Relax primaveral

sábado, mayo 31


Queridos amigos virtuales,

Siguiendo las indicaciones de mi psicoanalista, me había propuesto relajarme paseando por el jardín con una infusión de camomila en la mano y oliendo el aroma de las flores y de la hierba recién cortada. Bueno, quizá el torso de mi robusto jardinero también tuviera algo que ver con mi estado de relax, para qué negarlo. Jamás hubiera adivinado lo terapéutico que resultaba observar cómo el calor del sol de mayo y el trabajo al que sometía su musculatura hacían brillar su piel. Sí, sé lo que estaréis pensando, queridos, pero yo debía hacer caso a mi médico por encima de todo y pensaba cumplir sus indicaciones con absoluta abnegación. Todo por el bien de mi salud, lo juro sobre mi vestido preferido de Armani.

– ¿No quiere que le recorte un poco los setos? –me preguntó inocentemente cuando se dio cuenta de que le seguía de aquí para allá. Observé cómo su mandíbula se deslizaba al hablar y me detuve en su boca. Su labio superior era algo más fino que el inferior, dando la impresión de que fuera parecida a la de un pajarillo–. No los estoy podando, sólo les hacía algún cortecito.
– Oh, no, Adam, no es eso. Haces muy bien. Sólo te observaba porque me relaja ver cómo lo haces –contesté–. No te molesta, ¿verdad?

No pude evitar imaginar que mi cuerpo era un arbusto al que las poderosas y sucias manos de Adam daban forma con aquellas grandes tijeras de podar. De repente mi cuerpo tenía troncos en vez de piernas y mis senos eran dos vigorosas rosas de un color tan vivo que era imposible no mirarlas. Sin embargo, se me cortó la oxigenación y las raíces se me pusieron de punta cuando vi que tenía hojas en las axilas, así que me obligué a poner los pies en la hierba otra vez.

– Qué va, no me molesta –apuntó Adam, secándose el sudor de su amplia frente con el antebrazo. Tenía el pelo muy corto, pero una barba muy cerrada compensaba sus entradas–. Mire cuanto quiera, mientras no se aburra.
– Uy, no me aburro –afirmé muy convencida, repasando su indumentaria cuando volvió a mirar al arbusto. En efecto, el verde oscuro del peto hacía juego con su camisa a cuadros.

Paseé tras él obnubilada en su forma de regar todo el jardín con la manguera. Se notaba que lo había hecho cientos de veces, por la precisión con la que la manejaba y porque calculaba por intuición qué cantidad de agua debía echar a cada vegetal. Se veía claro que era un experto.

– Qué buen día hace, ¿no? Dan ganas de dar un paseo –dijo una voz a mis espaldas.
– Oh, ¿ya te has levantado, querido? –pregunté al darme la vuelta. Christopher iba sólo ataviado con un batín que a duras penas ocultaba su contorno. Sentí un calor en la cara que no provenía del sol.
– ¿Por qué me dejas dormir tanto? –me reprochó mientras se desperezaba separando cuanto pudo sus brazos del cuerpo. El batín estuvo a punto de abrirse.
– Estamos como de vacaciones, ¿no? –sugerí, risueña, mientras intentaba mirar a cualquier parte que no fuera la abertura donde aparecía la fina línea de vello que, como un sinuoso camino, partía de las montañas de sus pectorales hacia el bosque prohibido.
– Voy a desayunar –concluyó al marcharse, sin más, ignorando la belleza salvaje de su cuerpo.

Me sentí como una damisela rodeada de bestias indómitas y me llevé la taza a la boca, mirando hacia los lados con secreto regocijo. En ese momento estuve segura de que Blancanieves exageró ligeramente cuando, en el cuento, hizo ver que tenía tanto miedo del leñador porque le quería arrancar el corazón.

Ruborizadamente vuestra,
Pamela

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Loca de atar

lunes, mayo 26


Queridos amigos virtuales,

Unos días de descanso en mi mansión me habían hecho darme cuenta de que había cosas que resultaban ineludibles en la vida, como hacer una visita a tu psicoanalista. Era algo que no podría posponer eternamente, así que me tomé un martini y salí de la limusina dejando huellas de resignación con los tacones. Me consolé pensando que todo era por el bien de mi salud mental, que, siendo sincera conmigo misma, últimamente no parecía estar pasando por su mejor momento. Me repetía sin cesar que debía ser franca con Linus. Lo idóneo era ir directa a la aceituna, sin pensar. Quería saberlo cuanto antes, y si le preguntaba a bocajarro seguramente le cogería desprevenido y me diría la verdad.

– Buenos días, Pamela –me saludó Linus–. Me alegro de...
– ¡No, no digas más! –le interrumpí bruscamente alzando la mano mientras tomaba asiento en el diván–. ¡Lo sé! Ha sido de una dejadez imperdonable por mi parte. Ni siquiera te avisé de que no podría acudir a nuestra última cita. Lamento muchísimo mi falta de responsabilidad.
– Eh... no importa –aseguró, extrañado–. Seguro que tuviste un buen motivo.
– Sin duda. Aquel día mi guardaespaldas fue víctima de un desafortunado malentendido que hizo que le arrestaran.
– ¡¿Qué?! ¿Pero está bien?
– Oh, sí, no te preocupes. Enseguida le dejaron libre. Querido, creo que lo mejor será que te lo diga sin rodeos.
– ¿El qué? –Linus me miraba, expectante.
– Es que, verás, yo... quería saber...
– ¿Sí?
– ¡Ay, qué difícil!
– Pamela, ¿qué pasa? Te noto nerviosa –se preocupó Linus.
– He venido porque creo que estoy desequilibrada. Ya está, ya lo he dicho. Querido, tienes que arreglar esto como sea –rogué acariciándome la sien.
– ¿Qué? –Linus intentó ocultar con su mano la sonrisa que asomaba por la comisura de sus labios.
– ¡No te rías! Esto es muy serio, ¿sabes? ¡O sea, sufro alucinaciones severas!
– Alucinaciones –sentenció. Borró la sonrisa de su boca, aunque aún vibraba en sus ojos.
– ¡Cómo lo oyes! Orlov sale de la nada, de repente, y me acecha dondequiera que voy, aunque nadie más que yo puede verlo.
– ¿Orlov? Explícate, por favor.
– ¡Te lo estoy explicando! No me deja ni ir de compras tranquila. Linus, no me engañes –añadí con repentina seriedad, agarrándome a sus manos cual princesa implorando compasión. Acompañé mis palabras de una caída de pestañas para asegurarme de que le llegaban al corazón–. Estoy loca, ¿verdad? Puedes decírmelo. Estoy preparada, en serio. Si ya hasta me he hecho a la idea. No es necesario que sigas ocultándomelo.
– ¿Loca? –preguntó antes de volver a ocultar una sonrisa haciendo ver que se rascaba la barba–. ¿Qué te pasa hoy?
– ¿A mí? Creo que tengo derecho a saber si voy a pasar el resto de mi larga y esplendorosa vida en un sanatorio mental –sentencié al cruzar los brazos, malhumorada–, me parece evidente.
– Vamos a ver, Pamela, primero dime quién es ese Orlov.
– Sí –afirmé con entusiasmo al incorporarme–, una pantera negra con un precioso collar de diamantes. Apareció en comisaría cuando detuvieron a Christopher. Luego desapareció hasta que, al cabo de unos días, volví a verla rondando por ahí. Al principio me parecía misteriosa, pero ahora no me gusta. Me da miedo y quiero que se vaya –exigí frunciendo los labios.
– ¿Me estás hablando en serio?
– Querido, ¿no me expreso con claridad?
– Perdona, es que creía que bromeabas. ¿Me estás diciendo de verdad que tienes alucinaciones?
– De verdad.
– ¿Y has tenido otros síntomas? –Linus se recolocó en la silla y cambió de actitud rápidamente. Parecía preocupado.
– ¿Otros síntomas?
– Cefaleas o migrañas, por ejemplo –sugirió mientras se disponía a tomar notas.
– Lo cierto es que no. Hace mucho que no sufro de dolores de cabeza –aclaré mientras me tumbaba en el diván como una buena paciente.
– ¿Y algún otro síntoma? Amnesia tal vez, o cambios bruscos de ánimo.
– Creo que no. Me encuentro bien, gracias.
– ¿Has sufrido más estrés de lo habitual últimamente?

«¿Qué si he sufrido más estrés de lo habitual últimamente?», pensé. «Bueno, primero me fui a Praga porque descubrí a mi guardaespaldas besándose con mi barman, cosa que no fue nada agradable. Allí casi me enamoro de un jovencito cuya exnovia psicópata amenazó con matarme en un callejón si volvía a acercarme a él. Eso sin mencionar el atraco de la joyería en la que descubrí que mi admirador secreto no existía, lo cual fue realmente decepcionante. Por si eso fuera poco, me traje a Barcelona a una especie de truhán que no ha dejado de perseguirme desde entonces y que ha resultado ser el hermano de mi peor enemiga, a la que encontré besándose con mi mejor amigo, con quién murmuran en mi club social que me acuesto a cambio de operaciones estéticas. Después arrestaron a mi chofer y tuve que sobornar a una horrible vagabunda para que le dejaran en libertad. También resulta que mi madre era un poco nazi. Ah, y no debo olvidar que me diagnosticaron una escoliosis doble por la que debo acudir a un fisioterapeuta. ¡Jabes! ¡Me había olvidado por completo de él y he faltado a mi segunda sesión! Oh, Dior Santo, puede que sí haya sufrido un poco más estrés de lo normal últimamente».

