Silencio y ruido

viernes, febrero 23


Queridos amigos virtuales,

De nada me sirvieron mis conversaciones con Ambrosio en la Toscana, porque una y otra vez su cabeza le traicionaba en el momento menos oportuno haciéndole incapaz de recordar lo que tanto yo ansiaba saber. Ambrosio, mi ángel. Y así, con algo de frustración recorriendo mis delicadas venas, Christopher y yo desandamos el camino andado volviendo atrás en el tiempo para regresar a Barcelona.

Mi querida Barcelona. Esta ciudad me ha ofrecido tantísimo y, sin embargo, a veces parece cobrarse con creces lo que una vez me dio, arrebatándome de las manos sentimientos que ni siquiera sabía que anhelaba mi corazón hambriento. Yo creo que las ciudades tienen alma, alma de Chanel y Christian Dior, alma de Versace y Gucci, un alma con una fragancia única e irrepetible, que nos envuelve sin que nos demos cuenta y que marca el ritmo de nuestras vidas de alguna forma, misteriosa y mística. Sin embargo, normalmente no nos damos cuenta de nada de esto porque solemos estar demasiado ocupados con la elección de los zapatos perfectos para una determinada ocasión o la sombra de ojos que hará que nuestros párpados hagan juego con el color del cielo del atardecer, y cerramos nuestra sensibilidad privándonos así del maravilloso abanico de sensaciones que está a nuestro alcance en todo momento, al alcance de unas uñas perfectamente lacadas.

Todo esto cruzaba mi mente cuando mi limusina se detuvo de nuevo frente a la consulta de Michael. Esperaba que Samantha no hiciera acto de presencia esta vez, o acabaría irremediablemente con los nervios tan destrozados como las medias que usé cuando Christopher me llevó a cabalgar por el bosque. Subí de nuevo en el ascensor, aunque esta vez no estaba sola. Junto al sonido de mis zapatos de tacón de aguja, otro sonido se mezcló en el aire, el de la suela de unos impolutos zapatos de piel color crema a juego con un traje del mismo color, que me susurraban con aire sensual. Mis ojos saltaron con discreción de la dorada pinza de su corbata a los gemelos que hacían juego con ella y que sellaban el acceso a unos marcados antebrazos. Sus manos eran... eran las manos de un escultor de vida, fuertes pero elegantes, como su torso. Su cuello quizá excesivamente ancho se detenía en una mandíbula cuadrada, en la que unos labios perfectamente delineados se abrían paso. El labio superior sobresalía un poco del inferior, dándole un aire infantil que me resultaba de lo más enternecedor. Su nariz era algo más grande de lo normal y su recto perfil le daba un toque de fuerte determinación que quedaba tan bien en su cara, que no podía haber sido de otra forma. Los ojos eran almendrados y estaban separados la distancia justa. Su frente despejada estaba coronada por un oscuro cabello. Absorta como estaba, no me había percatado de que el hombre se había dado cuenta de que le miraba con atención.

—No me lo diga, me he dejado espuma de afeitar en la cara —dijo mientras se apresuraba a pasarse la mano por la hidratada piel. Su voz tenía un timbre grave que se grabó en la memoria de mis tímpanos.
—No, no. No tiene nada en la cara —me apresuré a decir mientras me reía tontamente.
—Ah, como me estaba mirando tan fijamente, pensé...
—Discúlpeme, es que estaba pensando en el vestido que me pondré para ir a una fiesta a la que acudiré próximamente, no sé si el último Versace que me compré o el Gucci... —no pensaba lo que estaba diciendo, y en el mismo instante en que las palabras salían de mi boca me sentí totalmente ridícula.
—Ah —se rió, su risa era un sonido celestial, un poco rota.
—Lo siento, debo parecer completamente tonta —bajé la mirada y me ajusté la pamela mientras sentía cómo enrojecía hasta las pestañas.
—No, no, nada de eso —pero se seguía riendo—. Es que, verá, le va a sonar raro lo que le voy a decir, pero es que es usted muy graciosa. Su forma de gesticular quiero decir. Y como la situación es un poco surrealista me ha entrado la risa, ahora tendrá que disculparme usted —no supe qué decir, así que me quedé callada recreándome en su cara mientras se reía. Enseguida sonó un pitido indicando que el ascensor había llegado a su destino. Qué mala suerte, pensé.
—Aquí bajo yo —dije—. Bueno, encantada y que tenga usted un muy buen día —le tendí la mano, y él en vez de limitarse a darme la suya, la cogió y me dio un besó en el dorso. El calor que sentí fue considerable, y noté que la piel donde me habían tocado sus labios me ardía.

