Cóctel: Daiquirí Floridita

martes, julio 29


El Daiquiri —o Daiquirí, como se llamaba antes de pasar al inglés y perder la tilde— es una bebida cuya base se compone de lima y ron endulzado. La historia más popular cuenta que se inventó en 1896, cuando un ingeniero americano llamado Jennings Cox que trabajaba en una mina cercana a Santiago de Cuba lo mezcló buscando una bebida adecuada a sus propósitos. Fue uno de sus compañeros de trabajo, un ingeniero italiano llamado Giacomo Pagliuchi, quien lo bautizó con el nombre de aquella mina: Daiquirí.

En realidad, según me contó Alessandro, la base de aquella receta ya estaba inventada desde mucho antes, porque había una bebida similar, aunque distinta, que tomaban los marineros británicos en sus barcos llamada Grog, muy común en el Caribe, que consistía en ron mezclado con lima o limón, especias como la canela o el clavo, y agua endulzada. Después, con la llegada del hielo, simplemente se sustituyó el agua.

Aunque comenzara algunos años antes, la verdadera expansión del Daiquiri se produjo a partir de 1914 cuando un español llegó al famoso bar Floridita de La Habana: el cantinero catalán Constantino Ribalaigua, natural de Lloret de Mar. Él, con ayuda de una máquina de moler hielo recién traída de los Estados Unidos, creó el famosísimo Daiquirí Floridita. Su toque especial: una cascada de suave hielo frappé coronada por unas gotas de marrasquino. El cóctel dio la vuelta al mundo de mano de todas las celebridades que, al visitar Cuba, pasaban por el Floridita llevándoselo consigo. Entre dichas personalidades estaba el ilustre Ernest Hemingway, que fue con toda seguridad el mayor de los impulsores del Daiquirí a través de los veinte años que acudió a tomar el cóctel. Una estatua del escritor saluda solemnemente a los visitantes todavía en el Floridita de La Habana, dando fe de que así fue.

Sin embargo, el Floridita ya existía mucho antes de que naciera el Daiquirí. Al principio se llamaba La Piña de Plata, y fue con la llegada del hielo, poco después del 1770, cuando brilló en todo su esplendor y se convirtió en uno de los locales más famosos de todo el Caribe. El ron, eterno licor cubano, esperaba en los barriles para crear un extenso abanico de bebidas exóticas al mezclarse con horchatas, helados y refrescos. Al cumplir cien años, en 1898, el local se puso de celebración coincidiendo con el reconocimiento español a la autonomía cubana, siendo rebautizado con el nombre de La Florida en honor a un territorio español de Norteamérica. No sería hasta años después cuando se convertiría en la catedral del Daiquirí.

En la actualidad, a parte del Clásico y el Floridita, existen Daiquiris de muchos sabores porque se suele mezclar con frutas exóticas como mango, fresa, piña o banana. El que yo os voy a anotar aquí, no obstante, es el Floridita, en honor a tan famoso local de La Habana, en Cuba.

Daiquirí Floridita- 2/3 parte de ron blanco [4.5cl.]
- 1/3 parte de zumo de lima [2cl.]
- Una cucharadita de azúcar
- Hielo
- 5 gotas de marrasquino
- Unas notas de habanera
- Adorno: dos pajitas cortas
- Cristalería: copa de martini
- Tomar: antes de comer

Mezclar los ingredientes, excepto el marrasquino, en una batidora. Batir intensamente durante treinta segundos hasta que el hielo esté a punto de nieve, momento en que se considera frappé. Verter en la copa y manchar la nieve con unas gotas de marrasquino. Acompañar de dos pajitas cortas. Ideal para beberlo con un pirata del Caribe dispuesto a asaltarte el corazón al son de ritmos de La Habana.

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Volcán en erupción

lunes, julio 28


Queridos amigos virtuales,

Aunque debo confesaros que me reí varias veces al releer las locuras de James, metí la carta en un cajón y decidí olvidarme de ella. Decididamente, ese hombre estaba loco de remate. Después tuve la necesidad de llamar a Alessandro y le pedí que me contara en qué consistía un daiquiri y lo que sabía acerca de él. No tardé en sentir unas irrefrenables ganas de tomarme uno, así que, mientras hablaba por teléfono, fui al mueble bar y lo preparé. Me lo llevé a la boca mecánicamente, sin ser consciente de lo que hacía, pero cuando el líquido rozó mis labios sentí un éxtasis indescriptible. El primer sorbo me llevó al segundo, distraída con la conversación, y antes de darme cuenta la copa estaba vacía.

Entonces me percaté de lo que había hecho. ¡Linus me había prohibido tomar cualquier tipo de bebida alcohólica! La culpabilidad hizo mella en mi espíritu inmediatamente. En cualquier caso lo hecho, hecho estaba, por lo que no le di más vueltas y lo coloqué todo en su sitio para hacer ver que aquello no había sucedido. Mi cuerpo, en cambio, no opinaba lo mismo. Como llevaba tantos días sin beber, aquella copa se me subió a la cabeza con la fuerza de un tornado e hinchió mi pecho con un fuego abrasador. Las manos me temblaron conforme el corazón se me llenaba de valor.

