Cheque al portador

martes, mayo 13


Queridos amigos virtuales,

Muy a mi pesar y por alguna razón que no alcanzaba a comprender, me sentí empujada a abandonar mi ordinario aperitivo y salir por la puerta en pos de aquella motorista. Estaba atravesando la calle corriendo, concentrada en alcanzarla antes de que llegase a comisaría, cuando un coche que no vi llegar se abalanzó sobre mí. Noté cómo mis párpados se abrían sin mesura a la vez que mis pupilas se contraían hasta casi desaparecer. El tiempo se detuvo, paralizado ante el choque inminente.

En ese segundo infinito tuve una visión de mí misma. Estaba sentada en un jardín, rodeada de rosas cuyo aroma me saturaba el olfato, con una sonrisa débil y falsa enmarcada en los labios, la cara angustiosamente maquillada y el pelo mal peinado. Sí, una visión de lo más horripilante, queridos. Una mujer vestida de blanco parloteaba detrás de mí con un tono condescendiente que intentaba ser amable, pero que lo único que conseguía era irritarme. En realidad no le hacía caso, sólo sonreía para que creyera que la escuchaba. El jardín era precioso, aunque, contrariamente a lo que se podría pensar, a mí me desagradaba como para no querer volverlo a visitar jamás. Noté que la silla se movía porque lo que hacíamos era dar un paseo y, espeluznada, me di cuenta de que estaba postrada en una silla de ruedas.

Al volver a la realidad mis neuronas debieron comunicarse entre sí a la velocidad de la luz para provocar que mis piernas dieran un ridículo saltito hacia atrás. Fue pequeño, de tan sólo unos centímetros, pero suficiente para que el coche pasara rozándome la gabardina sin llegar a tocarme. El sonido del claxon se difuminó conforme el coche se alejaba. Llegué a la otra acera sana y salva y me quedé quieta un momento con la mente en blanco, respirando con una calma inusual para haber estado a punto de morir atropellada. Estaba muy tranquila, demasiado tranquila, y descubrí, con cierta curiosidad científica, que me daba absolutamente igual.

La motorista venía hacia mí porque debía haber escuchado el bocinazo. Orlov me observaba con expresión burlona mientras se acomodaba en la acera. Entonces tuve una repentina idea que me hizo abrir el bolso, sacar la rosa que llevaba en él y acunarla con cuidado en mi escote.

Como seguramente ya sabréis, queridos, en realidad esa rosa era un sofisticado artículo de espionaje que resultaba de inestimable ayuda si se usaba en el momento adecuado. Por supuesto, no la llevaba de casualidad, sino que la había cogido de mi habitación antes de volver a comisaría por si la necesitaba. De hecho, si no la hubiera llevado encima me hubiese resultado del todo imposible reproducir la conversación que expongo para vuestro deleite a continuación.