– Sí, podría decirse que los últimos meses han sido bastante movidos –confirmé.
– ¿Ansiedad?
– Ahora que lo mencionas, voy más a menudo de compras. Comprar ropa me serena. Oh, y cuando estoy en mi joyería, rodeada de diamantes, Linus, me siento estupendamente. ¿Significa eso que estoy ansiosa?
– Puede ser. ¿Comes más o tienes sensación de engullir la comida?
– Querido, ¿qué clase de pregunta es esa? Eso a mí no me pasa. Lo que puede que sí haga es tomar algún martini de más –mencioné tímidamente. Mi tono de voz disminuyó conforme me daba cuenta de lo que estaba diciendo.
– Pamela –dijo Linus en tono severo–, qué acordamos del alcohol.
– Sí, ya sé, que sólo algún martini el fin de semana –repetí mecánicamente.
– ¿Has estado bebiendo mucho?
– No, de verdad que no, Linus. Sólo algún martini de más porque esta semana tenía un irrefrenable antojo de cócteles frutales. Puede que mi cuerpo necesitara azúcar, no sé. ¿He dicho yo eso? –me pregunté a mí misma–. O sea, debo estar peor de lo que pensaba.
– Cuidado con el alcohol o puede convertirse en un problema muy serio –me regañó.
– Sí –contesté sumisa mirando al suelo.
– Bien. Y, dime, ¿has tenido dolor en el pecho o sensación de nudo en el estómago? ¿Has estado reviviendo episodios del pasado que te angustien? Ya sabes: flashbacks, pesadillas recurrentes,...
– Un poco de nudo en la garganta. Un día casi ni podía tragar, fue horrible. Episodios no he tenido.
– Entiendo. ¿Y has visto algo más, o solo a esa pantera?
– No, a Orlov. Aunque sólo le vi claramente al principio, ahora parece como si me espiara o algo así. Se esconde, pero a veces le veo por el rabillo del ojo –certifiqué mientras Linus tomaba nota de todo lo que decía. Me sentí ridícula–. Es muy grave, ¿no? Estoy muy loca.
– Claro que no –sonrió–. Son pseudo alucinaciones derivadas de un cuadro de estrés. Pamela, tienes que cuidarte. Debes descansar y olvidarte de las preocupaciones.
– ¿Y así se irá?
– Sí.
– ¿Y si no?
– Si no buscaremos otras causas, pero primero debes estar tranquila unos días. Ah, y nada de alcohol.
– ¡¿Qué?! ¿Por qué?
– Nada de alcohol –repitió con dureza.

Salí de la consulta algo contrariada y, sin embargo, muy dispuesta a tomarme en serio el descanso que necesitaba mi mente para dejar de crear felinos imaginarios con collares de diamantes. Y sin nada de martinis, o sea, de lo más horripilante.

Alocadamente vuestra,
Pamela

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Cóctel: French Connection

martes, mayo 20


Queridos amigos virtuales,

El French Connection –o Conexión Francesa, como se diría en castellano, aunque, desde luego, no suene igual de glamouroso– es un cóctel que se prepara a base de amaretto y coñac.

El amaretto es un licor cuya receta nació el año 1525 en Saronno, Italia, y que se ha mantenido prácticamente inalterada con el paso de los siglos, manteniendo su sabor original. Cuenta la leyenda que Bernardino Luini, un artista italiano del Renacimiento, recibió el encargo de pintar una serie de frescos para el Santuario della Beata Vergine dei Miracoli, en Saronno, y que para pintar algunos de ellos usó como modelo a la bella mesonera del hospicio en el que se alojaba. Dicen que ella, como muestra de agradecimiento, preparó para el artista un regalo sencillo: un licor de color ámbar, fragante y delicado, que había hecho macerando en brandy almendras amargas con azúcar moreno y otras hierbas. Realidad o fantasía, queridos, los frescos pueden contemplarse hoy en día en la iglesia de Saronno. Desde entonces el licor significó afecto y amistad, y se hizo popular rápidamente. Disaronno OriginalePero no se comercializó hasta finales del siglo XVIII, cuando Domenico Reina –un comerciante de Saronno– creó una receta basada en la de la mesonera y la vendió como Amaretto di Saronno, que después acabaría por llamarse Disaronno Originale. La familia Reina ha guardado celosamente esa fórmula secreta durante generaciones, hasta nuestros días, y aún continúa produciendo su Amaretto en el corazón de Saronno bajo la supervisión de Augusto Reina. Actualmente su marca de amaretto es la más popular en todo el mundo.

El coñac es el brandy más conocido del mundo. Originario de la ciudad francesa de Cognac, se elabora a partir de vinos producidos a base de determinadas cepas de uva blanca que se cultivan en esa ciudad, y que deben su especial sabor al suelo, rico en piedra caliza. Para producir cognac es necesario destilar dos veces dicho vino, hasta obtener un espíritu incoloro llamado eau-de-vie –agua de vida– que se deja envejecer como mínimo dos años en barriles de roble. Luis XIII Perla NegraTras ese tiempo, el líquido ya reúne las condiciones necesarias para denominarse cognac, claro que, para ser considerado un prestigioso coñac, debe envejecer durante decenios, queridos. Por ejemplo, a finales del 2007, una botella de coñac Luis XIII Perla Negra, la última de una serie limitada de 786 botellas de la marca Rémy Martin, fue subastada en Praga por el escandaloso precio de 12.857 euros, aunque en Japón llegó incluso a costar 62.000. Este coñac procedía de un barril, de más de 100 años de antigüedad, de la reserva privada de la familia Rémy Martin.

Y os preguntaréis, queridos, por qué os estoy contando todas estas historias sobre estirpes familiares y fórmulas secretas de antiguos licores –a parte de porque resulta increíblemente interesante, claro está–. ¡Ahá! Eso mismo le pregunté yo a Alessandro. Enseguida lo entenderéis, porque todo está relacionado.

La conexión francesa fue el nombre de una de las mayores redes de narcotráfico de la historia, que tuvo su apogeo en los años 60 y 70 y se dedicaba a introducir heroína en Estados Unidos desde Turquía pasando por Europa –principalmente a través de Francia–. La trama estaba dirigida por las mafias, en especial por varios capos de la mafia francesa e italiana. En efecto, queridos, ése es el motivo por el que este cóctel se llama French Connection, porque se hace con un licor italiano y otro francés, al igual que los gángsters que formaban la conexión francesa.

French Connection- 1/2 parte de coñac [3.5cl.]
- 1/2 parte de amaretto [3.5cl.]
- Un rayo de carácter
- Adorno: ninguno
- Cristalería: old fashioned glass
- Tomar: después de comer

Mezclar los ingredientes directamente en un vaso old fashioned con cubitos de hielo y agitar con suavidad. Ideal cuando emerge la investigadora privada que llevas dentro.

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Luces y sombras

miércoles, mayo 14


Queridos amigos virtuales,

No sé por qué no pensaba contároslo. Últimamente no sé bien lo que me hago. Los dedos me traicionan, queridos. Creo que me sentía egoísta y deseaba quedarme ese momento, el de la liberación de Christopher, sólo para mí, pero al final me he retractado de mi propia decisión y he rectificado el último escrito. Lo cierto es que me sentía culpable por vosotros. Esto fue lo que en realidad ocurrió:

Cuando Christopher abrió por fin la puerta y su imagen se coló bajo mis párpados, me puse en pie y algo me hizo echar a correr desesperadamente con los ojos lanzando lágrimas y una sonrisa en los labios. Era una necesidad imperiosa que nacía en el centro de mi corazón, algo que mi cuerpo necesitaba con total urgencia: quería lanzarme a sus brazos, notar la fuerza de sus músculos rodeándome, sentir el calor de su piel a través de su camisa. Aquella distancia de unos pocos metros se me hizo verdaderamente interminable. Corría y corría, pero me daba la impresión de ir a cámara lenta, de manera que no conseguía llegar a mi destino. Entonces vi que Alessandro corría a mi lado. ¡No podía creerlo, queridos, pues corría para alcanzar a Christopher antes que yo! Infligí a mis piernas más potencia, ya que no iba a permitir que mi barman me robara el privilegio de ser la primera en abrazar a mi chofer. Me parecía inadmisible y carente de todo grado de educación por su parte. ¡Qué osadía!

Ya faltaba poco para llegar. Christopher tenía los brazos abiertos para recibirnos en sus poderosos pectorales. Estaba más guapo que de costumbre, a pesar de que el cansancio se reflejaba en su cara, probablemente por las horas que había pasado en el calabozo. Finalmente adelanté a Alessandro, y supe que la justicia divina existía. Iba a llegar la primera. Me sentí repentinamente feliz. Las nubes que tapiaban mi horizonte como una masa compacta de tormento se disiparon, dando paso al brillo tímido del sol. Lamentablemente, en el último momento, y por culpa de los duendes a los que no les satisfacía mi felicidad, tropecé y perdí el equilibrio. En mi desplome choqué accidentalmente contra Alessandro, haciendo que desviara su trayectoria y desapareciera tras la puerta de los aseos mientras que yo caía en los brazos de Christopher, quien conseguía agarrarme antes de que me cayera al suelo.