Me quedé estática sin poder decir nada antes de que las puertas del ascensor volvieran a cerrarse y el apuesto desconocido se perdiera en las alturas. Deseé que el aparato se estropeara, pero en lugar de eso un pensamiento se coló entre las puertas, cual rastro de perfume trazando en el aire una espiral, y fue interceptado por mi pamela. Son curiosas las cosas que pasan, queridos, puedes estar miles de veces en un ascensor y siempre te rodea el tenso silencio que acompaña a los desconocidos, plagado de pensamientos y miradas de soslayo, pero de repente, un día, todo es diferente y ocurre algo de lo más surrealista como acababa de pasarme a mí, y ni siquiera eres capaz de decir qué es lo que ha cambiado para que esta vez ocurra. ¿Cuáles son los ingredientes que hacen que se marque una diferencia sustancial? Como en la receta de Martini, es un secreto que sólo unos pocos deben conocer, y como en ese caso, yo sólo me ocupo de disfrutar el resultado.

Y la vida siguió girando, y de un giro de tacones me hallé sentada frente a Michael en su despacho, hablando animadamente sobre todo y sobre nada en especial, de mis extrañas jaquecas y de que según él necesitaba relajarme y liberarme de todo el estrés que estaba acumulando últimamente, por ejemplo con algo de deporte. Sin aceptar un no como respuesta, me vi arrastrada por sus manos hacia la limusina y de un giro de volante de Christopher me encontré en el club social combatiendo a golpe de raqueta la lluvia de pelotas de tenis que Michael me lanzaba implacable mientras las arpías de alrededor, como de costumbre, no paraban de mirarme de soslayo y cuchichearse al oído unas a otras, dando pequeños sorbos a sus refrescos bajos en calorías y viendo la vida pasar. En realidad se morían de envidia de que hombres apuestos como Christopher o Michael estuvieran siempre a mi alrededor, estaba convencida de ello, y ésa era su forma de expresarlo. De acuerdo que jugar a tenis con zapatos de tacón y pamela no fuera lo más adecuado, pero queridos, Michael no me permitió pasar por casa para recoger mis últimas deportivas y no podía ponerme de nuevo las antiguas.

Me estaba despidiendo de Michael para dirigirme a la ducha, cuando se me acercó y me besó en la mejilla. Eso no hubiera tenido nada de especial si no fuera porque me cogió del codo en una actitud íntima y me retuvo el tiempo suficiente para decirme algo al oído que no pude escuchar porque, justo en ese momento, a uno de los camareros se le cayó una bandeja llena de vasos de cristal. Cuando le pedí que me lo repitiera, sólo se dio la vuelta y se marchó luciendo en su cara una sonrisa socarrona.

Vuestra eternamente,
Pamela

Etiquetas:

Diamantes... 2  |   Susúrrame  |   Llévame  

 

San Valentín en la Toscana

miércoles, febrero 14


Queridos amigos virtuales,

San Valentín... una y mil veces maldigo al ente que año tras año se niega a encontrarme para hacerme sentir las maravillas que desde siempre he oído decir acerca del amor, esa emoción sublime y delicada, volátil y etérea. A veces incluso he pensado que mi corazón está tan seco como la copa de martini que tengo a mi lado. Quizá cuando hace tanto tiempo que una semilla no se riega se muera para siempre, yo no lo sé. Otras veces he pensado que puede que la escarcha cubra mi alma como una fina coraza irrompible impidiendo que nada llegue hasta su centro para calentarla y fundirme en un torrente de pasiones secretas y olvidadas. Una mujer de hielo. Quizá la puerta esté cerrada porque esta sociedad en la que me ha tocado vivir haya cubierto de óxido poco a poco cada uno de sus goznes haciendo que la llave para una cerradura que no existe se pierda en el mar de la desesperanza irremediablemente, y yo no haya sabido reaccionar con la presteza y la destreza que se necesitaban para impedirlo.

