Aguas turbulentas

viernes, marzo 23


Queridos amigos virtuales,

Tras averiguar el lugar de origen del anillo, mis zapatos de tacón me deslizaron con presteza hasta mi elegante limusina pero, esta vez, en lugar de sentarme en la parte de atrás como solía hacer siempre, abrí la puerta y me senté junto al asiento del conductor, al lado de mi querido Christopher. Él miraba por la ventanilla, ausente, y lo miré fijamente sin pronunciar palabra hasta que mi mirada entró en contacto con la suya. Sus ojos eran pozos cargados de una increíble tristeza de color castaño, aunque seguían siendo increíblemente penetrantes y conservaban intacto su ímpetu salvaje.

Me preguntó qué ocurría, visiblemente extrañado porque hubiera entrado por la parte delantera del coche, y yo sólo le respondí que tenía una sorpresa para él, y que hoy iba a ser un día muy especial. Me sentí extraordinariamente bien cuando vi que sus labios trazaban una perfecta sonrisa, pues ello indicaba que no sólo estaba dispuesto a recibirla, sino que estaba contento de hacerlo. Mi alma se llenó de una corriente de súbita emoción contenida que se reflejó en una silenciosa carcajada en el estómago.

El coche arrancó, los neumáticos giraron como locos y el destino comenzó a girar con ellos, y en ese momento fui consciente de cómo su engranaje se ponía en marcha de nuevo. A pesar de los nubarrones que cubrían el cielo, podía sentir el brillo del sol, y por la perpetua sonrisa y las miradas de soslayo de curiosidad de Christopher, yo hubiera dicho que él también.

Un par de horas después, la limusina llegó a su destino y se adentró entre las paredes sagradas de mi más importante santuario después de la joyería: mi maravilloso centro de belleza y salud. Christopher me miró con extrañeza, pero yo le insté a que no hiciera preguntas. Al verme, mi querida Brenda acudió a recibirme y saludarme con su habitual derroche de afectuosa cortesía.

Brenda era una joven menuda y grácil pero recia y tenaz, de movimientos elegantes sin ser superfluos, llena de una gran vitalidad que daba la impresión que contagiaba a los que la rodeaban sin dejar de lado unas exquisitas maneras. En alguna de mis visitas, la había visto dar órdenes a diestro y siniestro con absoluta discreción, tenía la extraña cualidad de conseguir que sus empleados sintieran un profundo respeto por su profesionalidad y, en consecuencia, se mostraran muy predispuestos a cumplir sus peticiones con la mayor efectividad y complacencia posibles. Era una de esas personas que tienen la virtud de la hechicería de su parte y, la verdad, es que debo confesar que temía por dejar en sus hábiles manos a mi vulnerable Christopher, sobretodo cuando al presentárselo vi un brillo inusual en sus grandes ojos color miel.

Christopher se mostraba tímido en todo momento, y parecía sentirse avergonzado ante la idea de campar en ropa de baño por el balneario del centro, ante señoritas que estaba segura de que le mirarían con la lujuria revoloteando en las pupilas como pequeños lobos hambrientos. Y no era para menos, porque en cuanto llegamos al jacuzzi y le obligué a quitarse el albornoz, ante sus continuas negativas de desnudarse y meterse en el agua, una ola de fuego me recorrió desde la punta de las uñas de los pies al último de mis rubios cabellos y, aunque suene de lo más vulgar, ya no estaba segura de si las burbujas eran causadas por el aparato o porque el agua que había a mi alrededor estaba hirviendo. Oh, queridos, Christopher tenía un cuerpo tan increíblemente masculino, esbelto y escultural, que durante unos minutos fui incapaz de pronunciar palabra, absorta en contemplarlo como estaba. Era un adonis latino esculpido en mármol moreno.

Anclé mi mirada a sus ojos, intentando no apartarla de ellos y desviarme a cualquiera de los puntos que me desconcentraban irremisiblemente de la conversación, haciendo que de repente pareciera tener menos luces que la sauna oscura de vapor en la que nos acabábamos de introducir. Incluso temí que Christopher pensara, y con razón, que realmente hablaba como la rubia natural que yo era, por lo que se suele decir de las rubias, queridos.

