Un chófer imprevisto

lunes, mayo 14


Queridos amigos virtuales,

Nada grave. Gracias al cielo, Samantha estaba bien. Según los médicos había tenido mucha suerte. Tan sólo tenía contusiones y magulladuras, y una luxación por la que tendría que llevar el brazo algún tiempo en cabestrillo, sin mencionar la cicatriz que tristemente le quedaría en la cara y que me recordaría cada día la deuda moral que tenía con ella por mucho que me perdonase.

Esta línea de pensamiento trabaza un tirabuzón en mi mente mientras mis zapatos me llevaban a través de las puertas de mi hotel para visitar de nuevo a Samantha en el hospital. Estaba esperando a Christopher, que según acababa de decirme no tardaría en llegar, cuando un Porsche gris metalizado se detuvo delante de mí. No podía ver nada a través de sus cristales tintados, y de repente la imagen de Alfred atravesó mi mente como un rayo haciendo que me tambalease sobre la altura de mis tacones de aguja y a punto estuviera de caer. Aún así, no pude evitar que un haz de emoción recorriera mis pestañas ante la posibilidad de que un masculino desconocido me hubiera visto y, sin poder eludir la tentación de detenerse frente a mí, estuviera observándome desde el misterioso vehículo.

La puerta se abrió, y un apuesto caballero de mirada penetrante y serena, vestido con un precioso traje de color gris, me invitó a subir con la promesa de llevarme al lugar dónde me dirigía. El corazón volvió a latirme con normalidad al ver que se trataba de mi querido Linus, mi psicoanalista. Dudé un instante si hacía bien en subir al coche, o si por el contrario debía esperar a que llegase mi buen Christopher, pero la duda duró lo que tarda en fluir un suspiro entre los labios, y al cabo de unos momentos me encontraba de camino al hospital con Linus conduciendo a mi lado.

Había venido a verme porque hacía ya un tiempo que no habíamos tenido ninguna sesión, y quería saber cómo estaba. Lo cierto es que nuestra relación había empezado estrictamente como doctor y paciente, pero desde hacía un tiempo atrás se había convertido en algo un poco más personal, y ello me congratulaba, debo reconocerlo, porque Linus era un hombre de lo más interesante, aunque muy reservado.

Cuando le conté lo de Samantha, se quedó estupefacto y su tez se tornó cenicienta hasta que supo que el accidente no había sido grave. Linus tenía el poder de atravesarte con su mirada hasta llegarte al corazón y averiguar sin necesidad de palabras lo que sentías, así que enseguida supo que el demonio de la culpabilidad me estaba asediando para devorarme y quiso que tuviéramos una cita en su despacho para hablar sobre ello. Le dije que en tal caso ya le llamaría, pero no aceptó una negativa por respuesta, así que finalmente me vi obligada a asumir que pronto tendría que volver a ver su armónico rostro y su exquisito gusto en el vestir.

Linus me abrió la puerta del coche y nos despedimos. Cuando estaba a punto de atravesar las puertas del hospital me di la vuelta para decirle adiós una última vez y algo me deslumbró entonces. Era su colgante, que estaba en el ángulo perfecto para reflejar sobre mis pupilas la luz del sol, el mismo colgante que lucía en su cuello Samantha. El Uróboros, símbolo del eterno retorno.

Siempre vuestra,
Pamela

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El perdón

jueves, mayo 10


Queridos amigos virtuales,

Estaba aturdida y compungida. Frente a la puerta, con el pomo entre mis gráciles dedos, no conseguía atreverme a entrar. Los duendes de la culpabilidad bailaban con violencia sobre el ala de mi pamela clavándomela en la cabeza para que no pudiera ver con claridad. ¿Había sido accidente o negligencia?, ¿era inocente o culpable? En realidad, esto había ocurrido porque yo distraje a Christopher aunque fuera sin pretenderlo.

Rogué a Christian Dior que me diera el valor que necesitaba y en ese momento sentí que una corriente de fuerza ascendía por mi cuerpo. Giré el pomo y entré. Ella estaba en la cama, con algunos tubos saliendo desde los brazos hasta las botellas de suero o lo que fuera aquello que le estaban introduciendo vía intravenosa, como una araña descansando paciente en su tela. Parecía estar dormida, pero aún así conservaba su extraña aura de irresistible carisma.