Llena de estos pensamientos que me atormentaban sin piedad, le pedí a Christopher que cogiera para mí lo que necesitaba de las habitaciones de mi mansión, lugar que me veo incapaz de siquiera rozar con los tacones de aguja de mis zapatos Gucci desde que Alfred me sorprendiera en ella aquella fatídica noche. Hice mis maletas sin ningún miramiento, casi podía notar cómo el espíritu de la ira intentaba meterse dentro de mí, y cuando estuvieron llenas las cerré a cal y canto de malas formas como si fuera a encarcelar en ellas, junto a mis prendas de alta costura, todos los males del mundo, y en particular los que me rodeaban a mí. No me importaba nada en absoluto que mis preciosos vestidos se arrugaran, tal era mi desconsuelo, y de todas formas me iba a poner mi gabardina y mi pamela gris, así que poco importaba. Christopher me miraba con una mezcla de tristeza y asombro en la mirada, aunque no se atrevió a preguntarme el motivo de mi comportamiento, o tal vez ya lo conocía.

Me llevó al aeropuerto, y mientras volaba en mi jet privado de camino a un destino de sobras conocido, deseé que los demonios que me perseguían se quedaran atrás, incapaces de ir a la velocidad a la que la tecnología nos permite cambiar de escenario en lo que se tarda que te hagan la manicura. Por las ventanillas del avión veía las nubes de algodón sobre las que esta misma noche se acurrucarán los amantes entrelazando sus cuerpos desnudos, susurrándose al oído una música celestial que nadie más que ellos tiene el privilegio de escuchar.

Cupido es caprichoso, dicen, pero yo todavía no me he cruzado en el camino de una de sus mágicas flechas. Ignoro los planes que el destino tiene para mí, si es que el destino existe, pero empiezo a sentirme ya cansada, y hasta me parece sentir que la alegría se me escapa entre los dedos como la fina arena de las playas de Bali, sin que yo pueda hacer nada para evitarlo. Me gustaría echarme a llorar, quizá eso me haría comprender que aún hay algo vivo dentro de mí, pero tengo los ojos tan secos como el corazón. Tan sólo estoy aquí, huyendo de la compañía de otros que querrían estar conmigo para consolarme como buenos amigos, rodeada de lujos y glamour, pero sin nadie con quién compartirlos.

Lo sé, queridos, no hay que ponerse tan dramáticos, ni hacer una montaña de una aceituna. Y eso mismo es lo que pensé yo justo cuando el avión atravesó las nubes y me alcanzaron los rayos de un sol radiante. No hay por qué preocuparse, porque cuando una luz se apaga, otra se enciende. Siempre. Una absoluta certeza nació en mis adentros en ese momento y se materializó en mi mente en forma de conceptos que se transformaron en palabras, no sé de donde salieron, pero allí estaban, y las dejé salir de mi boca con tanta naturalidad como si siempre me hubieran pertenecido: la felicidad no es una consecuencia, es una decisión. Me puse de pie, abrí una de mis maletas y cambié mi gris atuendo por un delicioso Armani color rosa mayo.

Bajé del avión constatando que el cielo era igual de azul y que el aire tenía el particular aroma de siempre en la Toscana, aroma de uva y vino, aroma de vida. Cogimos mis maletas y Christopher puso rumbo a Lucca con la limusina. En un par de horas ya habíamos llegado a Villa Lucchesia, una espléndida Villa del siglo XVII situada en un irrepetible entorno natural que hacía las delicias de los que estaban hospedados allí. Un fuerte vínculo me unía desde hacía muchos años a este lugar, puesto que aquí estaba una de las personas más importantes de mi vida y más queridas para mí. No me había dado cuenta hasta ese momento, pero en realidad iba a tener el San Valentín que merecía en su compañía. Me ruboricé de puro placer ante esa conclusión.

Cuando esperábamos a que nos abrieran las grandes puertas metálicas que daban acceso a los jardines italianos de la Villa, pensé en lo que me había traído hasta aquí justamente este día. Qué inesperados son los acontecimientos que nos mueven por el mundo y qué curioso sentido parecen tener las cosas misteriosamente. Yo, que había venido a hacer averiguaciones sobre mis progenitores movida por las dudas que burbujean bajo mis párpados, finalmente iba a pasar el San Valentín junto a una de las personas que más quiero. De hecho, ahora mismo estoy junto a él delante de la chimenea escribiendo esto en mi portátil Toshiba último modelo, queridos, y nada podría hacerme más feliz.