– Ey, ¿qu’ estás bien? –me preguntó la chica, con insólito acento. Su estrambótico peinado me dejó absorta, intentando comprender si alguien podía hacerse semejante descalabro por propia voluntad. Además, llevaba la cara llena de piercings, lo cual era aterrador–. ¿Es que t’ has quedao sorda?
– Eh... sí –respondí cuando la mala educación del tono y la pregunta me hicieron reaccionar–. Quiero decir que sí estoy bien, no que esté sorda.
– ¡Buah, nen, casi te chafan, tía! –exclamó la chica. Por su forma de hablar parecía que estuviera comiendo, por lo menos, cuatro chicles a la vez–. Qu’ acojone, ¿no?
– ¿Perdón? Es que no te he entendido.
– Qu’ ha sío brutal. Si no t’ apartas te pilla fijo –añadió gesticulando exageradamente con los brazos. No dije nada porque no sabía qué contestar, así que me quedé mirando su boca para ver si leyendo los labios conseguía entenderla–. Tía, tú estás en sock o algo asín raro.
– No, ¿en shock?, claro que no. Estoy bien, querida. Es sólo que no te entiendo bien –dije. La motorista me miró de arriba abajo.
– Ah, joé, si eres una pija.
– ¿Perdón?
– Gente ’e pasta gansa, ya sabes, de tener billetes a manta y tó eso.
– ¿Cómo? Creo que vamos a necesitar un traductor –concluí para mí, suspirando en voz baja y acordándome del día que conocí al odioso James. Todo esto era por su culpa, pensé, cuando vi que Orlov husmeaba los bajos del pantalón de la chica, como si sospechara que algo no iba bien–. Por favor, ¿podrías responderme a una pregunta? Si eres tan amable, claro.
– Dispara.
– ¿Vas a comisaría?
– Y a ti qué t’ importa. ¿Pa’ qué quieres saberlo? –bufó con suspicacia, alzando los hombros.
– Verás. No pretendo ser entrometida –aseguré, ignorando sus malos modales–, pero quizá seas la persona que ando buscando.
– Ah, ¿sí? Y eso por qué.
– Sí –afirmé mirando a Orlov. Sus hipnóticos ojos no se apartaban de los míos, como si intentara decirme algo–. ¿Por casualidad te han sustraído la motocicleta esta mañana?
– ¿Mi motaza? –gruñó señalando con la barbilla su zarrapastroso vehículo–. Y si es asín, ¿tú como lo sabes?
– Porque quién te la cogió prestada es mi guardaespaldas.
– Ostia puta, claro, tu guardaespaldas, cómo no se m’ ha ocurrío antes –se rió.
– ¿Te importaría no usar ese vocabulario? Me hace sentir bastante importunada.
– ¿Qué hablas? ¡Ah, pero lo dices en serio! ¡Qué fuerte, nen! Cuando se lo cuente a los colegas no se lo van a creer. Su guardaespaldas, dice, la ostia. O sea qu’ eres pija, pero de las bien pijas –aseveró. Orlov se puso a gruñir.
– ¿Entonces eres tú o no? No estoy para perder el tiempo –atajé con sequedad.
– Tranquilita, ¿eh? Sí, parece ser que puedo ser yo.
– Entonces me gustaría aclarar el malentendido y acabar con esto cuanto antes, si no te importa. Christopher no pretendía sustraerte el vehículo. Un amigo mío se llevó mi limusina conmigo dentro para gastarme una broma y él pensó que me estaban secuestrando, y por eso lo tomó prestado, para rescatarme.
– ¿Cristofer? En serio, ¡esto es la repera! –carcajeó–. No se lo van a creer.
– ¿Y bien, retirarás la denuncia?
– Qué dices. No voy a quitar ná, que me robó la motaza y eso está mu feo y mu mal.
– Pero... si no te estaba robando. Ya te lo he dicho –balbuceé. No entendía por qué la chica no lo veía.
– Si robas, pagas. Esto va asín, señora pija.
– ¡Oh, qué insolente! –exclamé, ofendidísima–. Cómo te atreves a llamarme señora.

La chica se echó a reír a carcajadas. Mientras tanto, los ojos de Orlov parecían instigarme a hacer alguna cosa. Le puse atención, concentrándome, y entonces tuve la impresión de entender algo. Era como si me dijera: «Sabes lo que hay que hacer. Hazlo». Acto seguido saqué la chequera y mi estilográfica del bolso.

– ¿Con tres ceros será suficiente? –pregunté mientras escribía una cifra con rapidez. La chica dejó de reírse al instante. Arranqué el cheque y lo extendí para que lo viera–. ¿Ves?, al portador. –Al verlo, abrió los ojos como lunas llenas. Después añadí con malicia–: Respira, querida, no vayas a asfixiarte.
– ¿Va en serio? ¡Joder, tía!
– Completamente. Será tuyo en cuanto retires la denuncia.

No dijo nada más. Salió disparada hacia comisaría y, cuando salió, prácticamente me arrancó el cheque de las manos como una mendiga.

Perversamente vuestra,
Pamela

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Diamantes... 2

  1. Escrito por Anonymous Mutación ilustrativa

    sábado, agosto 22, 2009 12:04:00 a. m.

    Joé la tía, esa iba de guays, sabéh? Yo, Pamela, t'acía un apaño entre pienna i pienna kibah a flipá.

    Siempre tuyo :D

     
  1. Escrito por Anonymous Pamela

    lunes, agosto 24, 2009 10:26:00 a. m.

    Querido Ilustrativo,

    No puedo más que escandalizarme ante el calibre de semejante vulgaridad. Oh! Deberías ser más caballeroso en adelante.

    Nunca tuya,
    Pamela

     

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