Samantha. Qué curiosa era la vida y que giros tan inesperados trazaba en el aire, pues ahora me sentía en deuda con una mujer a la que cada vez que me había cruzado en el camino había detestado hasta límites insospechados. Siempre apareciendo en compañía de mis queridos amigos masculinos para atormentarme con sus armas de mujer y su radiante juventud. Le rocé el dorso de la mano con los dedos. Su piel era blanca como la nieve y suave como el hielo.

Samantha tenía una herida en la cara. Deseé que no le dejara cicatriz al curarse, pues le surcaba el rostro de arriba abajo en una media luna y estropearía su perfecto cutis y su belleza impoluta. No quería ni pensar en cómo se lo tomaría cuándo supiera que había sido por mi culpa.

—¿Pamela? —se había despertado y ahora me miraba con sus incisivos ojos negros. Había cansancio en su mirada.
—Hola. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —se desperezó lentamente—. Qué agradable sorpresa, ¿cómo es que estás aquí?
—Tuviste un accidente.
—Sí, lo sé. Me lo han dicho los médicos.
—¿Te han contado algo más?
—Sólo sé que un coche me atropelló. Estaba cruzando la calle para entrar en tu hotel y ya no recuerdo nada más.
—Samantha, verás, he venido porque... —las palabras se me trabaron en la garganta. Se me había quedado seca como el algodón desmaquillante.
—¿Estabas preocupada por mí?
—No. Quiero decir que sí, por supuesto, he estado todo el tiempo en la sala de espera hasta que me han dejado pasar. Pero no es eso lo que quería decir.
—¿Que has estado en la sala de espera? —Samantha abrió los ojos como platos, llena de sorpresa—. ¿Pero cómo te has enterado tan rápido de que estaba aquí?
—Escúchame —noté que los ojos se me humedecían y sabía que pronto el rimel recorrería mi rostro como un río de densa oscuridad—. Lo sabía porque... fue mi limusina la que te atropelló.
—¿Qué? —la cara de Samantha se había quedado como la de una estatua de mármol, totalmente inexpresiva. Me eché a llorar.
—Lo siento, fue culpa mía, distraje a Christopher sin darme cuenta y se saltó el semáforo. Perdóname, por favor, nunca quisimos hacerte daño. Nunca...
—Shhh... —Samantha me hizo callar poniéndome el dedo sobre los labios y con un gesto cariñoso me colocó el pelo detrás de la oreja—. No pasa nada, tranquila. No fue culpa tuya, ¿entiendes? Fue un accidente, eso es todo. Las cosas ocurren —su voz tenía un tono hipnótico que derrochaba compasión y comprensión.

Yo no podía parar de llorar cada vez más y más, como una fuente de colirio en la que cada gota era una perla llena de emociones tan intensas como la luz de las estrellas. Notaba que los labios me temblaban y que los párpados me ardían, mi pecho se convulsionaba arriba y abajo espasmódicamente. Me sentía como una niña pequeña frente a su madre, que la liberaba de la culpa que sentía por haber hecho algo malo. Y lo cierto es que el corazón se me llenó de una gratitud infinita hacia Samantha, necesitaba su perdón y me lo estaba dando sin reservas ni rencores.

El perdón. Cómo puede algo tan etéreo ser tan valioso y necesario, como un diamante hecho de puro sentimiento.

Siempre vuestra,
Pamela

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Accidente de limusina

viernes, mayo 4


Queridos amigos virtuales,

Decididamente, no comprendo a los psicoanalistas. Linus no cesa en su empeño por evitar que indague nuevamente acerca del misterio de mi alcurnia, arguyendo que no estoy preparada psicológicamente para enfrentarme a mis demonios interiores, demonios que puede que lleven ahí desde mi infancia, esperando el momento en el que volver a emerger desde las tinieblas y el fuego para hacerme la vida totalmente insoportable. Y según él, si no estoy preparada para luchar contra mis demonios, mucho menos estaré preparada para enfrentarme a los demonios en que pueden transformarse mis figuras paternas si sigo indagando acerca de cuestiones que ni siquiera sé sobre qué versan.