Al adentrarnos en las aguas de la piscina de frutas ya había conseguido retomar más o menos el control de mi mente, aunque era un control aparente que era perfectamente consciente que podría perder en cualquier momento. Me sorprendí deseando ser la piel de una de las naranjas que acariciaban el cuerpo de Christopher. ¡Yo, una piel de naranja! Ni en mis más oscuras pesadillas hubiera imaginado que desearía ser piel de naranja, qué horror, queridos. Desde luego, Christopher estaba afectándome de una forma que me sorprendía enormemente.

Pasó el tiempo entre hidromasajes, cascadas de ensueño en entornos tropicales y baños de algas, aceites y hierbas ideales para dejar la piel completamente perfecta, y llegó el momento de los maravillosos masajes relajantes. Brenda estuvo a punto de separarnos para atendernos en salas diferentes, como era habitual, pero le pedí el favor de que nos atendiera juntos. Aunque al principio se mostró reticente, pues saltaba a la vista que quería quedarse a Christopher para atenderle como estoy segura que merecía, no tardó en acceder cuando me inventé que este era mi regalo de cumpleaños para él y que, en consecuencia, queríamos compartirlo juntos. Había ganado el primer asalto.

Como había sospechado desde el comienzo, Brenda se iba a ocupar de atender a Christopher. Debo reconocer que la idea de que las manos de la joven le proporcionaran el placer de un masaje Shiatsu me resultaba tan espinosa como si tuviera en la cabeza un jardín de rosas. Francamente, con esa tensión mi energía vital difícilmente iba a fluir como debía durante el masaje para que me resultara relajante y reparador.

—Brenda, ¿serías tan amable de hacerme hoy tú el masaje?
—Hoy se encargará Valentino. Ya lo conoces, Pamela, es uno de nuestros mejores masajistas especializados en técnicas orientales.
—Es que, verás, querida... —Miré a Valentino—. No pretendo ser descortés contigo, querido, nada más lejos de la realidad, pues eres increíblemente bueno con las manos, nunca había visto nada igual, pero es que de todos los masajistas que he probado, ninguno me ha aliviado tanto la incómoda sensación que me transmite el disco intervertebral entre la sexta y la séptima vértebra lumbar como Brenda —en aquel momento recé a Christian Dior para que lo que estaba diciendo tuviera algún sentido para ellos—. No sé, tiene algo diferente que mi espalda nota sensiblemente —cuando acabé de hablar, todos me miraron con cara de estupefacción. Sentí esos segundos como milenios de incertidumbre.
—De acuerdo —respondió Brenda ante mi alivio—. Tú mejor que nadie debes sentir el efecto del masaje sobre tu espalda. ¿El disco intervertebral has dicho, verdad? Pues adelante —sea como fuere, y a pesar del leve toque de ironía de su voz, el segundo asalto también había sido mío—. Valentino, ocúpate tú del Señor Christopher, si eres tan amable.

Me quedé tranquila y relajada, porque aunque Valentino hubiera sido el hombre más gay sobre la faz de la tierra, no me hubiera importado que pusiera sus manos sobre la escultura que era Christopher. Ambos disfrutamos del masaje. Sentí que mi energía vital fluía bajo la influencia de las hábiles manos de Brenda y cómo siglos de verdadero arte japonés revitalizaban mi piel y bañaban mi cuerpo con una sensación de absoluto bienestar.

Después, totalmente renovados, nos dirigimos a la última fase de la terapia del día: el flotarium. Se trataba de unas cápsulas individuales, acústicamente aisladas, que contenían treinta centímetros de agua salada a una agradable temperatura y con la misma densidad que la del Mar Muerto, en la que flotabas literalmente llevando el cuerpo a un estado de relajación tal, que esa hora de sueño allí equivalía a cuatro horas de descanso normales.

Estaba yo pensando en qué vestido me pondría esa misma noche para la cena a la que pensaba invitar a Christopher mientras me sentía como un nenúfar flotando en aguas tranquilas, cuando escuché un ruido retumbar en el agua. Pensé que eso no podía ser puesto que las cápsulas estaban aisladas, a menos que... Me incorporé y abrí la compuerta de la cápsula. Allí no había nadie, pero escuché un nuevo golpe. Abrí la cápsula de Christopher y, horrorizada, lo encontré llorando desconsoladamente con el puño ensangrentado. Al principio tuve miedo al ver la malsana ira que reverberaba en su mirada, pero luego el afecto que le profeso pudo más y me acerqué a él poco a poco hasta que le abracé, sintiéndome como una domadora de leones. Se fue calmando, y al final se quedó completamente dormido.