—Me marcho ya —anunció Adam, que había entrado en casa para despedirse. Estaba algo abatido. Lo sabía porque hacía días que no silbaba al trabajar.
—¿Antes puedes venir un momento, por favor? —contesté. Mi voz sonó distinta, como desbordada de seguridad.
—Claro. ¿Qué pasa? —inquirió Adam con la cabeza gacha. Desde que me había visto los senos no osaba mirarme a la cara. O quizá era porque estaba avergonzado por la pelea.
—¿Por qué ya no me miras a los ojos?
—Lo siento, es que me da un poco de vergüenza.
—¿Es por la situación incómoda del otro día?
—Puede ser —titubeó.
—Mírame —ordené. Él obedeció lentamente, aunque no tardó en apartar la vista otra vez. Me acerqué y alcé su barbilla. Tenía una mandíbula espectacular—. Mira, yo no quiero que te sientas incómodo conmigo, así que vamos a tener que arreglar esto de alguna forma. ¿Se te ocurre cómo?
—No. Supongo que ya se me pasará —conjeturó. Se notaba que le estaba costando un gran esfuerzo mantenerme la mirada, aun obligándole con la mano.
—¿Supones? Eso no es suficiente —sentencié mientras le observaba de arriba abajo. Era un increíble espécimen de varón humano, hermoso y viril.

Con paso sereno, fui a la puerta y la cerré con llave. Adam se quedó paralizado. Entonces supe que era más fuerte que él. De alguna manera, como si fuera una vampiresa psíquica, había absorbido toda la seguridad que hubiera a un kilómetro a la redonda y tenía a mi jardinero presa de un poderoso hechizo.

Regresé a su lado y me situé a tan poca distancia que mi nariz casi rozaba su barbilla. Con movimientos pausados a la par que harmónicos, tomé sus grandes manos y, con un descaro del que nunca me hubiera creído capaz ni en mis más atrevidos pensamientos, las situé encima de mis pechos. Casi se podía palpar el latido de nuestros corazones en el ambiente.

Aquel instante se convirtió en una pequeña eternidad plagada de matices que vibraron en forma de pequeñas chispas danzarinas. Su pista de baile eran nuestros ojos, y el aire que desprendían sus pasos salía disparado a través de nuestra respiración.

Adam no pudo aguantar más la tensión. Sus labios devoraron los míos con tanta fuerza que su barba se clavó en mi piel como un milagro y, con el ímpetu de un búfalo, puso sus manos en mis piernas y me lanzó sobre él. Yo me colgué de su ancho cuello como Jane sobre Tarzán al saltar de liana en liana. Después me sentó sobre la mesa y de un tirón desgarró mi vestido y mi sujetador, dejando mis senos a merced de su apetito sin fin. Aquello me encendió como una estrella fugaz.

Adam devoró cada centímetro cuadrado de mi cuerpo con tanta ansia que a veces incluso me clavaba los dientes. No obstante, aquello no conseguía sino encender mi fuego todavía más. Deseé que me hiciera suya por encima del bien y del mal, mas no lo hizo. Siguió devorando mi carne sin límite sobre la mesa, como si fuera el único plato que necesitaba para saciar su hambre, hasta que estuve a punto de perder el conocimiento y exploté como un volcán.

A ti, mi ardiente Adam, te dedico este suspiro de papel.

Enardecidamente vuestra, y colapsada de placer
Pamela

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Carta de James

sábado, julio 26


Querida Pamela,

Lo admito: te mentí. ¿Pero qué esperabas? Cuando te conocí en Praga no sabía si eras una loca que se dedicaba a romper parejas o sólo la damisela encantadora que parecías ser. No te traduje todo lo que dijo aquella mujer. ¡Y me besaste en un ascensor sin apenas conocerme! Reconoce que no daba la impresión de que estuvieras muy equilibrada. Por eso te dije que me llamaba James en lugar de decirte mi verdadero nombre. Luego una cosa llevó a la otra y, cuando me di cuenta, me había metido en mi propia trampa. ¡Perdóname! ¿No irás a condenarme a vivir sin tu presencia para siempre por eso, no? Venga, tienes que reconocer que no te lo pasas tan mal conmigo.

Has de saber que decidas lo que decidas yo estaré ahí para no acatarlo y echarle un poco de sal a tu vida. ¿Acaso crees que te librarás de mí tan fácilmente? No eres tan ilusa. ¡Seguro que no te das cuenta de lo hermosa que eres! ¿Quién estará ahí para recordártelo, sino yo? Pamela, anda, no seas tonta y pon un James en tu vida. Vale, está bien, no me llamo James, sino Valentino. Ése es mi verdadero nombre. Es un nombre italiano, ¿sabes? Soy italiano, y como buen romano no me rindo fácilmente.

No puedo prometerte nada porque, al fin al cabo, soy un hombre sencillo. No voy a engañarte: es verdad que tengo poco que ofrecer. Pero, si me dejas verte, puede que sea quién que te haga sonreír cuando estés triste o quién devuelva el brillo a tus ojos cuando las cosas no vayan bien. Además, no puedes desaparecer sin más después de darme un beso como el que me diste la última vez que te vi. ¡Ten piedad!

Empecemos de cero, ¿quieres? Me llamo Valentino, Valentino Pagliai. Encantado de volver a verte.

Un sincero beso de caballero en el dorso de tu mano,
James

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Dueña de mi destino

viernes, julio 25


Queridos amigos virtuales,

Según Linus, estábamos acercándonos a algo importante con las sesiones de hipnosis. Algo importante. No lo dudo, pero tenía otras cosas igual de importantes de las que ocuparme, como descubrir de quién era la nota que le habían dejado a Alessandro. Suelen decir que fue la curiosidad la que mató al gato, y yo, una pobre gatita indefensa adornada con una pamela rosa, iba de camino a mi hotel aun a riesgo de encontrarme con los peligros que comportaba la curiosidad. Tenía que hacerlo, queridos, debéis comprenderlo. El tiempo que había pasado en mi mansión no había hecho que disminuyera mi nivel de estrés y empezaba a pensar que el lugar en el que me alojaba no tenía nada que ver con ello, por mucho que Linus se empeñara en que necesitaba tranquilidad.