Debo reconocer que las razones que argumentaban sus deseables labios, acompañados por su incisiva y persistente mirada, parecían de lo más convincentes, y si no fuera porque soy decididamente obstinada y pertinaz habría conseguido convencerme del todo. Aún así, había conseguido hacerme dudar, y eso era algo que no me gustaba en demasía.

Ofuscada por sus palabras, que formaban una espesa nebulosa bajo mi rubia cabellera, dirigí mis pasos hacia el salón de belleza para que me hicieran una sesión completa, con nuevo corte de pelo incluido, para liberarme de todo el estrés que rodeaba mis neuronas como un círculo de espinas. Sólo al ver la expresión del rostro de Christopher supe que mi nuevo look sería todo un éxito, pues era evidente que le había sorprendido y encantado simultáneamente. Hasta se permitió el lujo de sugerirme que no me pusiera la pamela porque si no mi peinado no luciría, cosa que me dejó absolutamente desconcertada.

¿Yo sin una pamela sobre la cabeza? Hacía tantos años que siempre llevaba esa prenda imprescindible conmigo, que sin ella me sentía completamente desnuda. Pero comprendí que por algún motivo debía dar este nuevo e importante paso, así que cuando Christopher arrancó intenté dejar la pamela sobre el asiento de la limusina, a mi lado. Sentí que un nuevo mundo de posibilidades se abría ante mí, pero minutos después un pánico silencioso atenazó mi corazón como una garra y la volví a colocar sobre mi cabeza.

Solía mirar a menudo la masculina nuca de Christopher cuando conducía incansable a través de las calles de Barcelona y, aunque nunca recibía una mirada de su parte a través del retrovisor ya que estaba concentrado en conducir, eso no hacía que dejara de mirarle. Pero esta vez su mirada de fuego me atravesó en más de una ocasión, y cada vez que lo hacía me decía con un gesto que me quitara la pamela. Yo me negaba, hasta que una de las veces fue tan persistente que cedí. Entonces algo ocurrió.

Estábamos ensimismados en nuestro mundo de comunicación gestual y yo me estaba retirando la pamela ante el regocijo de Christopher, cuando la limusina sufrió una violenta sacudida. En ese momento se me ocurrió que tal vez Christopher había estado sin mirar a la carretera más tiempo del que hubiera sido aconsejable, por mi causa, y sentí que el corazón me daba un vuelco.

Abrí la puerta y me abalancé sobre el asfalto con mis zapatos de tacón de aguja por delante, temblando. El tiempo se ralentizó hasta parecer que avanzaba a cámara lenta. Conforme sacaba mi cabeza del coche, la fui viendo. Primero sus pies cubiertos por unos relucientes zapatos de Prada, luego sus largas piernas que terminaban en un increíble Chanel color gris sombrío, y por último sus brazos y su cabeza cubierta por un ondulado pelo que se esparcía sobre el suelo como un agujero negro.

Corrí hacia ella para a ver si estaba bien, pero parecía estar inconsciente. Mientras pedía una ambulancia con mi móvil acertando las teclas como podía y sentía que el corazón estaba a punto de reventarme en el pecho, le retiré el pelo de la cara para ver su rostro. La sangre se me transformó en hielo seco. Habíamos atropellado ni más ni menos que a Samantha.

Absolutamente vuestra, y del todo preocupada
Pamela

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Multimedia: el chico martini en alta mar

jueves, mayo 3


Queridos amigos virtuales,

Con Alessandro ya recuperado de su esguince, me dispuse a acudir como siempre a la sala de fiestas de mi hotel con la glamourosa agenda preparada para atesorar los secretos de un nuevo cóctel. Pero muy a mi pesar y al vuestro —puedo sentirlo a través de las ondas electromagnéticas de la pantalla de mi ordenador— no pude lograrlo. Alessandro estaba muy ocupado porque tenía mucho trabajo tras su baja médica, así que no pudo atenderme como merezco ni pude hablar con él para observar su reacción después de lo ocurrido el último día.

Ya que no puedo ofreceros una de sus deliciosas y siempre sorprendentes recetas, de nuevo os ofrezco un regalo para la vista, el chico Martini en una de sus aventuras.





Nunca me cansaré de admirarlo, queridos.

Sincerely yours,
Pamela

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