Pero en ese momento, en el coche frente a la verja, antes de poner el pie en el suelo, lo que me pregunté era si habría algo de cierto en los descubrimientos de la sesión de hipnosis de Linus, si podía ser posible que Kellen no fuera mi padre porque, si no lo era, ¿quién era mi verdadero padre? A partir de esta pregunta nacían un sin fin de cuestiones por resolver que ni siquiera me permitía plantearme por miedo a volverme completamente loca. ¿Acaso mi madre había sido infiel a mi padre y por eso él no había soportado tenerme como hija?, ¿era fruto de una relación anterior de mi madre? Por lo que yo sabía, incluso podría ser que mis padres hubieran sido incapaces de concebir un niño y me hubieran adoptado, y que mi padre no hubiera estado a la altura de las circunstancias. Pero qué barbaridad, ¡claro que no!, no sé ni cómo puedo pensar estas cosas.

Llegamos a la mansión de la Villa, que descansaba al pie de un magnífico lago, y dejé a Christopher ocupado con las maletas mientras una enfermera me condujo hasta la puerta de una habitación. Me disculpé de ella preguntándole dónde estaba el tocador, y amablemente me llevó hasta él. Como una espía digna de la mejor misión imposible, me encerré en el baño y busqué en mi bolso nerviosamente el artilugio que había comprado en una tienda de productos de espionaje empresarial en Barcelona. Una rosa roja... En realidad estaba hecha para colocarla en un jarrón o algo por el estilo, en un lugar desde el que pudiera captar con claridad los sonidos de alrededor, pero yo iba a darle un uso mucho mejor. Con tanto cuidado como si fuera a estallar en cualquier momento, la coloqué en mi vertiginoso escote dando el toque de glamour que le faltaba a mi indumentaria. Comprobé que el micrófono funcionaba bien y lo grababa todo, no quería arriesgarme a que un valioso dato se me pasara por alto, y me dirigí de nuevo a la habitación. Llamé a la puerta y entré.

—¡Hija mía, qué gusto verte! ¡¿Qué haces aquí?! No puedo creerlo. ¿Eres tú?, ¿de verdad eres tú?
—Sí, Ambrosio —la risa se me escapó de pura alegría—, soy yo, he venido a verte —me acerqué a él y le abracé. La vista se me nubló por las lágrimas.
Ma fleur... ¿Cómo estás? Cuéntame, anda.
—Estoy estupendamente, ¿no me ves? —me separé de él y di una vuelta sobre mí misma para que me viera en todo mi esplendor.
—Ya veo que estás hecha toda una mujer. Estás maravillosa, mi querida Pam, como siempre.
—Oh, mi querido Ambrosio, ¡tú también estás estupendo!
—Anda ya, si yo sólo soy un viejo.
—Nada de eso, estás en la flor de la vida, y tú lo sabes.
—Pero qué ocurrencias tienes ma fleur —se rió a carcajadas, siempre me había gustado verle reír—. Ya no me acordaba de lo bonita que era tu sonrisa.
—Pero Ambrosio, si hace menos de tres meses que vine la última vez. Justo antes de navidad, ¿no te acuerdas?
—¿Tres meses, ma petit fleur? ¡Si hace por lo menos cinco años que no venías a verme! Y bien que haces, porque una jovencita tan hermosa como tú tiene que estar ocupada en sus affaires, disfrutando la vida, y no visitando a un anciano.
—Ambrosio, de verdad, la última vez que vine fue hace unos meses —Ambrosio puso cara de extrañeza. La enfermera me había dicho antes de entrar que su Alzheimer había empeorado, pero no le había querido creer. Haciendo caso omiso, le hice un resumen a grandes rasgos de mi vida en estos últimos años y me escuchó con suma atención, como siempre hizo desde que tengo uso de razón. Ambrosio había dedicado toda su vida a servir a mi familia, en especial a mí. Él me había cuidado como un padre cuando me quedé sola, y por eso yo le proporcionaba las mejores atenciones ahora, en su vejez.
—Ay, mi niña. Qué gusto me da escucharte. Me alegra saber que todo te va tan bien.
—Ambrosio, quiero preguntarte algo.
—Claro, lo que quieras.
—He descubierto algo, y quizá tú puedas ayudarme. Seguro que sabes algo al respecto —no tenía sentido andarme con tapujos, así que se lo dije sin más—. Escucha, necesito saber si mi padre, Kellen, es mi verdadero padre —la cara de Ambrosio se puso pálida y se quedó callado con semblante grave. Desde luego había reaccionado ante la pregunta.
—Kellen... conozco ese nombre. Tu padre. Sí, tu padre. Él es tu padre, claro, ¿quién si no?
—Ambrosio, por favor, es muy importante que me digas la verdad.
Le cygne.
—¿Qué?
—Hay que darle de comer al cygne. Claro. Elissa siempre lo hacía —me miró preocupado—, ¿quién lo hace ahora?, ¿lo haces tú?
—¿Qué cisne Ambrosio?
Le cygne —ahora buscaba con ansiedad en sus bolsillos. El cisne fue el icono preferido de mi madre mientras estuvo viva, para ella simbolizaba elegancia, clase, todo cuanto una mujer que se precie debe reunir. Ambrosio estaba confundiendo ideas. Ahora se había levantado y abría los cajones de la habitación.
—Ambrosio, ven —lo detuve y lo senté con dulzura en el sillón—. Tranquilo, ven conmigo. Tranquilo, no pasa nada. Ven.
—Pam, ma petit fleur, eres bellísima, tienes los ojos de tu madre, tan azules... —Ambrosio me tocó la cara con manos temblorosas y se emocionó. Es una criatura tan dulce. Está lleno de amor, y por ello mi gratitud hacía él no tiene límites.
—No llores mi querido Ambrosio —le abracé—. Espera, voy a buscar un pañuelo para secarte esas lágrimas —rebusqué en mi enorme bolso y entonces me di cuenta de que había un pequeño sobre cuadrado que no recordaba haber metido—. ¿Qué es esto?