Dentro de mí, comenzaba a entender que me había dejado arrastrar por los acontecimientos cual sirena a la deriva en las corrientes del mar de la vida, en lugar de nadar en la dirección que quería tomar. Sin darme cuenta me había convertido en víctima de las circunstancias y había dejado que los demás decidieran mi destino otra vez. Y una no dirige su destino hasta que decide dejar de lamentarse y responsabilizarse de él. Todos tenemos un poder muy importante, el más importante de todos, el que marca una diferencia sustancial: el poder de cambiar el curso de la vida. Es sólo que a veces nos olvidamos de ello, queridos, como había vuelto a pasarme a mí. Así que cogí mis mejores tacones y salí en busca del destino.

Llegué a mi hotel y entré en la sala de fiestas. Me encantó que Alessandro me abrazara como solía hacerlo antes de que decidiera apartarse de mí. Estuvo muy amable y, aunque no dejé tiempo para que nuestra conversación fuera tan amena como al principio, intuí que se había producido un cambio. Recogí la nota y me marché sin leerla, rechazando su daiquiri.

Supe que había llegado el momento de dejar de esconderme cuando llegué a la verja de mi mansión y vi que una mariposa azul se había posado sobre ella, indiferente a los peligros de su alrededor. Ella, a pesar de todo lo malo que podía pasarle, sólo se dedicaba a volar exhibiendo sus preciosas alas. No tenía tiempo para preocupaciones. Tenía fe.

Como dueña y señora de mi destino, había llegado el momento de actuar y nada ni nadie podría impedírmelo. Abrí la nota y leí el nombre de su autor. Era James.

Refortalecidamente vuestra,
Pamela

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Un escarabajo en la memoria

jueves, julio 24


Queridos amigos virtuales,

El reproductor se tragó la cinta y yo, por más que me frotase los brazos, no conseguía entrar en calor. Mi psicoanalista había dicho que no debía estar nerviosa porque en esta ocasión no haría ningún descubrimiento traumático. Aún así, tuve miedo cuando aparecí en la televisión con Linus induciéndome un estado de hipnosis, tumbada en el diván y magníficamente vestida, debo reconocerlo.

—Pamela, ¿puedes oírme? —preguntó Linus en el video.
—Sí —contestó mi yo de la pantalla, muy relajada.
—Quiero que viajes, Pamela. Quiero que vayas a tu niñez. A un momento en el que te hayas sentido angustiada. ¿Podrás hacerlo?
—No lo sé.
—Relájate y respira —ordenó amablemente el Linus del televisor. Luego hubo un rato de silencio—. Dime, ¿dónde estás?
—¡Papá! —grité. De pronto me puse a llorar a borbotones, desesperada.
—¿Estás con tu padre?
—No, no... —balbucí—. No lo encuentro.
—¿Te has perdido?
—Creo que sí —gemí—, y tengo mucho miedo. No me gusta este sitio.
—No pasa nada, Pamela. Yo estoy contigo —aseguró, conciliador.
—¡No! El hombre del ojo raro me está mirando —sollocé entre hipos retorciéndome las manos y el vestido. Parecía tan desesperada y asustada que inspiraba una profunda lástima—. ¡Papá!
—¿Quién es el hombre del ojo raro?
¿Where are you, daddy? —pregunté en inglés.
—Pamela, escúchame. ¿A qué te refieres con el ojo raro?
—Al ojo que no se mueve. ¡Oh, my God! —chillé en inglés, pataleando en el diván y llorando más todavía—. ¡Viene a por mí!
—Tranquila. No olvides que estoy aquí —aseveró Linus con tono firme y sosegado, cogiéndome la mano con fuerza—. Escucha mi voz. Concéntrate en mi voz.
—Aquí no podrá... —dije nerviosa, acabando la frase con un cuchicheo ininteligible. Estaba temblando de miedo—. Seguro.
—¿Que no podrá qué?
—No podrá encontrarme.
—¿Dónde estás?
—Escondida detrás de una estantería.
—Sí, pero dónde has ido con tu padre.
—A Francia. Estamos en Francia —sonreí de placer y dejé de temblar—. Oh, qué bonitos son los collares. Papá ha dicho que si me porto bien me comprará uno.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Linus. No respondí porque parecía distraída con algo, así que insistió—: Pamela, ¿cuántos años tienes?
—Nueve.
—Y dime, ¿qué hay a tu alrededor?
—Está lleno de cosas raras. Tumbas. No me gusta la gente muerta —negué con la cabeza—. Y las estatuas con cara de gato me dan cosa porque me recuerdan a mi tía Serena.
—Collares, tumbas y estatuas con cara de gato... —murmuró Linus para sí mismo, llevándose la mano a la barbilla—. Podría ser la Diosa Bastet. Egipto. Sarcófagos. ¡Estás en un museo! —dedujo con entusiasmo.
—Que me he perdido y no... —lloriqueé—. No encuentro a mi papá. Sí, Señor.
—Pamela, ¿con quién hablas?
—Con el hombre del ojo raro.
—¿Qué quiere?
—Que vaya con él. Dice que él también tiene una hija pequeña. Quiere que le dé la mano para llevarme con papá, y que si lo hago me dará un caramelo —apunté con cierta desconfianza.
—¿Sabes quién es ese hombre?
—Sí, el señor del museo —murmuré. Alcé la mano como para dársela a alguien y Linus la agarró—. Me ha llevado a una habitación donde hay otro niño. Es pequeño. ¡Ay! Y muy malo. Me está tirando del pelo. ¡Ouch, leave me alone! —gimoteé, forcejeando sola. De súbito mi expresión cambió del llanto a la furia—. ¡Idiota!
—¿Qué pasa?
—El niño está llorando porque le he pegado una patada. Así aprenderá que no se debe subir la falda a las niñas. Eso no es de caballeros —alegué, cruzando los brazos—. ¿Papá?
—¿Has encontrado a tu padre?
—No, pero está cerca. Le oigo. Está gritando. No me gusta que grite.
—¿Qué dice?
—No sé. No lo oigo bien porque hay una puerta. La estoy abriendo. Papá está discutiendo con el señor del museo. ¡Está enfadado! —exclamé, temblando de miedo—. ¡Ha dado un puñetazo en la mesa!
—Tranquila, Pamela. Escúchame. Escucha mi voz. No puede pasarte nada —me calmó Linus—. ¿Qué dice tu padre?
—Quiere que el señor del museo le dé un bicho.
—¿Un bicho? ¿Qué clase de bicho?
—No sé. Un escarabajo. No me gustan los bichos.
—Ya lo sé. Pamela, y el hombre del museo, el del ojo raro, ¿qué dice?
—Que el bicho es del museo. Mi papá dice que no, que es suyo. Dice que se lo robaron y ha sacado un papel que lo pone. Dice que tiene mucho dinero y se lo pagará —describí. Después me quedé callada.
—¿Qué pasa ahora?
—Hablan. No paran de hablar. Todo el rato dicen lo mismo. El señor ha abierto un armario cerrado con llave y está sacando una cosa. Parece un... un... —No acabé la frase porque se me pusieron los ojos en blanco y el cuerpo se me tensó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Era como si me hubiera dado un ataque epiléptico o algo parecido. Linus, sorprendido y preocupado, se puso en pie y me agitaba para sacarme del trance.