Allí, sin poder moverme y rodeada de un silencio abismal, viví la hora más larga y acalorada de mi vida. Debo confesar que me sentí muy culpable por Christopher, pues mientras él no estaba pasando por buenos momentos yo estaba viéndome acosada por los groseros duendes de la lujuria, que veía saltar alrededor poseídos por una frenética energía y me incitaban a tener todo tipo de pensamientos pecaminosos que no mencionaré aquí por puro recato. Pero es que sentir el peso de su cuerpo, acariciar su suave piel morena, sentir el olor de su pelo, y tan sólo cubierto con un pequeñísimo slip... queridos, fue demasiado para mí.

Me ruboricé hasta límites inimaginables cuando Brenda vino a despertarnos del sueño relajante en el que se suponía que estábamos sumidos y nos vio juntos, malinterpretando la escena como era natural. Como pude, le di las explicaciones que se me ocurrieron, llena de vergüenza, pero la expresión de su cara no varió ni un ápice cuando me repetía las normas y toda una retahíla de explicaciones sobre la reputación del balneario, el protocolo y el saber estar. Estaba tan enfadada que ni siquiera dejó a Christopher expresarse. En conclusión, lo que a mí me pareció era que los celos estaban carcomiéndole el corazón porque claramente había perdido todos los asaltos y, con ellos, la guerra.

Siempre vuestra, y acalorada
Pamela

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Sol de corazón

lunes, marzo 19


Queridos amigos virtuales,

Sin duda nada me gustaría más que sentirme arrastrada por el aire a playas vírgenes que mi alma nunca ha visitado, donde cientos de mariposas me reciban con un aluvión de suspiros de placer y una lluvia de brillantes joyas, y broten manantiales de martini rodeados de frutas exóticas de suculentos colores. Me gustaría respirar fuera del agua por una vez, ser dueña de un par de piernas largas hasta el infinito cuyos tacones de aguja me hagan ser la reina del glamour, eróticamente irresistible y poderosa, y dejar de sentirme cual sirena nadando en oscuras profundidades donde no llegan los rayos de un sol con forma de corazón.

Una sensación de decepción se acurruca en mi interior, nostálgica y perezosa, y no parece tener mucha intención de abandonarlo por ahora. Y yo, incapaz de encontrarla en el laberinto de pasiones en el que se esconde, no puedo obligarla a salir.

Observo el sol con forma de corazón que paseo desde hace un rato entre mis largos dedos con aire ausente, mientras espero. Su tacto es delicioso, tibio. En este anillo de oro y diamantes residen un inusitado número de esperanzas que ni siquiera sospechaba que existieran, esperanzas doradas y plateadas que giran en el fondo de una promesa de amor secreto. Las letras grabadas con elegancia en la parte interna del anillo se deben estar reflejando en este mismo instante en mis pupilas azules: P D S V M S; seis letras tan inseparables de mí como mi alma, pues he caído en la cuenta de que se trata de las iniciales de mi nombre completo. Pamela Débora Serena Von Mismarch Stropenhauen. Sorprendente detalle que sin duda confirma el hecho de que la persona que me lo regaló en San Valentín sabe bien quién soy, queridos, y no dudo que debe pertenecer a mi entorno más cercano.

En este momento estoy rodeada de joyas, y me siento tan protegida y maravillada con sus brillos que estoy segura de que aquí no es posible que nunca llegue a ocurrir nada malo. Esto es un santuario sagrado, en el que oro y plata, diamantes y rubíes, forman una barrera protectora que nadie sería capaz de violar, ni siquiera de intentarlo, al menos no sin que recaiga sobre él la terrible maldición de Christian Dior.

Con la única compañía de mi portátil Toshiba último modelo, estoy esperando en el despacho de una de las joyerías más importantes de Barcelona. He venido a investigar sobre el origen del misterioso anillo y, por supuesto, he venido vestida con pamela y gabardina grises, no podía ser de otra manera, pues la ocasión lo requería con urgencia. Patrick, mi joyero, lleva unos minutos ausente intentando satisfacer el favor que he venido a solicitarle. Le he rogado que averiguara por mí el lugar donde podría encontrar al joyero que vendió este anillo o, en su defecto, al orfebre que lo trabajó o al tallador de diamantes, lo que fuera posible. Oh, aquí llega, debo dejaros, queridos. La emoción recorre cada uno de los rincones de mi tersa piel como si fuera una espía en constante peligro.