Anillo de oro y diamantes en forma de corazónLo palpé y el pulso se me aceleró. Dentro del sobre había algo. Lo abrí con mucho cuidado y puse el contenido sobre mi mano. Era un anillo, un precioso y maravilloso anillo de oro y diamantes con forma de corazón. No podía creerlo, ¿quién lo había puesto ahí? Había algo más, una nota escrita con una masculina y elegante letra que me resultaba familiar:

"He sido consumido por el fuego, pero nunca tanto como por el calor de mi deseo.
Feliz San Valentín, mi amada Pamela".


Estaba alucinando, queridos, o sea, no podía entender qué estaba pasando, no podía. Me puse la nota sobre el pecho sintiendo que me estallaba de júbilo. Ambrosio me miraba como si estuviera loca. Un anillo de oro y diamantes, extraordinario y reluciente, y otra nota de amor. ¿Quién era el artífice de aquello? La curiosidad me recorría desatando una explosiva emoción tras otra dentro de mí en efecto dominó.

Yo maldiciendo a Cupido, lamentándome hace unas horas de no tener amor por San Valentín, y no sólo he pasado el día con una de las personas que más quiero, sino que además he recibido un misterioso presente de un admirador secreto. ¿Se puede pedir algo más?

Nerviosa, busqué en mi cartera el otro papel. Lo había guardado por si acaso lo necesitaba, queridos. De acuerdo, lo reconozco, confieso, me gusta mirarlo a veces, cuando necesito animarme, es cierto. Sí, no había duda, la letra de esta nota era la misma que la de la nota que encontré en mi bolso aquella vez en la biblioteca de Madrid.

Incansablemente vuestra, e irremediablemente extasiada
Pamela

Etiquetas:

Diamantes... 17  |   Susúrrame  |   Llévame  

 

El eterno retorno

martes, febrero 6


Queridos amigos virtuales,

Antes de meterme en la piel de la detective privada que en mis sueños siempre fui y que nunca llegó a materializarse en mi realidad, antes de dar el primer paso en la investigación que me llevaría a aclarar el misterio de mi alcurnia, antes de ponerme mi maravillosa gabardina a juego con mi mejor pamela gris, antes de eso, decidí llamar a Michael y, aprovechando que le iba a pedir cita en su consulta con motivo de unas jaquecas que me están asaltando de forma periódica, comer con él. No le veía desde antes de mi pequeña depresión, después del verano, y la verdad es que no era por falta de interés por su parte, sino por falta del mío. Y es que a veces soy tan inconstante e irreflexiva, queridos, que me pregunto cuáles son las velas que me impulsan cual yate en este inmenso mar que es la vida.

