdaderamente siniestra.
—¿Cuál? —inquirió tembloroso.
—Es importante que medites bien tu respuesta —apunté con desesperante tranquilidad.
—¡¿Pero qué te pasa?! Estás empezando a asustarme.
—No tienes por qué tener miedo. Al menos no si dices la verdad —sonreí, y el Rouge Dior de mis labios resplandeció.
—No sé de qué va esto, pero quiero bajarme del avión ahora mismo —se quejó. Sus músculos estaban tensos.
—Michael, quiero que me digas qué te traes entre manos con Samantha —ordené.
—¿Qué?
—Contesta. ¿Estás con ella?
—¿Te has vuelto loca? Quiero bajar. Dile al piloto que aterrice —gruñó mientras intentaba soltarse los cinturones de seguridad.
—Yo de ti no haría eso, querido. Bernard, es el momento —le dije al piloto mientras me sujetaba la pamela con tranquilidad. La avioneta se inclinó poco a poco hasta que nos quedamos boca abajo y Michael se puso a gritar. Al cabo de unos segundos habíamos dado una vuelta completa.
—¡Tú no estás bien de la azotea! —gritó Michael enfadado—. Pamela, no me gustan estas bromas. Sabes muy bien que me mareo y lo paso fatal.
—Esto no es ninguna broma, querido. ¡Contesta! ¡¿Estás con Samantha o no?! —exploté.
—¡Pero qué dices!
—Bernard, parece que mi invitado quiere que le des otra vuelta —sugerí a mi piloto como quién pide otra taza de té.
—¡No, por favor! —imploró Michael. Pero ya era tarde. Bernard había comenzado a trazar en el aire un tirabuzón horizontal. Michael empezó a ponerse blanco y añadió—: Creo que voy a vomitar.
—Oh, no te preocupes, aquí tienes una bolsa —le ofrecí con una sonrisa—. ¿Y bien, vas a decirme si estás con Samantha o quieres otra pirueta? Bernard las hace muy bien. Como has podido comprobar es todo un experto.
—Sabía que estabas un poco desquilibrada tal vez, pero esto ya es demasiado.
—Bernard —sugerí otra vez, alzando las cejas con fastidio.
—¡No! —exclamó Michael con la mano extendida—. ¡Está bien, te diré lo que quieras! No, no estoy con Samantha. ¿Todo esto es por el beso que me dio en mi despacho?
—No, es por mucho más —contesté con rabia—. Es el momento de que me digas todo lo que sepas.
—¿Todo lo que sepa? ¡Sobre qué!
—Sobre Samantha y su plan, evidentemente.
—¿Su plan? ¿Pero de qué demonios hablas?
—Michael, no estoy bromeando. Esa mujer se trae algo entre manos, ella y su familia, y quiero saber que es.
—Hablas en serio —entendió al fin.
—Completamente.
—Mira, Pamela, te estoy diciendo la verdad. No sé de qué va todo esto. Aquél día cuando entraste en mi despacho Samantha se lanzó a besarme de repente. Hacía rato que coqueteaba conmigo, como siempre, pero jamás pensé qué fuera a hacer algo así. Y eso fue todo lo que ha pasado entre nosotros —explicó. Parecía sincero—. El hombre con el que viniste, Valentino, es su hermanastro por parte de madre. Es un elemento de cuidado, pero supongo que eso ya lo sabrás puesto que lo conoces. Samantha y él no parecen llevarse muy bien. Ella es francesa como su padre y él creo que es italiano. Tienen padres distintos. Su madre es española, por eso están aquí. Y eso es todo lo que sé.
—Querido, tengo que contarte algo —anuncié.

Narré mis sospechas sobre Samantha desde el principio, el día que descubrí que ella era mi admirador secreto, la conversación que escuché desde debajo de la mesa de su secretaria y los últimos descubrimientos con Linus. Al principio Michael me miraba estupefacto, como si le estuviera contando una película que no era capaz de creer, pero al final su expresión cambió y se tornó seria.

—Pamela, no puedo con tu vida —aseguró, muy afectado.
—Querido, siento mucho haberte tratado así —me disculpé con lágrimas en las pestañas—, pero tenía que hacerlo para saber que decías la verdad. Había perdido la confianza en ti, ¿entiendes? Por eso me he comportado como una majareta. ¿Me perdonas?
—¡Oh, pues claro! Mira que eres tonta —dijo él con intención de abrazarme. No pudo porque las correas de seguridad nos impedían movernos. Me cogió de la mano y nos echamos a reír tontamente. Una vez en tierra nos dimos un afectuoso abrazo.
—Te he echado tanto de menos, querido —gimoteé.
—Tengo que reconocer que has bordado tu papel. ¡Dabas un miedo terrible! En verdad parecía que te habías vuelto loca.
—Lo sé —sonreí, gozosa—, tengo un don para la investigación. Creo que se me daría muy bien ser la policía mala. —Entonces recordé que llevaba encima la fotografía de James—. Oh, Michael, una cosa más: ¿reconoces al hombre de esta fotografía? —pregunté señalando a Philippe, el hombre del ojo de cristal.
—Sí, Samantha me enseñó esa misma foto. ¿Cómo es que la tienes tú? Oh, déjalo, no quiero saberlo. Ese hombre es el padre de Samantha.