Yo, alucinada de verme a mí misma gesticulando como si fuera pequeña, me había deslizado de la silla mientras veíamos el vídeo y miraba la televisión de cerca para analizarlo todo al detalle. Al ver que a mi yo pasado se le ponían los ojos en blanco, acerqué la mano a la pantalla y sentí la energía electroestática que fluía por su superficie.

Fue entonces cuando algo atravesó mi cráneo produciéndome tal dolor de cabeza que me obligó a cerrar los ojos y llevarme las manos a las sienes. Sólo fue una décima de segundo, antes de que se escurriera de nuevo entre los pliegues de mi cerebro, pero lo vi tan claro como la aceituna que descansa en el fondo de un Dry Martini. Era un insecto que volaba sobre una nube de jeroglíficos con dos pequeñas alas irisadas. Un bicho color verde oscuro con seis veloces patas de oro. Un escarabajo que, por algún motivo, intentaba ocultarse en los pliegues de mi memoria.

No sé por qué, pero sentí miedo. Un miedo oscuro y profundo.

Anonadadamente vuestra,
Pamela

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Respira

martes, julio 22


Queridos amigos virtuales,

Estaba a punto de desfallecer cuando el aire entró en mis pulmones y respiré con la avidez con la que me hubiera bebido un martini los últimos días. Lo primero que vi fue la cara de mi jardinero, quien me arrancó del agua y me dejó sobre la hierba. Su barba era una delicia para la vista, así que la acaricié.

—Hola —susurré, y sonreí como una tonta. Feliz y mareada.
—Hola —contestó—. ¿Te encuentras bien?
—Eso creo. ¿Qué ha pasado?
—Te has caído a la piscina. ¿No te acuerdas?

Vi que Adam tenía una ceja rota, y la gota de sangre que se deslizaba sobre su piel se mezcló con mis recuerdos y se filtró por mis retinas. Una pequeña esfera de materia roja se me formó en el pecho. Me incorporé, tambaleante, y busqué a Christopher. Estaba saliendo de la piscina con el cuerpo lleno de arañazos que le sangraban profusamente.

—¡Tú! —aullé.

La esfera roja se dividió en dos y cada parte fue a uno de mis brazos, hinchando mis músculos a la par que abría mis fosas nasales. Aspiré todo el oxígeno que fui capaz. Noté que las venas de mi cuello bombeaban como una máquina. Enajenada, me lancé hacia Christopher y le empujé con tanta potencia que salió volando y se hundió en el centro de la piscina. Su cara de asombro no me inmutó.

—¡¿Cómo te atreves?! —le grité cuando su cabeza salió del agua.
—Lo siento —gruñó.
—¡¿Te has vuelto loco?! Coge tus cosas y márchate. Ahora mismo.
—¿Qué? —preguntó, confuso.
—Lo que has oído —espeté—. Te vendrán bien un par de semanas de vacaciones. A ver si así te tranquilizas.

Christopher salió del agua cabizbajo, pero me asustó la cara que puso cuando miró a Adam. Mi jardinero se tapaba la cara con una mano y estaba tan rojo que la sangre no se diferenciaba de su piel. Me señalaba con un dedo. Extrañada, miré lo que trataba de indicarme y quise que me tragase la hierba. Las tiras del picardías se habían roto y tenía los turgentes pechos al aire.

Solo cerrar la puerta de mi habitación rompí a llorar como una niña. «Respira», me dije para intentar apaciguar las convulsiones. Entonces llamaron a la puerta.

—Pamela, ¿estás ahí? —murmuró Christopher. No contesté. Tras un minuto de silencio añadió—: Ha llamado Alessandro. Dice que le llames porque alguien le ha dejado una nota para ti. ¿Pamela? —insistió. Tampoco esta vez recibió respuesta—. Me marcho ya. Lo siento mucho.

Intrigadamente vuestra, y bajo una lluvia de pétalos de angustia
Pamela

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El abrazo de los muertos

lunes, julio 21


Queridos amigos virtuales,

La maldita sirena que vivía en el mueble bar no dejaba de cantar, así que decidí echarme una siesta. Soñé que corría por un campo de flores en cuyo interior brotaban todos los cócteles del mundo. Estaba bebiendo de ellas cual colibrí, cuando me interné en un horrible bosque multicolor y apareció la Reina de Corazones, vestida de Ágata Ruiz de la Prada. Me perseguía armada con unas tijeras y la infame intención de cortarme la melena. Se puso a llover y mis tacones se clavaron en el fango, deteniendo mi avance. La Reina estaba cada vez más cerca. El lodazal absorbió mis piernas como si fueran arenas movedizas y vi que estaba sembrado de huesos y calaveras. Los espíritus de los muertos eran los que me estaban hundiendo en el barro, agarrándome de piernas y brazos. En sus ojos no había odio, sólo una silenciosa súplica.