Ya estoy de nuevo aquí, queridos. Patrick no ha podido decirme dónde se adquirió el anillo, pero me ha proporcionado un contacto que tal vez pueda averiguarlo. Montada en mi limusina con Christopher, me he dirigido hasta él, y ahora mismo estoy esperando a que me facilite la información.

Mi buen Christopher... Estoy algo preocupada por él, queridos, porque desde lo ocurrido en mi mansión está algo distante y frío conmigo, aunque no consigo acertar a ver el motivo. Tal vez se sienta vulnerable y esté cubriendo su ego con una coraza de hielo para protegerse, arrepentido por haberme abierto las puertas de su corazón por un instante y yo haber defraudado sus expectativas, o tal vez pudiera ser que al sentirse rechazado por mí se sienta algo resentido, no lo sé. Sea cual sea el motivo, intentaré respetar su espacio y no entrometerme en su campo emocional. Si él quiere hablar conmigo de algo, es cuestión de tiempo que decida hacerlo. Pero queridos, hoy lo he encontrado más extraño que nunca. Tiene la faz descompuesta y camina sin su ímpetu habitual, el que recuerda que tiene un alma salvaje de jinete indomable. Parece una sombra de su yo habitual, un fantasma lleno de una pena sobrecogedora, como si la preocupación estuviera devorándole el alma.

Sin darme cuenta, he posado la vista sobre el calendario del escritorio y de repente, con un fogonazo que me ha tensado el cuerpo por completo, lo he entendido todo. Qué falta de sensibilidad y de cortesía la mía, cómo puede habérseme pasado algo así por alto, es total e incuestionablemente imperdonable. Hoy es diecinueve de marzo, el día del padre. Christopher estará viéndose devorado por la culpa que carga sobre sus hombros por haber perdido a su mujer y a su pequeña hija, que a día de hoy le estaría entregando uno de esos valiosos regalitos que lo son todo en el mundo de la ilusión. Tengo que hacer algo.

Queridos, estaba poniéndome ya el abrigo y la pamela, a punto de apagar el portátil y salir corriendo en auxilio de Christopher, cuando mi contacto ha entrado en la habitación y me ha dicho que ya había conseguido averiguar algo sobre el anillo. Patrick no había podido averiguar nada de él porque no se había vendido ni forjado en España... sino en Praga, en la República Checa.

Siempre vuestra,
Pamela

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Arte contemporáneo

viernes, marzo 9


Queridos amigos virtuales,

Cuando pienso en cómo vuelan los días lanzándose al infinito cual mariposas que nunca volverán, no puedo más que plantearme si estoy aprovechando la vida de la forma más idónea. Supongo que la pregunta adecuada sería si estoy contenta con lo que hago y lo que soy, si soy feliz, pues no dudo que la felicidad es la emoción más maravillosa, lo reúne absoluta y completamente todo, y la respuesta a tan peliaguda pregunta es algo que no estoy segura de saber responder. Imagino que el hecho de plantearse tal cuestión ya implica una cierta carencia de felicidad, queridos.

Con este último pensamiento paseando tímidamente entre mis neuronas, deslicé la última fresa cubierta de nata entre mis labios y decidí irme de compras para, cómo decirlo... cubrirme de una felicidad con forma de zapatos de tacón de aguja, de perfumes tan preciosos como el oro líquido y de vestidos hechos con telas formadas por hilos tan extremadamente suaves que estoy segura de que están entretejidos con la mismísima felicidad. Oh, sublime y maravillosa la sensación de que te masajeen el cuerpo unas manos masculinas y expertas, de que te cubran de una segunda piel de chocolate y de que te dejen la epidermis tan tersa y aterciopelada que los duendes que acostumbran a correr por encima de ella se resbalen sin remedio deslizándose con tristeza hasta el suelo. Cómo no iba a existir la felicidad, pensé.