Nos miramos y todo recuperó su velocidad habitual.

– ¡Oh, querido, al fin! ¡No veía la hora de tu liberación! –exclamé mientras me agarraba a su cuello con todas mis fuerzas–. ¿Cómo estás?, ¿te han hecho algo? Dime. Si te han hecho algo pienso poner una denuncia ipso facto.
– No, no –contestó Christopher–, estoy muy bien, ahora que estoy fuera. Aunque si me sigues apretando así vas a conseguir ahogarme.
– ¡Oh, lo siento! Es que tenía tantas ganas de verte.
– ¿Qué tal, Chris? –dijo Alessandro, que había salido del servicio para reclamar su derecho a abrazarle también. Algo se removió dentro de mí cuando el abrazo duró más de lo esperado.
– ¿Nos vamos? –afirmó Christopher–. Estoy deseando salir de aquí.
– Sí, querido. Hay un taxi esperándonos en la puerta –anuncié.
– ¿Un taxi? –Christopher me miró sorprendido.
– ¡No me mires así, querido! Es una larga historia que ya te contaré en otro momento. Oh, Alessandro, siento lo de antes, ha sido un accidente.
– No ha sido nada –respondió.

Sólo pasé por el hotel para recoger algunas cosas, pero Alessandro se empeñó en invitarnos a un cóctel para celebrar la libertad de Christopher, retrasando mi partida. Ni el martini conseguía desatar el nudo de ansiedad que se me había formado en la garganta. Continuamente me descubría observando la entrada de la sala de fiestas, temiendo que James o Samantha aparecieran de repente, y únicamente me olvidé de ellos los pocos segundos que Alessandro habló de la bebida que había preparado: un French Connection. Cual flautista de Hamelín, Alessandro conseguía hechizar mi corazón con la música que tejía moviendo las cocteleras al compás de la maestría de sus manos.

Terminé mi cóctel y, a pesar de darme cuenta de que mis amigos estaban disfrutando de su mutua compañía, insté a Christopher a marcharnos. Era necesario que me acompañase porque no me atrevía a ir sola al lugar al que iba, si no le hubiera dejado allí, a pesar del rencor que sentía hacia Alessandro y las ganas que tenía de fastidiarle.

La taxista nos llevó a nuestro destino y tomé nota de sus credenciales por si volvía a necesitar sus servicios más adelante. Allí, delante de la verja de mi mansión, tuve un escalofrío. Cada vez se me hacía más difícil volver a aquel lugar. Era como si los recuerdos del pasado revivieran, volviéndose terriblemente nítidos, y cobraran mayor fuerza con el paso del tiempo. Sabía que tenía que superar ese miedo irracional, y sólo lo conseguiría acercándome a él poco a poco hasta que, un día, me atreviera a mirarle a la cara.

Al lado de Christopher me sentía segura y, por fortuna, accedió a quedarse conmigo unos días. La mansión me resultaba tétrica y luminosa al mismo tiempo, supuse que a causa de la mezcla de sensaciones que había vivido en ella. Por un lado tenía recuerdos hermosos, pues, de hecho, los primeros recuerdos que tenía de Barcelona eran de esa casa en la que, cuando era todavía muy niña, mi madre me enseñó la magia de la fantasía, llenando con cuentos todos sus rincones, por oscuros que éstos fueran. Además, los únicos buenos recuerdos que tenía de mi padre también los había vivido allí, un verano. Sin embargo, eran recuerdos que me entristecían. Pero lo peor era la silueta de Alfred que aún se escondía en las sombras de la casa, como un demonio que no conseguía exorcizar.

Respiré hondo y abrí la verja, con Christopher detrás de mí. Sonreía. Metí la llave en la cerradura de la entrada principal con el corazón desbocado y, cuando la puerta se abrió, di un respingo al ver que algo se movía en la oscuridad. En medio milisegundo me hallé detrás de Christopher, bien cobijada detrás de su espalda. Él entró y encendió la luz. Al parecer no había nada.

Asustadizamente vuestra,
Pamela

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Cheque al portador

martes, mayo 13


Queridos amigos virtuales,

Muy a mi pesar y por alguna razón que no alcanzaba a comprender, me sentí empujada a abandonar mi ordinario aperitivo y salir por la puerta en pos de aquella motorista. Estaba atravesando la calle corriendo, concentrada en alcanzarla antes de que llegase a comisaría, cuando un coche que no vi llegar se abalanzó sobre mí. Noté cómo mis párpados se abrían sin mesura a la vez que mis pupilas se contraían hasta casi desaparecer. El tiempo se detuvo, paralizado ante el choque inminente.

En ese segundo infinito tuve una visión de mí misma. Estaba sentada en un jardín, rodeada de rosas cuyo aroma me saturaba el olfato, con una sonrisa débil y falsa enmarcada en los labios, la cara angustiosamente maquillada y el pelo mal peinado. Sí, una visión de lo más horripilante, queridos. Una mujer vestida de blanco parloteaba detrás de mí con un tono condescendiente que intentaba ser amable, pero que lo único que conseguía era irritarme. En realidad no le hacía caso, sólo sonreía para que creyera que la escuchaba. El jardín era precioso, aunque, contrariamente a lo que se podría pensar, a mí me desagradaba como para no querer volverlo a visitar jamás. Noté que la silla se movía porque lo que hacíamos era dar un paseo y, espeluznada, me di cuenta de que estaba postrada en una silla de ruedas.

Al volver a la realidad mis neuronas debieron comunicarse entre sí a la velocidad de la luz para provocar que mis piernas dieran un ridículo saltito hacia atrás. Fue pequeño, de tan sólo unos centímetros, pero suficiente para que el coche pasara rozándome la gabardina sin llegar a tocarme. El sonido del claxon se difuminó conforme el coche se alejaba. Llegué a la otra acera sana y salva y me quedé quieta un momento con la mente en blanco, respirando con una calma inusual para haber estado a punto de morir atropellada. Estaba muy tranquila, demasiado tranquila, y descubrí, con cierta curiosidad científica, que me daba absolutamente igual.

La motorista venía hacia mí porque debía haber escuchado el bocinazo. Orlov me observaba con expresión burlona mientras se acomodaba en la acera. Entonces tuve una repentina idea que me hizo abrir el bolso, sacar la rosa que llevaba en él y acunarla con cuidado en mi escote.

Como seguramente ya sabréis, queridos, en realidad esa rosa era un sofisticado artículo de espionaje que resultaba de inestimable ayuda si se usaba en el momento adecuado. Por supuesto, no la llevaba de casualidad, sino que la había cogido de mi habitación antes de volver a comisaría por si la necesitaba. De hecho, si no la hubiera llevado encima me hubiese resultado del todo imposible reproducir la conversación que expongo para vuestro deleite a continuación.

– Ey, ¿qu’ estás bien? –me preguntó la chica, con insólito acento. Su estrambótico peinado me dejó absorta, intentando comprender si alguien podía hacerse semejante descalabro por propia voluntad. Además, llevaba la cara llena de piercings, lo cual era aterrador–. ¿Es que t’ has quedao sorda?
– Eh... sí –respondí cuando la mala educación del tono y la pregunta me hicieron reaccionar–. Quiero decir que sí estoy bien, no que esté sorda.
– ¡Buah, nen, casi te chafan, tía! –exclamó la chica. Por su forma de hablar parecía que estuviera comiendo, por lo menos, cuatro chicles a la vez–. Qu’ acojone, ¿no?
– ¿Perdón? Es que no te he entendido.
– Qu’ ha sío brutal. Si no t’ apartas te pilla fijo –añadió gesticulando exageradamente con los brazos. No dije nada porque no sabía qué contestar, así que me quedé mirando su boca para ver si leyendo los labios conseguía entenderla–. Tía, tú estás en sock o algo asín raro.
– No, ¿en shock?, claro que no. Estoy bien, querida. Es sólo que no te entiendo bien –dije. La motorista me miró de arriba abajo.
– Ah, joé, si eres una pija.
– ¿Perdón?
– Gente ’e pasta gansa, ya sabes, de tener billetes a manta y tó eso.
– ¿Cómo? Creo que vamos a necesitar un traductor –concluí para mí, suspirando en voz baja y acordándome del día que conocí al odioso James. Todo esto era por su culpa, pensé, cuando vi que Orlov husmeaba los bajos del pantalón de la chica, como si sospechara que algo no iba bien–. Por favor, ¿podrías responderme a una pregunta? Si eres tan amable, claro.
– Dispara.
– ¿Vas a comisaría?
– Y a ti qué t’ importa. ¿Pa’ qué quieres saberlo? –bufó con suspicacia, alzando los hombros.
– Verás. No pretendo ser entrometida –aseguré, ignorando sus malos modales–, pero quizá seas la persona que ando buscando.
– Ah, ¿sí? Y eso por qué.
– Sí –afirmé mirando a Orlov. Sus hipnóticos ojos no se apartaban de los míos, como si intentara decirme algo–. ¿Por casualidad te han sustraído la motocicleta esta mañana?
– ¿Mi motaza? –gruñó señalando con la barbilla su zarrapastroso vehículo–. Y si es asín, ¿tú como lo sabes?
– Porque quién te la cogió prestada es mi guardaespaldas.
– Ostia puta, claro, tu guardaespaldas, cómo no se m’ ha ocurrío antes –se rió.
– ¿Te importaría no usar ese vocabulario? Me hace sentir bastante importunada.
– ¿Qué hablas? ¡Ah, pero lo dices en serio! ¡Qué fuerte, nen! Cuando se lo cuente a los colegas no se lo van a creer. Su guardaespaldas, dice, la ostia. O sea qu’ eres pija, pero de las bien pijas –aseveró. Orlov se puso a gruñir.
– ¿Entonces eres tú o no? No estoy para perder el tiempo –atajé con sequedad.
– Tranquilita, ¿eh? Sí, parece ser que puedo ser yo.
– Entonces me gustaría aclarar el malentendido y acabar con esto cuanto antes, si no te importa. Christopher no pretendía sustraerte el vehículo. Un amigo mío se llevó mi limusina conmigo dentro para gastarme una broma y él pensó que me estaban secuestrando, y por eso lo tomó prestado, para rescatarme.
– ¿Cristofer? En serio, ¡esto es la repera! –carcajeó–. No se lo van a creer.
– ¿Y bien, retirarás la denuncia?
– Qué dices. No voy a quitar ná, que me robó la motaza y eso está mu feo y mu mal.
– Pero... si no te estaba robando. Ya te lo he dicho –balbuceé. No entendía por qué la chica no lo veía.
– Si robas, pagas. Esto va asín, señora pija.
– ¡Oh, qué insolente! –exclamé, ofendidísima–. Cómo te atreves a llamarme señora.