Así pues, pedí cita a Michael y me dirigía a su consulta en mi limusina cuando Christopher detuvo el coche y bajó el cristal negro que me separaba de él. Esto era algo del todo inusual e inesperado, así que un pequeño torbellino de emoción me ascendió desde la boca del estómago. Desde hacía un tiempo atrás, me estaba acostumbrando a apreciar los pequeños imprevistos con que la vida me obsequiaba constantemente y, a la vez, me estaban causando cierta dependencia que en realidad no me parecía del todo sana.

Aprovechando la parada, abrí el mueble bar y me serví un martini, a la espera de las palabras que tenían que salir de los carnosos labios de Christopher. Pero las palabras no llegaban, y él tan sólo me miraba desde el espejo retrovisor con su mirada de fuego, así que me armé de valor y le insté a que me indicara el motivo de la interrupción de nuestro trayecto, al fin y al cabo era mi chauffeur y guardaespaldas, y le gustara o no trabajaba para mí. Rápida y mecánicamente dijo “disculpa mi comportamiento del otro día en tu mansión”, subió de nuevo el cristal que nos separaba normalmente y arrancó. No pude decir nada. Todo fue tan poco natural y repentino que me dio la extraña sensación de que aquello me lo había imaginado y no había sucedido más que en mi confusa cabeza. El resto del día tuvo su habitual y frío comportamiento, tan frío como cabe esperar en una relación estrictamente profesional entre un guardaespaldas y su protegida.

Finalmente llegamos a la clínica de Michael. La secretaria dejó el teléfono y me indicó que ya podía pasar a su consulta aunque me advirtió que, a pesar de que ya había terminado con ella, Michael le había indicado que estaba todavía charlando con su última paciente. Dejé a Christopher en recepción y subí en el ascensor, preguntándome quién sería aquella paciente, ¿tal vez la inoportuna Marquesa de Roncesvalles? Oh, qué pesada era aquella mujer, era una de las personas más insoportables e impertinentes que había tenido el disgusto de conocer, siempre atacando con su lengua viperina desde la seguridad de su buen tono y aparente educación. Del todo insoportable, queridos.

Piqué a la puerta y me indicaron que pasara. Antes de girar el pomo me ajusté la pamela, comprobé que mi vestido de Prada estaba perfecto y que mi nuevo bolso de Louis Vuitton lucía impecable, saqué mi polvera y comprobé que todo era como debía ser: curva sinuosa en unas pestañas largas hasta el infinito, sombra de ojos de impacto, labios de volumen y jugosidad perfectos impensables de rechazar, piel de seda que era la envidia de las veinte añeras.

Abrí la puerta y toda mi seguridad se tiró por la ventana con ansias suicidas. Otra vez sentí que me echaban una jarra de hielo picado en el espíritu, y no dejé de repetirme una y otra vez que debía poner cara de normalidad para que, ante todo, no trasluciera ni un ápice de lo que me pasaba por la cabeza. ¡Allí estaba ella otra vez! Pero por Dios y por el Diablo, ¿de qué plan maligno eran obra todos aquellos encuentros? Y, como siempre, ella estaba de lo más sonriente y seductora, un signo de interrogación con vestido negro y zapatos de aguja, una araña tejiendo su tela de plata y seda.

Michael la miraba con aquella luz en la mirada, la misma que vi en los ojos de Christopher el día que la conocí, la misma que vi en Alessandro cuando apareció en mi hotel. Maldita la hora en que Samantha se cruzó en mi vida, porque en ese momento nacieron un millón de pequeños demonios que no hacen más que tirarme del pelo y pincharme con sus minúsculos tridentes sin que nadie lo vea, en el momento menos esperado.

Les saludé y me senté a charlar un rato con ellos antes de que Michael la echara de la habitación como merecía para atenderme. Le pregunté —sin dejar que mi rabia hiciera acto de presencia en el tono de mi voz— qué hacía ella aquí, y resulta que Samantha es paciente de Michael desde que tuvieran contacto en la fiesta de San Juan que celebramos en honor a mi cumpleaños. Al parecer Samantha no perdía el tiempo y hacía movimientos de ajedrez a mis espaldas.