Desperté sudorosa y con el cerebro tan colapsado de miedo que pensé que me estallaría el corazón. Salí corriendo de la cama para huir de allí aunque fuese en picardías. Me detuve frente a la puerta porque había una nota colgada en ella: "Pamela, soy Christopher. Tranquila. Estás en tu casa y nada puede hacerte daño porque estoy aquí para protegerte". Según mis pupilas recibían el impacto de las letras, mis constantes vitales se normalizaron y mi respiración se calmó. Pero cuando mis oídos recuperaron la capacidad de escuchar, pensé que seguía soñando:

—¡¿Pero se puede saber qué haces?! ¡Me has mojado el traje! —gritó una voz enojada.
—Perdona, ha sido un accidente —dijo una segunda voz. Venía del jardín.
—¡Pero cómo se puede ser tan inútil!
—Ya te he pedido perdón, así que no me insultes —exigió la segunda voz. Era Adam, mi jardinero.
—¡Apártate! Ahora voy a tener que cambiarme.
—Tranquilo, ¿eh?, que sólo es un poco de agua. No es para tanto —replicó Adam.
—Mira, jardinerito, eres un completo incompetente. Eso es lo que eres —tronó Christopher, lleno de odio.
—No se te ocurra volver a tocarme —amenazó Adam—, porque no respondo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a pegarme?

La adrenalina que mi cuerpo segregó en ese momento me hizo pasar de la duermevela al pleno rendimiento en cuestión de milésimas de segundo. Abrí la puerta de un tirón y corrí hasta la puerta trasera de la casa. Christopher y Adam estaban forcejeando en el jardín con una fuerza propia de titanes. Tuve miedo de que se hicieran daño y grité hasta desgañitarme para que se separaran, pero no me hicieron caso. Había estallado una tormenta y la lluvia de puñetazos era imparable.

El primero en acertar el golpe fue Christopher. Se notaba que los suyos eran puñetazos expertos. Sin embargo, Adam era mucho más corpulento, y cuando su puño descargó en el abdomen de Christopher le obligó a doblarse y cayó de rodillas. Adam no tenía intención de continuar la pelea, pero los ojos de Christopher no decían lo mismo. Se lanzó y su placaje tiró a Adam al suelo. El chofer tenía al jardinero a su merced.

Mi amazona interior tomó las riendas de mi cuerpo y se lanzó, sin más protección que un picardías, sobre la espalda de Christopher, anudándole los brazos al cuello.

—¡Suéltalo! —gritó—. ¡Basta!

No sé qué ocurrió, pero lo siguiente que recuerdo es que salí propulsada por los aires. El vuelo se me hizo eterno. Creí que me iba a romper como una muñeca de porcelana cuando cayese contra el suelo. No obstante, ese momento no llegó. Aterricé en mi pesadilla, en la que cientos de muertos me cogían de las extremidades para hundirme en un líquido viscoso. Forcejeé con uñas y dientes, pero no conseguí liberarme. Me hundía y no podía respirar.

En sus ojos había una silenciosa súplica.

Sobrecogidamente vuestra,
Pamela

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Entrenador personal

jueves, julio 17


Queridos amigos virtuales,

Tal vez el amor había saltado por la ventana. Quizá las flores de mi jardín habían olvidado el sabor de los besos. Tal vez mis sueños se habían ido a la cama, cansados, y al despertarse se habían dado cuenta de que estaban rotos, mientras las sábanas intentaban robarles los recuerdos. Pero no pensaba rendirme. Costara lo que costara pensaba encontrar el amor verdadero. Mi pamela era como un gramófono que, roto, repetía una y otra vez que todavía no era tarde, que me merecía ser feliz.

Como seguramente habréis supuesto, unos pensamientos así requerían un tratamiento de placer urgente, así que abrí el pomo de la puerta que tenía delante.