La chica se echó a reír a carcajadas. Mientras tanto, los ojos de Orlov parecían instigarme a hacer alguna cosa. Le puse atención, concentrándome, y entonces tuve la impresión de entender algo. Era como si me dijera: «Sabes lo que hay que hacer. Hazlo». Acto seguido saqué la chequera y mi estilográfica del bolso.

– ¿Con tres ceros será suficiente? –pregunté mientras escribía una cifra con rapidez. La chica dejó de reírse al instante. Arranqué el cheque y lo extendí para que lo viera–. ¿Ves?, al portador. –Al verlo, abrió los ojos como lunas llenas. Después añadí con malicia–: Respira, querida, no vayas a asfixiarte.
– ¿Va en serio? ¡Joder, tía!
– Completamente. Será tuyo en cuanto retires la denuncia.

No dijo nada más. Salió disparada hacia comisaría y, cuando salió, prácticamente me arrancó el cheque de las manos como una mendiga.

Perversamente vuestra,
Pamela

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Pantera negra

lunes, mayo 12


Queridos amigos virtuales,

Estaba sentada en comisaría, esperando noticias de Christopher. Me mantenía callada, con los brazos cruzados y la vista fija en la puerta del Subinspector Castillo, tensa, sintiéndome dura y fría como la piedra del panteón de mi familia. Mi buen humor debía estar enterrado junto a mi madre, en el cementerio, y mis ganas de hablar habían echado a volar. Alessandro había cejado en su empeño por crear conversación al recibir sólo monosílabos por mi parte y me iba mirando de reojo de vez en cuando.

Una pantera negra entró por la puerta, meciéndose con gracia felina, lenta a la par que implacable. ¡Una pantera negra! Di por hecho que debía estar soñando porque aquello sencillamente no podía ser real. Quedé fascinada por la belleza salvaje de sus ojos verdes y, cuando intenté ponerme en pie, supe que estaba paralizada de miedo, hasta que me di cuenta de que nadie le hacía caso. Al parecer sólo yo podía verla. Se instaló a mi lado, interponiéndose entre Alessandro y yo, y mostró los dientes en una mueca despiadada y feroz cuando miró hacia la puerta del Subinspector. Haciendo acopio de valor, me atreví a acariciarla para intentar apaciguar su ira. Estaba segura de que no me había quedado dormida, o sea que probablemente lo que sucedía era que estaba perdiendo el juicio y, a decir verdad, me daba completamente igual.

– Voy a comer algo –sentencié con dureza sin mirar a Alessandro–. ¿Esperas aquí por si hay noticias? –Ni siquiera esperé a que respondiese antes de ponerme en pie, dado que la pregunta era puramente retórica.

Salí de comisaría en compañía del animal, que parecía haber decidido seguirme, y atravesé la calzada por el medio en lugar de hacerlo por el paso de cebra, a riesgo de que me atropellasen. Hice caso omiso cuando alguien me tocó el claxon haciendo alarde de mala educación. Entré en el primer restaurante que encontré y ni siquiera sonreí al camarero cuando le pedí un café acompañado de un croissant con mermelada de naranja amarga, a falta de algo mejor. En otras circunstancias jamás hubiese entrado en un sitio tan poco chic, pero no quería alejarme demasiado de comisaría, por si acaso.

Mientras esperaba a que me sirvieran, observé al felino con curiosidad. Mecía la cola rítmicamente sin quitar ojo a lo que ocurría en la calle. Decidí llamarlo Orlov, en honor al diamante negro cuya maldición provocaba la muerte de sus poseedores. Además, se me antojó de lo más adecuado porque en el cuello llevaba un collar de brillantes que contrastaba con el negro satinado de su pelaje.

La niebla que enturbiaba mis pensamientos se empezó a desvanecer cuando el primer bocado regado de café llegó a mi estómago. Mis neuronas hubieran estado contentas de no ser por el molesto murmullo de los coches que llegaba a través del cristal. Un ruidoso motorista incluso abandonó la calzada para aparcar su vehículo frente al restaurante. Ante semejante desfachatez, Orlov se irguió, erizando el cabello.

«¿Qué pasa, precioso?», dije para mis adentros, hablando mentalmente con Orlov. «Te molesta ese desagradable ruido, ¿no es así?».

Orlov himpló cuando el motorista apagó el motor y se apeó de espaldas a mí. Su atuendo era de lo más vulgar. Llevaba una cazadora color verde guerra con unos tejanos, rotos y sucios, de los que pendían cosas metálicas como lágrimas de acero. Usaba botas grandes de suelas de goma y sus manos estaban cubiertas por unos guantes tan desgastados que lo mejor hubiera sido tirarlos directamente a la basura. Cuando se quitó el casco, cuya superficie brillaba con vivos colores, me percaté de que Orlov había salido fuera y se acercaba al extraño, husmeando.

Cruzó la calle, directo a la comisaría de policía. Entonces se dio la vuelta para mirar atrás y pude ver que en realidad no era un motorista, sino una motorista muy poco femenina.

Irracionalmente vuestra, y sufriendo alucinaciones
Pamela

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Malhechora por un día

domingo, mayo 11


Queridos amigos virtuales,

Mientras Alessandro se cambiaba de ropa en el taxi, le conté lo ocurrido. Le intentaba transmitir hasta el más mínimo detalle porque ésa sería la versión exacta que tendría que contar al Subinspector Castillo, y debía ser creíble sin lugar a dudas. Alessandro sería James mientras estuviésemos en comisaría.

– Pamela, ¿qué te pasa? –protestó Alessandro–. Tienes que explicarme bien lo que te pasó con tu amigo para no equivocarme.
– Perdona, querido, es que estoy un poco mareada.
– ¿Estás bien?
– Sí, es de no comer.
– ¿No has comido todavía?
– No he tenido tiempo –respondí.
– Habérmelo dicho y hubiera cogido algo del bar.
– Gracias, querido. No se me ocurrió decírtelo.
– Bueno. Continúa, cuéntame otra vez lo que pasó.

Fui mala, queridos, lo confieso, porque miré cuando Alessandro se cambiaba con la excusa de estar contándole la historia, y debo reconocer que su piel morena no me dejó indiferente. Me hizo recordar aquel día, en su casa, y unas diminutas manos de fuego intentaron abrasarme las medias sin compasión. Era tan atractivo, tan magnético y tan enigmático, que de estar en otro lugar me hubiera dado igual que tuviera novia, e incluso que le gustaran los hombres. ¿Quizá el hecho de traspasar la barrera de la ley me estaba transformando en una malhechora sin escrúpulos? O puede que me estuviera turbando la falta de alimento. En cualquier caso, sólo la idea de salvar a mi querido Christopher me hizo mantener la cabeza fría para continuar con el plan.

No hubiera acudido a Alessandro de no haber necesitado su ayuda con tanta urgencia. De hecho, hacía casi un mes que le evitaba, por eso no había vuelto a ir a la sala de fiestas del hotel. En nuestra última conversación me habló por primera vez de su vida privada, de su relación con Agnieszka, y de nuevo sentí que me hería el orgullo al insultar mi inteligencia cuando hizo ver que no había pasado nada entre nosotros. Sin embargo, todavía sentía un aprecio especial por él. Eso no podía negarlo, y me daba un poco de rabia.