Mientras colocaba su estetoscopio sobre mi escote, Michael me repitió de nuevo que no era médico de cabecera y que no debía acudir a él cuando tuviera algún problema de salud, a lo que yo le respondí como siempre que me daba lo mismo porque me gustaba que fuera él quien me atendiera. Noté un temblor en su mano que no era habitual, y pensé si quizá no era posible que Michael sintiera cierta tensión sexual por lo sucedido entre nosotros en aquella fiesta secreta y fuera ése el motivo real de que no quisiera atenderme como médico a menos que fuera en cuestiones estéticas. Mi corazón se aceleró al recordar nuestro accidental encuentro en la cama redonda y me ruboricé al saber que Michael estaba escuchando mis fuertes latidos con claridad. Me dijo que las jaquecas seguramente eran fruto del estrés y que lo que debía hacer era relajarme.

Salimos de la consulta y, para mi desgracia, Michael invitó a Samantha a acompañarnos durante la comida. Me hubiera gustado gritar hasta desgañitarme que no podía ser, pero me limité a dibujar una sonrisa que debía parecer más una mueca forzada que cualquier otra cosa. No sé por qué, pero no la soporto, queridos, quizá sea por el perpetuo misticismo que la rodea o esa mirada desafiante, quizá me disguste que entre en mi mundo por la fuerza intentando seducir sospechosamente a todos mis amigos, o quizá simplemente debería admitir que me provoca cierta envidia su aura extrañamente cargada de carisma. Pero no, no es envidia, queridos amigos virtuales, porque si ella tuviera amigos no tendría la necesidad de andar intentando robárselos a las demás.

Durante la comida tuve que aguantar sus acertados comentarios ante los cuales Michael parecía mostrar admiración, sus ingeniosas bromas que Michael siempre reía y su refinada forma de pasarse la servilleta por los labios en un evidente gesto de seducción, como un pavo real luciendo su cola llena glamour. En más de una ocasión Michael me preguntó si estaba bien porque estaba muy callada y seria, y en más de una ocasión tuve que responder que sólo tenía un poco de migraña, cosa que decía mirando con insistencia a mi querida Samantha con la esperanza de que se diera por aludida y tuviera el buen gusto de marcharse cuanto antes. Pero ella, incansablemente encantadora, me ofrecía una aspirina de su precioso pastillero que yo rechazaba una y otra vez. En realidad tenía el estómago revuelto y se me había pasado el apetito, así que mareaba la ensalada con el tenedor como si el arma definitiva que desintegraría a Samantha estuviera oculta debajo de alguna hoja de lechuga.

Al parecer ella lo sabía todo, no había tema acerca del cual no cerrara su preciosa boquita pintada, por lo que al final me sumí en mis pensamientos sin darme cuenta. La miraba sonriente como si la escuchara con atención —aunque era una sonrisa de las que en realidad están deseando que se te haga una carrera en las medias que seas incapaz de reparar—, y fue entonces cuando me fijé en su cuello. ¿Cómo era posible que me hubiera pasado desapercibido hasta ese momento? Me había distraído tanto su esplendoroso pavoneo que no había sido capaz de ver el colgante que llevaba.

Uróboros— Samantha —dije en tono conciliador.
—¿Sí, Pamela?
—¿Puedo preguntarte algo?
—Por supuesto, lo que tú quieras —su tono era tan encantador que le hubiera clavado el tenedor entre las cejas.
—Gracias, eres un encanto. ¿Puedo saber dónde te has comprado ese colgante?
—¿Este? —lo cogió entre los dedos mostrando sus uñas perfectas, pintadas de negro—. Me lo regaló un buen amigo.
—¿Puedo preguntarte el nombre de tu amigo?
—Oh, no creo que lo conozcas. Es un amigo que conocí hace algún tiempo.
—Entiendo. ¿Y significa algo? Parece como un símbolo, ¿no?
—Sí, sí, es un símbolo. Es el Uróboros, el dragón o serpiente que se muerde la cola. Simboliza muchas cosas, dependiendo de la época o la sociedad a la que nos refiramos. En general simboliza la naturaleza cíclica de las cosas. El eterno retorno.
—Ah, es muy interesante.

El eterno retorno. Ahora entendía por qué Samantha volvía a mi vida una y otra y otra vez, hasta la saciedad y el aborrecimiento más absolutos. El eterno retorno, claro. Casualidad o guiño del destino, el colgante era idéntico al que siempre llevaba Linus, mi psicoanalista.

Sincerely yours, y sorprendida de las señales de la vida
Pamela

Etiquetas:

Diamantes... 4  |   Susúrrame  |   Llévame