—¿Otra vez aquí? —Jabes se rió—. Creía que el problema ya estaba resuelto.
—Es que, verás, querido, creo que la columna se me ha vuelto a torcer.
—¿Ah, sí? —Uno de los duendes de la suspicacia le levantó una ceja con sus manitas.
—¡Es cierto! ¿No dudarás, acaso, de la palabra de una ingenua damisela?
—Por supuesto que no, y no hace falta que ponga cara de no haber roto un plato —carcajeó—. Es usted terrible. Desnúdese y veamos esa espalda —ordenó. Me llamó la atención que esas palabras me resultaran normales. Incluso no me sentí incómoda al desprenderme de la pamela.
—Y, de paso, ¿no podrías hacerme uno de esos maravillosos masajes que tan bien se te dan? Creo que se me ha hecho un nudo en la espalda.
—Ya sabía yo que aquí había gato encerrado.
—¿Un gato? ¿Dónde? —musité, haciéndome la sueca.
—Veo que hoy está de buen humor.
—No creas, hago lo que puedo —repuse mientras me tumbaba en la camilla boca abajo.
—Otra vez ha olvidado quitarse el colgante. ¿Siempre lo lleva puesto?
—No siempre —le contradije mientras intentaba quitármelo sin éxito—. ¿Te importa abrir la cadena?
—¿Es un regalo? —indagó mientras se peleaba con el cierre.
—Algo así. Me lo dejó mi madre al morir.
—Lo siento —señaló, poniéndose serio bruscamente—. No debí preguntar.
—Oh, no pasa nada, querido. Pasó cuando yo era muy pequeña —reconocí con naturalidad—. Lo tengo muy superado.
—Al menos le quedará su padre.
—No pretendo ser maleducada, pero no me apetece hablar de eso.
—Perdona, normalmente no suelo preguntar estas cosas. No sé qué me pasa —aseguró, parpadeando con fuerza como si dos duendecillos hubieran saltado sobre sus párpados.
—No pasa nada, aunque ya que estamos, ¿puedo preguntar yo a qué se debe tu curiosa forma de parpadear?
—¿Mi forma de parpadear? —repitió mientras me palpaba la espalda—. Ah, te refieres a mi tic.
—¿Es un tic?
—La columna está en su sitio, no hay rastro de escoliosis —anunció mientras me ungía de aceite para empezar a masajearme—. Sí, me pasa desde pequeño. Aparece cuando estoy nervioso, en épocas de estrés o cuando tengo ansiedad.
—Querido, desde que yo te conozco parpadeas así. ¿Es que estás estresado?
—Trabajo mucho últimamente.
—Pues trabaja menos y todo arreglado, ¿no?
—Las cosas no son tan simples. Tengo responsabilidades.
—Oh.
—Al igual que tú, yo tampoco tengo madre. Murió en un accidente, junto con mi padre —explicó. Su tono de voz no expresaba emoción alguna, como si el corazón se le hubiera convertido en piedra.
—Querido, lo lamento mucho —dije mientras, a través del hueco de la camilla, veía cómo un duende que no había visto nunca pasaba corriendo por el suelo. Sólo se detuvo a mirarme una fracción de segundo, pero su sonrisa me provocó un escalofrío.
—Salimos a navegar y hubo una explosión —reveló Jabes. Su masaje se intensificó—. Fue un milagro que mi hermano y yo sobreviviéramos, aunque él no tuvo tanta suerte como yo y sufrió una lesión medular, por eso está en silla de ruedas.
—Santo cielo —susurré.

Imaginé que Jabes me contaba todo aquello porque necesitaba desahogarse. Entonces recordé la conversación del otro día con Carla, en la que me hizo algunas confidencias sobre su vida personal, y me di cuenta de que, cuando se tiene los oídos dispuestos a escuchar, la gente tiende a contarte cosas sobre sus vidas. Tomé nota mental sobre este importante descubrimiento, para tenerlo en cuenta en el futuro, y seguí escuchando a mi fisioterapeuta.

—Mi hermano sólo tenía doce años cuando ocurrió. Yo dieciocho —añadió. Sus manos me estaban taladrando la espalda, pero no me atreví a interrumpirle—. La vida nos dio un giro de ciento ochenta grados, y desde entonces he cuidado de él.
—Y por eso trabajas tanto —deduje.
—Están haciendo grandes avances en los tratamientos de lesiones medulares, pero son extremadamente caros y hay que viajar a otros países. Además quiero montar mi propia clínica. Lo que no sé es por qué te estoy contando todo esto —se dijo a sí mismo—. No sé qué me pasa hoy.
—Querido, no quiero parecer desagradecida pero... —comencé a decir con dulzura para pedirle que dejara de masajearme.

El siguiente movimiento de las manos de Jabes me provocó una punzada de dolor tan fuerte que se me saltó una lágrima y me mordí la lengua para controlarme. Al final me dolió tanto que un espasmo incontrolado me obligó a estirar el brazo de golpe. Mi mano chocó contra algo, aunque apenas me cercioré de ello.

—Querido, no puedo más —confesé—. Me estás desintegrando literalmente la espalda.

Jabes no contestó. Estaba en el suelo, de rodillas, con la cabeza gacha y las manos en la entrepierna, gimiendo. Entonces supe dónde había impactado el brusco movimiento de mi mano. Me tapé la boca. Las orejas me hervían de calor.

—¡Lo siento mucho, querido! ¿Te he hecho daño? —«Pobrecito», pensé.
—No —mintió con la voz congestionada. A él también se le había saltado una lágrima—. Dame un momento para recuperarme, por favor.

Se quedó en el suelo, por lo menos, diez o quince minutos. Mientras yo también me recuperé del dolor de espalda. Imagino que el impacto debió ser bastante certero. Pasado ese tiempo se puso en pie e hizo como si nada hubiera pasado. Comprendí que resultaba una situación bochornosa para él. Desde luego, golpear a mi fisioterapeuta en plena entrepierna era algo que sólo me podía pasar a mí. Qué vergüenza, queridos.

—Tenías varias contracturas. Sigues sin hacer deporte, ¿verdad? —adivinó.
—Antes iba al gimnasio del hotel, pero hace tiempo que no voy por allí y en mi casa me aburre profundamente hacer deporte sola. —Por un segundo me pareció ver aquel extraño duende sobre el hombro de Jabes.
—Pamela, si no haces ejercicio las contracturas se volverán permanentes. Tengo pacientes a los que lo único que les alivia es venir a verme para que les estire los músculos, porque han perdido la capacidad de relajarse de forma natural. Esas contracturas ya no se pueden quitar.
—¿En serio? —pregunté sin prestar demasiada atención. Ese duende no podía andar lejos.
—Ya te lo dije: el cuerpo humano está diseñado para moverse.
—Está bien, te haré caso. Me pondré a hacer deporte con una condición.
—¿Una condición?
—Sí, que aceptes ser mi entrenador personal.
—¡¿Qué?! —espetó.
—Ya me has oído, querido. Te contrato como entrenador personal. ¿Crees que un par de horas a la semana será suficiente?
—Eh... No sé. Supongo —dudó. Parecía confuso.
—Muy bien. Y por el sueldo no te preocupes porque seré generosa. Querido, no pongas esa cara de bobalicón. ¿No necesitabas mejorar tus ingresos?
—Sí.
—¿Y se te ocurre mejor forma de hacerlo?
—Está bien. Acepto.
—¿Trato hecho? —Le tendí la mano.