– Hemos llegado –anunció la taxista.
– Aquí tiene –dije al compensarle magnánimamente–. ¿Sería tan amable de esperarnos? Enseguida volvemos.
– No se preocupe –contestó el conductor con satisfacción–. Espero.
– Creo que lo importante ya está claro. Bueno, más o menos –dudó Alessandro. Después cerró los ojos e inspiró hondo–. En realidad tampoco hay mucho que contar: me subí a la limusina cuando Chris estaba en el hotel para gastarte una broma y al final te llevé a la clínica de Michael, ¿no?
– Me encuentro un poco ofuscada y nerviosa –confesé mientras abría la puerta del taxi.
– Pamela, no te preocupes –me tranquilizó él, cogiéndome del brazo para que me diera la vuelta y le mirase a los ojos. Me vi reflejada en la negra superficie de sus pupilas–. Todo saldrá bien.
– Gracias, Alessandro. Gracias por ayudarme –agradecí, acariciándole la mejilla con la mano casi sin darme cuenta. Él sonrió, aunque después se puso tenso y se apartó.
– No hay de qué. Además, Chris también es amigo mío.
– Por supuesto. ¿Vamos? –Sentí que un extraño impulso entraba en mí, lleno de una fuerza sombría.
– Adelante.

Entré en comisaría sintiéndome como una heroína salida de la oscuridad, envuelta en un halo de tormenta y chasqueando mi látigo, y acompañada por uno de mis mejores esbirros. Cuando el Subinspector Castillo pudo atendernos, tomó declaración a Alessandro y dijo que me llamaría en cuanto supiese algo de la denunciante. Esta vez su tono no fue tan condescendiente como la primera vez. Le di las gracias por su eficiencia, pero me negué a marcharme, aduciendo que esperaría hasta que tuviera una respuesta. Si el Subinspector creía que iba a dejar que Christopher pasara la noche entre maleantes, es que no me conocía en absoluto.

Ya no había vuelta atrás. Desde ese momento estaba al margen de la ley. Era una malhechora.

Y, de súbito, me sentí poderosa.

Poderosamente vuestra,
Pamela

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Cómplices

sábado, mayo 10


Queridos amigos virtuales,

Antes de abandonar mi transporte, pedí a la taxista que diera una vuelta alrededor de mi hotel para cerciorarme de que no había elementos inoportunos. Cruzarme con James, Samantha o Michael era lo último que deseaba. No me pareció ver a nadie, así que recompensé a la taxista generosamente por su buen trabajo, le pedí que me esperara y me introduje en el hotel por el acceso de servicio.

Muy nerviosa, conseguí apañármelas para llegar al ascensor sin que nadie me viera con aquel aspecto tan indeseable, porque como sabéis, queridos, aún iba sin pamela, sin zapatos, y lo que es muchísimo peor, con los poros de la planta de mis delicados pies cubiertos por la horripilante suciedad de la acera. ¡Como si fuera una nómada! ¡A saber los agentes patógenos que estarían destruyendo el equilibrio de mi dermis! Una cosa estaba clara: después de perder mi pamela y despeinarme, esconderme bajo la mesa de una secretaria, caminar descalza por la acera y entrar en una comisaría en esas condiciones, ya no podía caer más bajo. Había superado pruebas que jamás pensé que fuera capaz de superar, y era el afecto a mi querido chofer lo que me daba aquel inmenso valor.

Llegué a mi habitación sin cruzarme con ningún huésped. Al cerrar la puerta respiré hondo, cansada y hambrienta. No había comido nada desde mi frugal desayuno y empezaba a sentirme confusa. Mis neuronas pedían a gritos glucosa con la que alimentarse o, de lo contrario, amenazaban con ponerse en huelga, pero no tenía tiempo. Debía poner mi plan en marcha sin demora o la libertad y la reputación de Christopher podían peligrar más de lo que ya lo hacían.

Veloz como una laca de uñas de secado ultrarrápido, me aseé los pies –desechando la idea de proporcionarles el tratamiento reconstituyente que merecían–, me hice un recogido en el pelo –que llevaba intolerablemente despeinado desde el beso con James–, me cubrí con un traje de aire ejecutivo –que supuse adecuado para tan importante ocasión– y lo completé con la pamela y la gabardina grises que me hacían sentir como la audaz investigadora privada que llevaba oculta bajo la piel. Oh, no soy capaz de describir la sensación que me embargó al ponerme de nuevo unos altísimos zapatos de tacón. Por último, restituí un poco mi maquillaje y, al fin, me sentí yo misma otra vez. Y todo en un tiempo récord.

Corrí por el pasillo y tomé el ascensor. Allí me encontré de nuevo con John, con quien no tuve tiempo de intercambiar más que un saludo a pesar de que me pareció verle algo triste. Entré en la sala de fiestas y abordé a mi objetivo en la barra del bar, el que sería mi cómplice en toda esta historia.

Alessandro, deja lo que estés haciendo y acompáñame –ordené.
– Hola Pamela, hacía mucho que no te veía. ¿Cómo estás?
– Querido, siento ser tan maleducada, pero no tenemos tiempo. Debemos irnos ahora mismo. Christopher tiene problemas –dije con seriedad.
– ¡¿Cómo?! ¿Qué pasa? –me preguntó alterado.
– Vamos. Te lo explicaré por el camino –anuncié mientras le tomaba del brazo y tiraba de él–. Tenemos un taxi esperando. Ah, y no olvides tu ropa porque tienes que cambiarte.

Alessandro cogió su bolsa y nos metimos en el taxi. La sangre corrió rápida en mis venas. Se acercaba el momento de infringir la ley.

Nerviosamente vuestra,
Pamela

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Salvando caballeros

viernes, mayo 9


Queridos amigos virtuales,

El trayecto en coche se me hizo muy corto. Bastó una breve llamada de teléfono para que mi escala de prioridades se reestructurara. Era sorprendente lo relativa que era la importancia de las cosas. Dentro de mí no reverberaban complots urdidos por hermanos secretos ni traiciones infligidas por cirujanos plásticos, sino que sólo tenía en mente liberar a mi querido chauffeur. Así que, ni corta ni glamourosa, me planté en la comisaría de policía hecha una furia, descalza y con la cabeza al descubierto aún, exigiendo a diestro y siniestro la liberación inmediata e incondicional de mi guardaespaldas. Acabaron por llevarme ante la presencia de un subinspector y, después de contarle mi historia por tercera vez, pensé que no me quedaría más remedio que llamar a mi abogado. Me sentía como una caballera andante luchando a golpe de palabra por liberar a mi príncipe de un malvado dragón.

– Por última vez –repetí, un poco exasperada– le repito que Christopher no tenía ninguna intención de robar esa motocicleta, Subinspector Castillo. –Su mirada sabuesa era de absoluto sosiego mezclado con unas gotas de desconfianza, lo que sólo conseguía ponerme más nerviosa–. ¡Por favor, si con su sueldo podría comprarse las que quisiera! Esto es completamente absurdo.
– Tranquilícese, señorita. Dígame, ¿y por qué la robó entonces? –me preguntó el Subinspector otra vez, mientras detenía sus ojos castaños sobre mis pies descalzos.
– ¡Porque pensó que me estaban secuestrando, ya se lo he dicho! Es mi guardaespaldas, además de mi chofer. Si incluso regresó para devolverla – argumenté.
– Está bien. En cuanto pague la fianza podrá marcharse.
– Esto es increíble. No, quiero que destruyan su ficha –insistí tajantemente.
– Lo lamento, pero ya le he dicho que eso no es posible –sentenció, volviendo a mirar los papeles que cubrían su mesa como si ya no me encontrara allí.
– ¿Es que no se da cuenta? ¡Esto le perjudicaría en su carrera como agente de seguridad! ¡Podrían denegarle la renovación de su permiso de armas o algo!
– Debió pensarlo antes de robar esa moto.
– Está bien, no me deja otra opción –amenacé mientras intentaba rescatar mi móvil del caos que reinaba en mi bolso. Sólo conseguí sacar el zapato que aún conservaba en mi poder. El Subinspector Castillo contrajo la cara en una mueca para no reírse.
– ¿Qué hace? –me preguntó.
– Llamar a mis abogados. A lo mejor cree que soy una vagabunda o una desequilibrada porque he tenido un percance con mis complementos –dije al señalar con el zapato mis pies desnudos y sucios de caminar por la acera. La ola de vergüenza que se me echó encima me abrumó, aunque de un manotazo la aparté de mí–, pero va a descubrir que soy una persona con amigos muy influyentes. No le quepa duda de que esto no va a quedar así. Yo soy buena persona, pero pienso hacer que le echen antes de consentir que destroce la vida de Christopher. No se merece eso, ¿sabe? –Los ojos se me inundaron mientras seguía buscando el teléfono sin éxito–. Ha tenido un coraje ejemplar a la hora de protegerme. Esto es muy injusto. Siempre ha estado ahí para cuidarme cuando lo he necesitado. En una ocasión impidió que me matasen o algo peor, o sea que no pienso dejar que nadie arruine su vida por una tontería.
– Señorita, no llore.
– La reputación de mi fiel guardaespaldas, ultrajada sin motivo. No es justo y no pienso consentirlo –continué.
– Está bien, señorita, pero no llore. No soporto ver llorar a una mujer –comentó el Subinspector, ofreciéndome un pañuelo con el que me sequé las pestañas.
– Sepa que no se merece algo así porque es una buena persona –proseguí–. Es fiel y atento, y en todo el tiempo que lleva a mi servicio sólo ha cometido alguna pequeña equivocación sin importancia. Además, nunca me habían tratado con tanta descortesía como en esta comisaría.
– Hagamos una cosa –me cortó–. Tráigame a su amigo, el que dice que se llevó el coche con usted dentro, y veremos si con su declaración la chica retira la denuncia. –Parecía que mis lágrimas habían conseguido ablandar un poco el corazón del Subinspector Castillo.
– ¿La chica? –balbuceé, intentando que no se notara en mi cara el espanto que me suscitaba la idea de tener que ir en busca de James, Valentino, o comoquiera que se llamase.
– La dueña de la moto.
– ¿Es una chica? ¡Por favor, s'il vous plaît, please –rogué lanzándome a sus manos–, déjeme hablar con ella! Yo la convenceré.
– ¿Pero cómo va a hablar con ella?
– ¿Y por qué no?
– Porque no tiene forma de contactar con esa chica, ¿o es que cree que está aquí?
– ¿No está? ¡Oh, qué contrariedad! –exclamé soltando bruscamente las manos del Subinspector sin darme cuenta. Era obvia la sugerencia que debía hacer–: Entonces facilíteme su número.
– No puedo hacer eso.
– ¡Por favor, se lo ruego!
– Ni hablar. Lo siento. Tráigame a su amigo, es lo único que puedo hacer por usted. Y ahora, si me disculpa, tengo mucho trabajo que hacer y no puedo retrasarlo más –concluyó, acompañándome a la puerta–. Que tenga un buen día.
– Gracias, Subinspector Castillo. Usted también. Y gracias de nuevo –repetí antes de que el Subinspector consiguiera cerrar la puerta.