Y mientras paseaba por la calle bajo los rayos de un sol radiante que propagaban un magnífico calor por todo mi cuerpo, cogida del brazo de mi apuesto Christopher ante las miradas de envidia de las transeúntes, mi precioso móvil de diseño empezó a cantar con su melodiosa voz desde el fondo de mi bolso de Armani. Cuando al fin conseguí encontrarlo entre el irremediable caos que mora en él, había dejado de sonar. “Número desconocido”, me decía mi obediente móvil desde la pantalla. Lo deslicé de nuevo en el bolso y continuamos paseando rodeados de ese silencio que sólo hace acto de presencia cuando te ha embargado el relax y la paz interior, pero al cabo de unos segundos el teléfono reanudó su canción rompiendo de nuevo la burbuja de silencio. Esta vez descolgué antes de que dejara de sonar, pero a pesar de preguntar una y otra vez, nadie respondió al otro lado, así que al final me cansé y colgué. Debían de haberse equivocado, o no debía haber buena cobertura.

Nos sentamos en una maravillosa terraza a tomar un frugal tentempié, me apetecía muchísimo saborear un cóctel cosmopolitan, y de nuevo volvió a sonar mi celular. Otra vez nadie respondió. No debía ser buen día para las comunicaciones inalámbricas. Por cuarta vez llamaron y lo mismo. Quién fuera estaba empezando a destrozarme todas las terminaciones nerviosas del cuerpo y a obstruirme los chakras, si es que existían, así que me disponía a apagar definitivamente el aparato cuando volvió a sonar.

—¿No tiene nada mejor que hacer? —Dije enojada—. La vida es muy corta para andar desperdiciando su tiempo molestando a los demás.
—¿Pamela, eres tú?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Yo, quién va a ser.
—¡Ah, Michael, qué gusto oírte!
—Pamela, ¿se puede saber qué haces con tu teléfono para que esté siempre comunicando? Me pregunto con quién debes estar hablando, ¡me mata la curiosidad!
—Michael, Michael... pórtate bien —era él quién había estado llamando para hacerme esta jugarreta y divertirse a mi costa, era muy típico de su carácter gastar bromas cuando estaba de buen humor, pero no le iba a dar el gusto de permitirle saborear su pequeño triunfo.
—En serio, necesito saberlo, es una cuestión de vida o muerte —la ironía era una de las armas preferidas de Michael, y ahora rebosaba en el tono de su voz.
—Veo que te encuentras de muy buen humor hoy, ¿no es así?
—En efecto, mi querida Pamela, pero no desvíes el tema, ¿con quién hablabas? Venga, no seas tímida, dímelo, que hay confianza. ¿Era alguno de tus amantes secretos?
—Michael, a veces eres un diablo.
—Qué va, si tendrían que ponerme un pedestal. Soy un santo.
—Ya será para menos —cargué de sarcasmo mis palabras.
—Bueno, te llamaba para hacerte una proposición.
—Ah, qué interesante. ¿Y de qué se trata, mi querido amigo?
—Pues te invito formalmente a ir conmigo a París a pasar este fin de semana.
—Uy, formalmente, ¿no son un poco antiguas estas formas hasta para ti?
Touché, mi querida Pamela. Pero eso sí, si vienes tiene que ser sin Christopher —no pude evitar mirar a los ojos de Christopher cuando dijo esto. Él miraba alrededor como si no escuchara, era sumamente discreto, a veces hasta el punto de parecer sólo una sombra, pero seguro que estaba escuchando la conversación con atención—. No es que no me caiga bien, tú sabes que lo aprecio mucho, pero es que desde que te conozco siempre he tenido el secreto deseo de ser tu chofer durante un fin de semana. Sé buena y déjame hacerlo realidad.
—Iré encantada, de hecho hasta me estoy emocionando sólo con pensarlo. Mira, se me han puesto los vellos de punta.
—¡Fantástico! Pues te iré a recoger hoy, viernes dos de marzo, a las seis de la tarde en punto a la puerta de tu hotel. No te demores, querida, o perderemos el avión.
—Despreocúpate, estaré lista.

Siete horas después aterrizaba en París y Michael, haciendo las veces de chauffeur, me conducía hasta el hotel donde nos hospedaríamos el fin de semana. Por supuesto, descansaríamos en habitaciones separadas, pues sólo habíamos venido juntos como amigos y aquello que sucedió entre nosotros en la fiesta secreta no se repetiría jamás, como acordamos. Aunque mentiría si dijera que no deseé que Michael abriera la puerta que unía nuestras dos habitaciones.