Nuestras manos se entrelazaron cual garabatos cerrando un contrato. Me impactó la suavidad de su piel y, mientras estaba distraída con la luz de su sonrisa, me pareció ver por el rabillo del ojo que un duende travieso se escapaba por la ventana.

Emprendedoramente vuestra,
Pamela

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Alter egos

lunes, julio 14


Queridos amigos virtuales,

Las puertas del ascensor se cerraron y el nudo que tenía en la boca del estómago se estrechó. Sacudí las piernas para que los nervios se escurrieran rodillas abajo y me miré en el espejo. La sonrisa de mi reflejo no era demasiado convincente.

—Buenos días, Pamela —me saludó la secretaria de Michael al salir del ascensor.
—Hola Carla.
—¿Tenías cita con Michael? —preguntó mientras comprobaba su agenda.
—Venía de visita informal. No sabe que estoy aquí.
—Pues me temo que no está. Ha salido. Creo que regresará en un par de horas.
—Vaya, qué contrariedad —suspiré.
—¿Estás bien, Pamela? Te noto angustiada.
—Estoy bien, querida. Sólo he tenido una sesión un poco rara con mi psicoterapeuta, pero gracias por preguntar.
—Entiendo.
—¿Y tú cómo estás? —pregunté—. Pareces algo preocupada.
—Bueno —dudó. Pareció debatir algo interiormente. Después comprobó que estábamos solas y, en tono más bajo, prosiguió—: Es que acabo de discutir con mi novio.
—Oh, lo lamento —dije, un poco asombrada por la confidencia.
—¿Te importa si te lo cuento? Me gustaría saber tu opinión —sugirió tímidamente.
—Por supuesto, es lo menos que puedo hacer después de lo que hiciste por mí el último día.
—¿A qué te refieres? —Carla puso cara de hacer memoria.
—Ya sabes, cuando me escondí ahí —insinué mirando su mesa de trabajo. Recordé que desde entonces Carla no había vuelto a tratarme de usted.
—Por favor, si aquello no fue nada —sonrió.
—¿Y qué le ocurre a tu novio?
—Ah, verás, a mí me gusta mucho bailar, así que me apunté a unas clases de salsa que imparten en un local. Resulta que al profesor le gustó mucho mi estilo y me propuso que fuera una noche a hacer una prueba.
—¡Es fantástico, querida! ¿Una prueba de qué?
—De baile, para animar el local por la noche.
—¿Quieres decir para ser bailarina?
—Exacto, para trabajar de gogó.
—Oh —acerté a decir, anonadada con el descubrimiento.

Jamás se me hubiera pasado por la pamela que Carla se dedicara a animar locales nocturnos en su tiempo libre. Era una chica aparentemente tímida, e imaginármela bailando bajo los focos de un bar me resultaba chocante. Aunque os parezca mentira y ni yo misma sepa explicármelo, sentí envidia de la libertad de espíritu de Carla.

—Y hemos discutido porque mi novio no quiere que lo haga. Es demasiado celoso. Le he dicho que sólo quiero hacerlo porque me gusta bailar y es una experiencia que siempre he querido vivir, pero no le gusta. Dice que entiende mi punto de vista y que confía en mí, pero que la idea de que esté rodeada de hombres mirándome se le hace insoportable. Y ahora no sé qué hacer —terminó. Tenía cara de estar enfrentándose a un dilema.
—Bueno —comencé. Me sentí enardecida ante la idea de convertirme por unos minutos en consejera conyugal—, yo creo que es normal que sienta celos. Sólo una persona extremadamente segura de sí misma se quedaría impertérrita ante semejante idea.
—¿Entonces tiene razón? ¿No debería hacer esa prueba?
—Eso tendrás que valorarlo tú misma. Está claro que tendrás que elegir entre el baile y la tranquilidad mental de tu novio, todo depende de lo mucho que desees vivir esa experiencia. Es importante para ti, ¿verdad, querida?
—Sí, siempre he querido probar algo así, aunque fuera sólo un par de veces, y me temo que si dejo escapar esta oportunidad nunca vuelva a repetirse —dijo, y se le escapó un suspiró.
—Quizá... —Tuve una idea.
—Qué.
—Si sólo quieres probarlo, ¿no podrías hacer la prueba y después dejarlo? Se trataría de un hecho puntual, no de algo que tu pareja tuviese que aguantar todos los días.
—¡Es cierto! ¡Tienes toda la razón!
—¿La tengo?
—Sí. Voy a hacer esa prueba. Gracias, Pamela, me has ayudado mucho.
—De nada —contesté. Me sentí tan bien que el nudo de mi estómago se deshizo. Luego recordé la bolsa que llevaba en la mano—. Casi me olvido, no sé dónde tengo la pamela. Te he traído esto.
—¿Qué es?
—Un detalle insignificante, para agradecerte tu amabilidad.
—¿Un regalo? ¿Para mí? ¡Oh, qué ilusión! No tenías que haberte molestado —apuntó mientras rasgaba el papel de regalo a gran velocidad—. ¡¿Unos Prada?!
—¿Te gustan?
—¿Bromeas? ¡Son increíbles! —exclamó mientras se quitaba sus zapatos y se ponía los nuevos, olvidando que se encontraba en su puesto de trabajo—. ¡Me encantan! ¿Pero cómo sabías mi número?
—Querida, tengo muy buen ojo para las tallas. Además, tuve tiempo de verte bien los pies cuando estuve bajo tu mesa —me reí.