Salí de comisaría y, mientras tomaba otra vez el taxi que me había traído desde la clínica y restauraba mi maquillaje, ideé un sencillo y maquiavélico plan. Supe que había llegado la hora de infringir la ley. Era el momento de dejar emerger a mi malhechora interior y ser ilegal por una vez.

«Y lo haré por ti, mi querido Christopher. Está vez seré yo quién te salve».

Ilegalmente vuestra,
Pamela

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Aliados imprevistos

jueves, mayo 8


Queridos amigos virtuales,

La mirada de Carla, penetrante como la de una tigresa a punto de saltar sobre su víctima, dejó de atravesarme cuando habló su jefe. Si la secretaria me delataba, tendría que enfrentarme a una conversación con Michael para la que no estaba en absoluto preparada. Para estarlo, primero tendría que meditar acerca de todo lo ocurrido en aquel despacho, sopesar las posibilidades.

– ¿Ocurre algo Carla? –preguntó Michael.

Carla no respondió. Se quedó callada, pensativa. ¡Su silencio estaba desquiciándome! Tanto era así que a punto estuve de gritar yo misma que estaba debajo de la mesa para acabar con aquel suplicio interminable.

– ¿Carla? –insistió Michael.
– Sí –contestó ella, dando fin de una vez a aquella insoportable sensación de apremio había estado a punto de asfixiarme–, ¿puedo saber por qué la buscan?
– ¿A Pamela?
– Ahá.
– Iba a ir a comer con mis amigos y queríamos invitarla a venir –sugirió Michael. Un sonido me indicó que los hermanos acababan de subir al ascensor.
– Ahora volvemos –dijo Samantha.
– De acuerdo –respondió Michael.
– ¿Desea que la localice? –Carla clavó en mí sus ojos de miel, haciéndome sentir que tendría que pagar un precio por su colaboración.
– No importa. La llamaré luego.
– Muy bien. Entonces si no me necesita me marcho a comer.
– Puede irse. Gracias.

Al marcharse Michael, suspiré, aliviada. Salí gateando de debajo de la mesa y me alisé el vestido, como si con ello pudiera recomponer la poca dignidad que me quedaba frente a la secretaria. La miré con la dureza que me confería el orgullo resquebrajado, pero después rectifiqué, sumisa.

– Muchas gracias por no delatarme –agradecí.
– No ha sido nada. Qué sería de nosotras si no nos ayudásemos, ¿verdad? –añadió amablemente–. ¿Puedo hacer algo más por ti? –Carla nunca antes me había tuteado, lo que me hizo pensar que jamás me volvería a ver igual tras la escena que acababa de presenciar. El trato deferente que acostumbraba a ofrecerme se había perdido con su respeto.
– Pues verás... –titubeé, avergonzada por formular una petición–. Si fueras tan amable de pedirme una limusina.
– Creo que esta vez será mejor un taxi, es más rápido –sentenció, acompañando sus palabras con un ligero guiño. Su amabilidad me resultaba turbadora.
– Si así lo crees... –Lo cierto era que no estaba en posición de exigir.
– Llegará enseguida –dijo al colgar el teléfono–. Ven conmigo por favor, acompáñame.

Una vez hubo cogido su abrigo y su bolso, la seguí cojeando hasta el ascensor. Ya dentro, me quité el otro zapato, lo metí en el bolso y bajé la cabeza. Sin embargo no pude evitar mirar de reojo a través del espejo. Carla observaba el techo con una sonrisa de pendiente a pendiente. ¡Qué bochorno, queridos, y encima me había dejado la pamela en el despacho de Michael! ¡Nada podía ir peor!

Llegamos a la planta baja, donde posiblemente me estarían esperando James y Samantha. Me estaba preparando para el destructor embiste psicológico que supondría atravesar la salida descalza cual pordiosera, sin pamela ni zapatos, cuando Carla me guió a través de un pasillo que no recordaba haber recorrido antes.

– Vamos a salir por el otro lado –anunció, respondiendo a mis pensamientos–. Es la otra salida, ya sabes.
– ¿La otra salida? ¿Quieres decir que hay una salida secreta? –pregunté, confusa a la par que satisfecha. Mi espía interior erizó el cuello.
– Yo no diría secreta, es más bien discreta –me corrigió Carla.
– Perdona mi indiscreción pero... ¿puedo preguntar para qué sirve?
– ¿No lo sabes? –me preguntó, extrañada.
– ¿Debería?
– Pensé que siendo amiga de Michael... Hay ocasiones en la que algunos clientes no quieren ser vistos entrando o saliendo de la clínica.
– Oh, comprendo. –De modo que usaban aquella salida para que nadie supiera que estaban recibiendo tratamientos de cirugía estética, pensé. De pronto mis engranajes neuronales se pusieron en marcha–. ¿Y puede alguien averiguar quién ha utilizado este sistema?
– No debes preocuparte, sólo algunos empleados lo conocemos. Ahora mismo soy la única que sabe que vas a salir por aquí.
– Entonces, si estuviera, digamos, pensando en hacerme algún retoque sin importancia, nada del otro mundo, ¿nadie podría enterarse de ninguna forma?
– Sólo tu médico y algunos empleados de la clínica –contestó. Las respuestas de Carla eran precisas, seguramente habría respondido aquellas preguntas cientos de veces, aunque no lo pareciera–, y aquellas personas con acceso a tu historial. Además, los transportes que utilizamos de ser necesarios son de confianza.
– ¿Y qué les impide a los empleados, por ejemplo, utilizar esa información?
– Revelar información confidencial supone el despido inmediato, sin mencionar el hecho de que ninguna clínica de este país contrataría al empleado en cuestión. La discreción es una cualidad indispensable en este trabajo.
– Interesante –afirmé.
– ¿Estás pensando en pasar por quirófano? –Carla se detuvo y me miró. Aquella pregunta era del todo improcedente y no tardó en darse cuenta–. Oh, lo siento –se disculpó, nerviosa, antes de seguir avanzando por el pasillo–, no sé qué me ha pasado. No volverá a suceder.
– No tiene importancia. –La cogí del brazo para tranquilizarla–. Después de esconderme debajo de tu mesa, querida, no creo que sea demasiado preguntar –reí. Ella se rió conmigo, más calmada.
– Hemos llegado –sentenció.

Carla intercambió unas palabras con un caballero que surgió de la nada y abrió una puerta que daba acceso a una elegante sala de estar. Me sentí como una importante agente secreto a la que mis secuaces estaban ayudando a escapar. Atravesamos otra puerta y nos hallamos en una estancia menos iluminada, de alguna forma similar a un garaje. Allí un coche esperaba, delante de un cortinaje, a punto para partir. Me despedí de Carla tras numerosas muestras de agradecimiento y subí al auto. La cortina ya se estaba abriendo cuando mi teléfono móvil se puso a tararear.

– ¿Sí? –respondí con un susurro, imaginando que oídos indiscretos podían estar acechando desde las sombras.
– Pamela –dijo la voz de Christopher–, ¿estás ahí?
– Querido, ¿desde dónde llamas? No aparece tu número en pantalla.
– Pamela, estoy en comisaría. Me han detenido.

Presuntamente vuestra,
Pamela

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La huida de Cenicienta

miércoles, mayo 7


Queridos amigos virtuales,

El vacío inundó mi mente en el momento en el que James señalaba a Samantha. Era un vacío lleno de locura y animadversión envuelto en una crisálida de peligro inminente.