Mi mente dio una voltereta más mirando la fotografía. ¡Dior mío! ¡El niño al que le había pegado la patada en el museo por levantarme la falda era James! El destino se estaba trenzando de una forma tan atroz que tuve que tomarme un martini con urgencia. Cuando rodó por la copa de camino a mi garganta, la aceituna se convirtió en otro interrogante: ¿acaso tenía algo que ver mi familia con aquella gente?

Malignamente vuestra, aunque algo mareada
Pamela

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El zapato de Cenicienta

viernes, agosto 1


Queridos amigos virtuales,

No me creía lo que había hecho. Sin asomo de pudor había seducido a mi jardinero como una Mata Hari acostumbrada a devorar a los hombres. Y en lugar de estar avergonzada, como cualquier dama que se precie hubiera hecho, me sentía orgullosa. De hecho estaba tan relajada como no lo estaba desde hacía tiempo. Al final Linus tenía razón y lo que necesitaba era un gran momento de relax.

Mis pies se mecían en el agua de la piscina trazando pequeños círculos mientras el sol hacía que mi piel se tornara aún más morena. El lazo de mi bañador se movía cada vez que un soplo de brisa lo acariciaba. Y encima una maravillosa copa de fresas impregnadas en martini me inundaba el paladar cada vez que yo quería. Aquello sí que era relax.

¿Estaba dormida? ¿Estaba sumida en un sueño? ¿O acaso sufría de nuevo una extraña alucinación? Eso pensé cuando vi que el mismísimo James aparecía en el jardín y venía hacia mí con una sonrisa socarrona. Iba vestido con ropa informal en lugar de ir enfundado en un traje como siempre. En la mano llevaba un zapato de tacón. Se agachó a mi lado y me sacó un pie de la piscina.

—Si me permite, hermosa dama —dijo con voz seductora sin apartar sus ojos azules de los míos.

¿Azules? Pero si estaba convencida de que los ojos de James eran verdes. De un increíble verde esmeralda. Lo recordaba perfectamente. Estaba tan estupefacta que no pude decir nada. Aún no estaba segura de que fuera real, así que le dejé actuar. Con gran delicadeza enfundó mi pie mojado en el zapato. Su tacto me pareció real, porque la piel me ardió, como siempre que él me tocaba.

—Sí, está claro que sois la damisela que andaba buscando. Es suyo este zapato de cristal, ¿no es así? —preguntó con sus grandes labios.

Miré el zapato. Lo cierto es que me resultaba familiar. Sí, aquel tacón de aguja era mío sin ninguna duda. Era el zapato que perdí cuando salí corriendo el último día que estuve con James, el día en que le besé en la clínica de Michael.

—Parece que al fin he encontrado a Cenicienta —añadió, risueño.

Un fogonazo de ira se metió en mi cuerpo a través de mis enormes gafas de sol. ¿Cómo se atrevía a colarse en mi casa sin permiso el hermano de Samantha? ¡Qué intolerable desfachatez! ¿Pero quién se creía que era?

Me levanté lenta e implacablemente, notando cómo iba perdiendo el control. Le miré con desprecio mientras me arrancaba el zapato del pie. Con un rápido movimiento, se lo tiré. Después le empujé y empecé a gritarle cosas que ni yo misma entendía, tantas eran las palabras que se me agolpaban en la lengua. James cayó de espaldas, asustado por mi reacción. Se levantó como pudo y salió corriendo.

—¡Largo! —fue lo único que se entendió del galimatías que grité.

Me quedé ahí de pie, alterada, sin saber con certeza si todo aquello había sido real. Pero una cosa me demostró que sí lo había sido: a James se le había caído la cartera. La cogí y vi varias fotografías. En una de ella se veía a un hombre en compañía de unos niños. Un latigazo me perforó la pamela y vi un hombre en mi mente. Era un hombre con un ojo raro, un ojo que no se movía porque era de cristal. Sobreponiéndome al fuerte dolor de cabeza, miré la cartera otra vez. El hombre de la fotografía de James era el mismo hombre que había visto en mi cabeza, el mismo del que había hablado en la sesión de hipnosis con mi psicoanalista, el que cuando era pequeña me encontró en aquel museo francés, el que había discutido con mi padre por un escarabajo.

Devastadamente vuestra, y enterrada bajo los escombros de la memoria
Pamela

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