Esa misma noche Michael me llevó a un lugar que, según decía, era de lo más cool, aunque me advirtió que quizá yo no estuviera acostumbrada a lugares como aquél, en el que nadie salía a recibirte o a quitarte y colgarte el abrigo. Se llamaba el Palacio de Tokio, y se trataba de un centro que había sido rehabilitado en forma de museo de arte contemporáneo y de local de moda, una mezcla nada habitual pero de lo más transgresora y deliciosa.

Cuando llegamos, me llamó la atención el enorme marcador luminoso que coronaba la puerta. Por lo que pude entender era un contador que, restándolos uno a uno, indicaba los segundos que faltaban para que el tiempo que había tardado en formarse el universo se acabara. Queridos, una cosa de lo más conceptual no exenta de un alto grado de excentricidad, porque ni con las mejores cremas podrías mantenerte joven el tiempo necesario para sobrevivir a tal cantidad de segundos.

Una vez dentro de la exposición, cada obra me dejaba más estupefacta que la anterior. O mis neuronas se habían quedado adheridas al chocolate de mi sesión de belleza, abandonándome, o aquello carecía de un sentido claro y sencillo. En cambio, Michael y las personas que había por allí parecían entender todas las obras con una expresión de profundidad en el rostro que bien podía deberse a que habían descubierto la verdad sobre la formación del universo. Pero queridos, una pelusa gigante que parecía sacada de una película de serie B, una motocicleta tirada en el suelo cargada de cirios de colores, o un pinball gigante, no es lo que yo entiendo por arte, llamadme iletrada si queréis. Resultaba inquietante la bicicleta puesta del revés con las ruedas girando lenta e inexorablemente o el cubo en el que se escuchaba un goteo infinito resonando en la oscuridad. Había espaciosas salas con juegos de luces y filmaciones cinematográficas que parecían sacadas de la película Nosferatu. Además, los gritos que resonaban en la lejanía de vez en cuando me estaban poniendo los vellos de punta. Eso más que un museo parecía una escena de terror.

Estaba en la sala central de la exposición cuando vi a un niño encapuchado de cara a la pared. Preocupada, me acerqué para ver si le ocurría algo, tal vez hubiera perdido a su madre. Cuando estaba a punto de alcanzarle el hombro, contemplé espeluznada cómo empezó a golpearse la cabeza contra la pared de yeso que tenía enfrente como si fuera un pájaro carpintero. Horrorizada vi que había taladrado en ella —literalmente— un gran agujero a base de golpes. Me tapé la boca y di un sonoro grito mientras me caía al suelo, justo después de darme cuenta de que en lugar de un niño se trataba de un ingenio mecánico que componía otra de las obras de la exposición. Demasiado tarde, todos me miraban ya y se echaron a reír a mi costa. Fue horrible, queridos, porque además estaba sola, había perdido a Michael en alguna parte.

Me oculté como pude bajo mi pamela hasta que vi unos pies a mi lado, momento en el que alcé la vista para comprobar que eran los de un apuesto hombre que, aunque era maduro y no demasiado guapo, me ofrecía su mano para ayudarme a levantarme. La acepté gustosa y, cuando me besó el dorso de la mía, olvidé instantáneamente el mal rato que acababa de pasar. Se presentó como Antoine, era empresario y por su acento estaba claro que también era francés. A pesar de no ser demasiado agraciado, tenía un atractivo que no sería capaz de describir. Era un magnetismo en la mirada, un toque desafiante y provocador en su actitud, algo rebelde a pesar de su impecable atuendo italiano que invitaba a querer descubrir más acerca de su persona.