¿Su hermana? ¿Samantha era hermana de James? ¿Tal vez había viajado a otra dimensión sin darme cuenta y estaba viviendo un mal sueño? ¿Acaso todo aquello era producto de una enajenación transitoria que había abordado mi mente de súbito y a traición?

Aquellos segundos se me hicieron eternos. Nadie decía nada, tan sólo nos quedamos absortos mirándonos unos a otros. Hasta que mi amazona interior tomó de nuevo las riendas de mi ser y, con una fuerza inesperada, empujó a James dentro del despacho de Michael. Mi mente estaba concentrada en una única tarea: escapar de allí a cualquier precio. Así que, antes de ver dónde aterrizaba James, cerré de un portazo. Examiné la recepción desesperada, buscando un escondite donde los monstruos no pudieran encontrarme. Se me ocurrió esconderme en el tocador, pero seguro que era el primer lugar en el que buscarían. Después pensé en ocultarme tras la palmera que adornaba la recepción, mas me obligué a reconocer que no estaba tan delgada como para que aquel tronco ocultara mi sinuosa figura. Entonces me di cuenta de que la secretaria de Michael no se encontraba en su puesto de trabajo.

Antes de que mi corazón latiese de nuevo, me lancé a la carrera en dirección a su mesa y, con un movimiento digno de las más aguerridas espías, me deslicé por el suelo aprovechando el impulso. Desaparecí bajo el mueble justo cuando se abría la puerta del despacho de Michael. Escuché unos pasos rápidos. Alarmada, me percaté de que uno de mis pies estaba descalzo. Me asomé desde debajo del escritorio y comprobé con horror que mi zapato de tacón había ido a parar a unos metros de distancia, delante del ascensor. ¡No podría alcanzarlo sin que me vieran! Lo di por perdido, adivinando la desagradable sensación que debió recorrer las venas de Cenicienta cuando perdió su zapato de cristal en su huida hacia el carruaje. Yo debía hacer lo mismo, huir a mi limusina, pero una desagradable desazón me trepó por los brazos al darme cuenta de que mi carruaje carecía de cochero. Era James, el mismo James del que ahora estaba huyendo, quién lo había conducido para traerme hasta allí.

No voy a negarlo, queridos, cuando pude pensar con claridad me percaté de que aquello era totalmente impropio de una dama. ¡Yo, Pamela Débora Serena Von Mismarch Stropenhauen, debajo de la mesa de una secretaria! Si unos días antes me hubieran augurado algo parecido me hubiera reído escandalosamente ante semejante disparate. No obstante, ahora, allí agazapada, todo cuanto podía pensar era en que no podía ser verdad que James y Samantha fueran hermanos.

Hermanos... ¿cómo era posible? Un destello de lucidez partió en dos mi cerebelo, obligándome a mirar la seda que el destino había tejido para mí. Un anillo. Un admirador secreto que había resultado ser una despiadada mujer. Una tienda de antigüedades en la capital de la República Checa. Un marchante de arte. Hermanos. Sí, todo empezaba a encajar. La rueda del infortunio empezaba a mostrar sus afilados dientes y yo era la presa en la que se disponía a clavarlos.

Los pies de James, cubiertos por su magnífico calzado italiano, se detuvieron ante mi zapato abandonado y mis cavilaciones se esfumaron de inmediato. Contuve la respiración. Lo recogió y se quedó allí parado, probablemente meditando acerca de mi paradero.

– ¿Dónde está? –preguntó la voz de Samantha.
– No lo sé –contestó la voz de James–. Habrá cogido el ascensor.
– Miraré en el servicio –apuntó Michael mientras sus pasos se perdían en el pasillo. Se produjo un breve silencio.
– ¿Se puede saber qué haces aquí? –espetó Samantha, muy irritada–. ¿Tú no estabas en Praga?
– Veo que te alegras de verme, ¿eh, hermanita? –ironizó James–. Como ves, he vuelto antes de lo previsto.
– ¿De qué la conoces? –inquirió Samantha.
– ¿A quién?
– A quién va a ser, a Pamela.
– ¡Ah! –exclamó James con despreocupación–. Nos conocimos en Praga. ¿Por qué lo preguntas?
– No es de tu incumbencia. Tú únicamente preocúpate de mantenerte lejos de ella, por favor.
– ¿Y si no? –respondió él, jovial como de costumbre. Estaba claro que disfrutaba traspasando los límites, y cuanto más firmes fueran éstos mejor.
– Déjala en paz, Giovanni. Te lo advierto.
– ¿O qué, Sammy? –enfatizó James.
– Me llamo Samantha –le amenazó ella. La frialdad de su voz heló el ambiente.
– Entonces recuerda llamarme por mi nombre. Es Valentino. No lo olvides –apuntó él, distraído, forzándome a darme cuenta por primera vez de que James no era su nombre.
– Es mía –añadió Samantha con desprecio–. No te acerques a ella. No olvides tú eso.

Al escuchar el tono con que Samantha dijo aquellas palabras, un oscuro escalofrío me mordió el talón del pie descalzo. No tuve que hacer ningún esfuerzo para mantenerme en silencio, muy quieta, porque lo cierto era que estaba muy asustada. ¿Qué era lo que querían de mí? ¿Acaso mi ser era objeto de una conspiración? ¿Formarían todos ellos parte de ella, incluso Michael? ¡Estaba rodeada de monstruos!

– ¿Acaso crees que puedes darme órdenes? –rió James–. Todavía soy tu hermano mayor.
– Hermanastro, si mal no recuerdo.
– En efecto, tu hermanastro mayor.
– En el servicio no está –afirmó Michael mientras regresaba, interrumpiendo la conversación de los hermanos. El sonido de sus pasos me resultó extraño, aunque no supe decir por qué–. ¿La habéis encontrado?
– Debe estar en la limusina. No creo que haya ido muy lejos sin esto –concluyó James, refiriéndose con toda seguridad a mi estiloso zapato de diseño–. Iré a buscarla.
– Espera, voy contigo –se apresuró a añadir Samantha.
– Carla, ¿por casualidad no habrás visto a Pamela? –preguntó Michael. Entendí por qué sus pasos me habían extrañado, su secretaría había regresado con él.
– No, no la he visto –negó la secretaria mientras se sentaba en su silla y yo me agazapaba–. ¿Va todo bien?
– Sí, sí. No pasa nada –aclaró Michael.

Cuando sus pies se me acercaron, me arrimé al fondo de la mesa hasta desear fundirme con la madera. Los zapatos de Carla me rozaban el estómago. Eran elegantes a la par que sobrios, un modelo de la última colección de Prada, y hacían juego con el resto de su indumentaria. Aguanté la respiración, contrayendo el abdomen todo lo que pude, y un calor de mil diablos me recorrió de golpe cuando chocaron contra mí.

– ¡¿Pero qué?! –exclamó Carla al mirar debajo de la mesa.

Le imploré con gestos que no me delatara, llevándome el dedo a la boca en señal de silencio una y otra vez hasta resultar lastimera. Carla y yo nunca habíamos intimado demasiado, pero apelé a la compasión que esperaba que hubiera en su corazón para que guardase silencio. Me prometí a mí misma que me esforzaría en hacerle la vida más agradable en el futuro. Tras analizar rápidamente la situación, Carla frunció el entrecejo. Su mirada me hizo estremecer.

Temblorosamente vuestra,
Pamela

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Multimedia: besos

martes, mayo 6


Queridos amigos virtuales,

Ah, el beso... Puede que sea el encuentro fugaz de dos almas por un breve lapso de tiempo, o quizá sea sólo el contacto de unos labios que chocan contra otros. El beso de un amante puede estar lleno de significado y sembrado de sorprendentes matices que brotan de los recovecos más sombríos del corazón, encendiendo anhelos secretos que una no sabía que llevaba dentro y que una vez en llamas son imposibles de ignorar. Puede estar tan vacío como un cielo sin estrellas, produciéndote la más absoluta indiferencia. Puede inspirar el rechazo más profundo y la aversión más violenta, obligándonos a huir de su artífice.




Hay besos llenos de ternura, dulces como una cascada de azahar. Otros explosionan violentamente liberando un infierno de llamas que se alimenta de la tensión nacida entre dos espíritus en conflicto. Hay besos fríos, escarchados de dudas. Besos rojos fruto de arrebatos de pasión. Besos que contienen un cóctel de sensaciones tan poderosas que nos zarandean por dentro y nos confunden la mente. El beso es una extensión del sentimiento, una esquirla de la materia más preciada de nuestro corazón.

Siempre vuestra,
Pamela

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Tres gritos

lunes, mayo 5


Queridos amigos virtuales,

Mientras esperaba en la limusina a que Christopher regresara del hotel, pensé en cómo podía averiguar qué hacía aquel símbolo nazi en el colgante de mi madre. Evidentemente, le preguntaría a Ambrosio al respecto la próxima vez que le visitara en la Toscana, pero no podía contar con él para que me diera una información fiable, ya que con el paso de los meses su Alzheimer había ido a peor y muchas veces ni siquiera me reconocía. Pensé en preguntarle a mi tía Serena, pero los vellos de todo mi cuerpo se alzaron al unísono en señal de protesta, motivo por el que quedó descartado. A pesar de lo aterrador que se me antojaba, sólo podía hacer una cosa: volver a someterme con Linus a una nueva sesión de hipnosis.