Carla se quedó maravillada con el detalle, aunque era lo menos que podía hacer después de cómo se portó conmigo. Estuvimos charlando un poco más antes de que me marchase. Después, cuando bajaba en el ascensor, pensé en lo mucho que nos sorprenden las personas cuando ahondamos un poco más en sus vidas. Es increíble. Damos por hecho que sabemos a que dedica la gente su tiempo libre y, de repente, te das cuenta de que no sabías nada. Carla era secretaría de día y bailarina de noche, una excitante y curiosa combinación.

Es como si dentro de cada uno de nosotros hubiera un grupo de alter egos. En realidad, yo tampoco era una excepción. Como mínimo tenía una detective privada, una amazona interior, una súper heroína justiciera y una Mata Hari.

Sinceramente vuestra, y resbalando en la curiosidad
Pamela

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Caballo negro

jueves, julio 10


Queridos amigos virtuales,

Las piezas se movían en el tablero conforme sus inexpertos capitanes decidíamos su destino. A veces un afortunado movimiento las llevaba a una poderosa posición, aunque otras eran sacrificadas en favor de la supervivencia de su inútil rey. Sin darnos cuenta, los movimientos creaban una maraña de posiciones tan intrincada que cualquier pieza dependía de las otras en una sutil telaraña de intereses. Un paso en falso, una traición, y la cadena se vendría abajo deshaciendo la trenza en un abrir y cerrar de ojos, sembrando el caos.

—Te toca —dijo Christopher al deslizar la torre al lado de su rey. Esa pieza me recordó a Isabella y sus cartas del tarot, y al encuentro entre él y Alessandro.
—Jaque —afirmé satisfecha. Mi reina amenazaba la seguridad del reino de mi chofer. Si no hacía algo, le cortaría la cabeza a su rey.

Christopher se rascó la cabeza. No era un estratega demasiado hábil, aunque yo tampoco es que fuera ninguna experta, todo hay que decirlo. Al menos aquello nos servía para apaciguar tensiones y pasar el rato tomando un té a la sombra de los árboles. Adam, que estaba regando el jardín, pasaba en ese momento por nuestro lado y le sonreí casi sin darme cuenta. Aquel hombre tenía algo que suscitaba mi simpatía. De repente se puso tan rojo que pensé que iba a estallarle la cabeza.

Miré a Christopher para ver si ya había movido, pero tenía los ojos clavados en mí con una expresión tan hosca que la taza de té se me cayó y ocurrió un desastre: parte de su contenido impregnó mi magnífico vestido. Por fortuna no era cantidad suficiente para quemarme.

—Te está bien empleado —susurró Christopher mirando al tablero.
—¿Disculpa? —pregunté. No sabía si había escuchado bien.
—Si no miraras tanto al jardinero no se te hubiera caído.
—No seas insolente —atajé, risueña.
—Ahora me dirás que no es verdad —añadió moviendo el caballo y colocándolo delante del rey, justo en el ángulo de ataque de mi reina.
—Es que no es verdad —confirmé.
—¿Lo ves?
—Ha sido por tu culpa. Si no hubieras puesto tu cara de catador de limones no se me hubiera caído —sentencié, moviendo la reina a una nueva posición—. Jaque. ¡Oh, mi pobre vestido! Voy a cambiarme mientras mueves.
—Eso, cámbiate, no sea que te vea el jardinerito con esa mancha —satirizó, riéndose.
—¡Pero qué osadía! —me reí al ponerme en pie—. A ver si voy a tener que castigarte, querido.
—¿Y qué vas a hacer, contratar a un ejército de jardineros musculosos para torturarme? —ironizó, volviendo a mover su caballo negro para interponerlo entre su rey y mi reina.
—No suena mal —medité—. Quizá lo haga.
—Seguro, así tendrás cientos de brazos a los que lanzarte —afirmó.
—Si me persigue uno de esos insectos por supuesto que lo haré.
—Y si no también, y si no también —repitió con expresión ceñuda.
—¿Por quién me tomas, por una cabaretera? —inquirí un poco malhumorada, examinando el tablero antes de ir a cambiarme—. ¿Sabes qué es lo mejor, Christopher?
—Qué.
—Que no tengo por qué darte explicaciones —terminé mientras movía la reina hasta la posición del caballo y lo eliminaba de un empujón, dejando al rey atrapado y sin escudo—. Jaque mate.

Me marché triunfante dando un giro de pamela, aunque con cierta sensación de irritación bajo los tacones. No estaba segura de que los comentarios de Christopher fueran tan de broma como quería aparentar, y de ser así su forma de hablarme no me hacía ninguna gracia.

De camino a la habitación escuché otra vez a la sirena que vivía en una copa de martini del mueble bar, mas no le hice caso. Entonces el móvil se iluminó. Había llegado un mensaje: «Feliz no cumpleaños, Pamela. He intentado localizarte varios días para decírtelo en persona, pero ha sido imposible. Espero que la vida te sonría. Llámame. Tu amigo Michael».

Eternamente vuestra, y entre nubes de desasosiego
Pamela

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Multimedia: nada como un martini

miércoles, julio 2


Queridos amigos virtuales,

Su canto es tan irresistible como el de una sirena porque es más sugerente que una fiesta de máscaras. La luz se convierte en un arco iris de agua al atravesarlo, haciendo que su brillo sea más espectacular que el de las piedras preciosas. Y su sabor... es un pecado capaz de desplazar a la mismísima lujuria.




Su textura te arrastrará, convertida en un oleaje de obsesiones. Su exquisito aroma será el torbellino que te nuble la razón. No hay nada equiparable al cóctel de sensaciones que atraviesa el corazón cuando un martini acaricia tus sentidos. Nadie es capaz de resistirse.

Siempre vuestra,
Pamela

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