– ¿Dónde? –dijo Christopher tras cerrar la puerta de la limusina.
– Oh, ¿ya estás aquí? Pues vamos a la clínica de Michael, quiero pasar a saludarle. ¿Por qué cierras las puertas? –pregunté al ver que los seguros descendían–. ¿Christopher?

Fue entonces cuando la piel se me heló, al mirar por la ventanilla y ver a Christopher corriendo hacia la limusina. Entonces, ¿quién estaba arrancando? Por la cabeza se me pasó una sucesión de villanos que querrían secuestrarme para pedir un cuantioso rescate, y el corazón se me encogió hasta casi desaparecer. El fantasma de Alfred se sentó a mi lado con una sonrisa siniestra. Grité tan fuerte que los cristales tintados estuvieron a punto de estallar.

– ¡No grite! –vociferó la voz del conductor mientras bajaba el cristal separador–. ¡Soy yo!
– ¡¿James?!
– El mismo –sonrió.
– ¿Es que ha perdido la cabeza? –inquirí con el rencor paseándose a sus anchas por las ondulaciones de mi voz.
– ¿Por qué lo dice?
– A parte de que casi me mata del susto, ¡esto es un secuestro!
– ¿Un secuestro? –preguntó con ironía, y se echó a reír.
– ¿Le hace gracia? No se reirá tanto cuando vaya a la policía.
– ¿Lo ha olvidado? Qué mala memoria tiene para algunas cosas, Pamela. Me debe una mañana, ¿recuerda? Esto no es un secuestro, es la cancelación de una deuda.
– ¿Deberle yo? Usted está loco.
– Fue un contrato verbal. Me lo prometió para que le devolviera la carta de su locuaz enamorado. ¿Václav se llamaba? Sí, el novio de aquella mujer que, si no recuerdo mal, la amenazó de muerte.
– Dé la vuelta y vuelva al hotel –sentencié con un fogonazo de ira ardiéndome en las pupilas–. No quiero verle la cara ni un minuto más.
– Ni hablar. ¿La dirección de la clínica de Michael?
– No pienso decírsela.
– Está bien, entonces la llevaré donde yo quiera –indicó. No respondí–. Ah, y permítame aconsejarle que despida a su chofer, ha sido una imprudencia dejarla sola con la puerta abierta. No, no es necesario que me lo agradezca.
– Cállese, es usted odioso –ordené mientras cogía el móvil, que acababa de empezar a sonar. Era Christopher–. Querido. Sí, sí, tranquilízate. ¡¿Qué?! No, detente ahora mismo y deja de hablar por el móvil mientras conduces, ¿es que quieres matarte? No, no te preocupes, estoy bien. Ha sido un amigo que quería gastarme una broma. Sí, lo sé, es increíble, es que no tiene muy refinado el sentido del humor. Él cree que tiene gracia, ¿sabes? No, querido, no es culpa suya, es que las ideas se le dispersan con tanto espacio en la cabeza –ironicé mientras veía a través del espejo retrovisor cómo James arqueaba una ceja–. Tú regresa y devuelve ahora mismo esa motocicleta. Está bien. Sí, lo siento mucho. Hasta luego, querido. Y llámame en cuanto estés en el hotel.
– ¿Insinúa que tengo la cabeza grande? –apuntó James con aire ofendido.
– Ni me dirija la palabra, es usted un inconsciente –afirmé enfadada mientras cruzaba los brazos y me ponía a mirar por la ventanilla.
– Vamos, no me negará que ha tenido su gracia.
– Podía haber provocado un accidente, ¿sabe? Por su culpa mi chofer ha creído que me estaban secuestrando y ha robado una motocicleta para seguirnos.
– ¿Qué? –James se puso a reír–. ¡Su chofer es un héroe!
– Además de mi chofer y mi guardaespaldas es mi amigo, así que no se le ocurra reírse de él, ¿me oye?
– Está bien, pero dígame la dirección de la clínica de ese tal Michael.
– No va a dejarme en paz hasta que consiga lo que quiere, ¿verdad?
– En efecto.
– Se la diré con una condición, que me prometa que después de hoy desaparecerá de mi vida para siempre. Ya he tenido bastante de su sentido del humor.
– Lo siento. No puedo prometerle eso.
– ¿Cómo que no?
– Es usted demasiado bella. Y siempre es mucho tiempo.
– Oh –me sonrojé y no supe qué decir.
– ¿La dirección?

Me di por vencida y le di la dirección, aunque no le dirigí la palabra en todo el trayecto por más que lo intentó. James merecía ser castigado y no me quedaba más remedio que convertirme en la mano de la justicia. Seguro que era de los que siempre conseguían lo que querían y necesitaba ser reeducado con urgencia. Sin embargo, en el ascensor de la clínica de Michael se hizo tan insoportable que rompí el voto de silencio.

– ¿Quiere hacer el favor de callarse? ¿No ve que molesta a la gente? Estamos en un ascensor –le recriminé sin darme la vuelta.
– Oh, ¿ya ha recuperado la voz? Delicioso. Por un momento pensé que tendría que pedirle a su amigo una laringología de urgencia –opinó James, poniéndome las manos en los hombros. Se las aparté inmediatamente. Sin embargo, allí dónde me había tocado la piel me ardía. Nunca había sentido nada parecido.
– Mi amigo no hace laringologías.
– Ah, ¿y qué hace?
– Es cirujano plástico –respondí.
– Interesante.
– ¿Y usted a qué se dedica? –pregunté–. Si puede saberse.
– Dicen que soy marchante de arte, aunque a veces dicen que soy editor, y algunas incluso han llegado a tomarme por intérprete –afirmó, risueño.
– ¿Se está riendo de mí?
– ¿Es su novio?
– ¿Quién?
– Michael.
– ¡¿Qué?! –Me di la vuelta para mirarle, pero James contemplaba el techo del ascensor, así que volví a darle la espalda y gruñí–: Por supuesto que no.
– Ah, su novio es el guardaespaldas –concluyó. Las tres personas que había con nosotros me miraban con atención.
– Esta conversación ha terminado –rezongué, rasgando las palabras entre los dientes.

En cuanto se abrió la puerta del ascensor salí disparada hacia la consulta de Michael. James me seguía de cerca. Enfadada como estaba, ni pregunté a su secretaria si Michael estaba ocupado, fui directamente a la puerta y abrí. Craso error, queridos. ¿Pero cómo iba yo a imaginar el horror que estaba a punto de presenciar?

Michael estaba de espaldas a la puerta, sentado en el escritorio. Delante de él había una mujer que tenía la mano en su hombro en ademán de confianza. Entonces ella, sin previo aviso, se lanzó a besarle apasionadamente. Las pupilas se me licuaron en las venas, llenándolas de pétalos de rosas negras cuyos tallos crecieron hasta anudárseme en el corazón, clavándome cientos de espinas. Aunque el pelo le cubría la cara, supe quién era aquella mujer sin asomo de duda. Era la peor pesadilla del universo conocido, la maldición más diabólica jamás lanzada, el demonio más malévolo que existía en los infiernos. Era Samantha. Me vio, y en lugar de parar, besó a Michael con mayor fogosidad. Sus ojos negros me lanzaron otra vez ese cortante desafío.

Sin saber por qué, acepté el duelo y mi mente perdió el control, permitiendo a mi amazona interior tomar las riendas de mi cuerpo. Di media vuelta, agarré a James de la corbata y lo arrastré violentamente dentro de la habitación. Le cogí por sorpresa, así que no pudo hacer nada a pesar de su corpulencia. Después le empujé contra el marco de la puerta y estiré con todas mis fuerzas del nudo de la corbata, hasta que nuestros labios colisionaron como galeones que se estrellan antes de una batalla. Cuando reaccionó, James me correspondió con urgencia, imprimiéndome una pasión abrasadora que me hizo olvidar a Samantha y a Michael. Ya no importaban. Mi pamela cayó hacia atrás y tampoco importó. Nuestros labios lucharon por devorarse mutuamente con un ímpetu feroz, más propio de animales que de seres humanos. Era como tener la boca llena de un fuego líquido. Los brazos de James se cerraron a mi alrededor y me sentí desaparecer en su espalda protectora. Su perfume me embriagó y perdí totalmente la noción del tiempo y del espacio. Mi recogido se deshizo bajo sus grandes manos, que me recorrieron desde la nuca hasta la base de la espalda.

Pero entonces, tres gritos hicieron que todo terminara.

– ¡Giovanni! –gritó Samantha.
– ¡Pamela! –gritó Michael.
– ¡Samantha! –gritó James.

Yo no grité. Estaba tan desvanecida por aquel beso, que no supe qué estaba pasando. Sólo podía pensar en que era el beso más espectacular que había recibido jamás. Los labios todavía me ardían y la mente me daba vueltas.

– ¿Qué pasa? –pregunté a James cuando conseguí articular palabra.
– Esa mujer –murmuró, y me miró con cara de extrañeza mientras señalaba a Samantha con el dedo–, es... mi hermana.

Infinitamente vuestra, y desencajada
Pamela

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