Charlamos animadamente hasta que llegamos sin darnos cuenta a una pared completamente blanca que tenía un círculo en el centro. Llenos de un súbito interés, nos acercamos como exploradores para descubrir qué era aquello. No era más que un círculo recortado en una pared blanca, y por muy de cerca que lo mirara no le veía nada de especial, así que se me ocurrió tocarlo con el dedo. En buena hora se me ocurrió, porque instantáneamente sentí un calambrazo fruto de la velocidad con la que giraba esa pequeña plataforma circular que alguien había tenido la genial idea de colocar en la pared. Antoine, al ver mi reacción, se echó a reír sin parar, tanto que al final acabó transmitiéndome el ataque de risa y acabamos llorando prácticamente en el suelo con un fuerte dolor en el abdomen. Entonces llegó Michael y nos preguntó de qué nos reíamos con tanto énfasis, a lo que respondí que era por el círculo de la pared, que tenía un tacto tan extraño que hacía cosquillas. A Michael le faltó tiempo para tocarlo y le ocurrió lo mismo que a mí. Un nuevo ataque de risa nos dobló por la mitad. Michael no se reía, tan sólo me miraba con una sonrisa socarrona en los labios, señal de que reclamaría venganza más adelante.

Una vez estuvimos todos recuperados, presenté Antoine a Michael y tras unas palabras proseguimos con la exposición. No sé si era imaginación mía, pero me pareció advertir un aire de acritud en la actitud de Michael hacia él. ¿Quizá Michael estaba celoso por las atenciones que Antoine me brindaba, por su acentuada caballerosidad?

Llegamos a una sala completamente a oscuras. Al principio tuve miedo de entrar y me quedé en la puerta viendo cómo mis dos acompañantes se perdían en la oscuridad, pero al final me armé de valor y entré con las manos extendidas hacia delante. La sala era irregular, llena de rincones extraños, y al girar un tabique noté que unas manos me cogían de la cintura y me ponían con fuerza contra la pared. No tuve tiempo de alarmarme, antes de que pudiera reaccionar ya estaba recibiendo el beso más inesperado y sorprendente de toda mi vida. No podía creer que aquello me estuviera sucediendo, pero la verdad es que noté cómo la sangre me subía a la cabeza en una espiral de fuego, así que me dejé llevar y correspondí al beso con una pasión inusitada y frenética. Tras unos segundos, mi amante desapareció tal como había llegado. Busqué en la oscuridad y al fin encontré la salida del otro lado de la habitación oscura. Allí estaban Michael y Antoine hablando tranquilamente mientras me esperaban. Los miré con extrañeza, y por primera vez en mi vida deseé con todas mis fuerzas no haber usado lápiz de labios permanente.

Nada más ocurrió desde entonces. El resto del fin de semana lo pasé con Michael yendo al teatro o a cenar, pero si fue él quién me dio el beso, siempre lo disimuló con increíble maestría.

Siempre vuestra, y aturdida
Pamela

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Cóctel: Martini de Fresa

jueves, marzo 1


Queridos amigos virtuales,

Como de costumbre, bajé a la sala de fiestas de mi hotel para meditar sobre todo lo que me había ocurrido últimamente y comentarlo con Alessandro, pues no sé cómo, pero de una u otra forma siempre consigue aclarar mis dudas con sus acertadas preguntas.

Por un lado pienso en la cuestión de mi alcurnia, un tema que no he conseguido esclarecer ni una pizca acudiendo a Ambrosio, y que late en el fondo de mis pensamientos burbujeando como una bebida gaseosa. Sé cuál es el próximo paso que debo dar con mi cola de sirena a través de este sendero turbulento, pero queridos, temo tanto darlo, pues deberé enfrentarme al pasado y a antiguos demonios harto olvidados, como Ulises en su odisea. Linus no deja de llamarme para preguntarme al respecto e intentar que tengamos una cita, pues teme que no sepa afrontar este tema y caiga en depresión como este verano. Se pone tan pesado cuando quiere, queridos, pero se lo permito porque se preocupa por mí, y que un hombre apuesto como él se preocupe por una dama como yo es algo nunca despreciable, desde luego.

Por otro lado pienso en mi querido admirador secreto. Dos misivas anónimas ha conseguido ya introducir en mi bolso sin que me dé cuenta —lo cual admiro profundamente porque tiene la habilidad de un ladrón de guante blanco, y me hace preguntarme si será él quién conseguirá robar el diamante de mi corazón— pero eso quiere decir que, a la fuerza, tiene que pertenecer a mi entorno más cercano... pero, ¿quién puede ser?, ¿quién?, ¿Christopher?, ¿Michael? Aún no he lucido el anillo porque esperaba a que se me ocurriera algo, pero creo que ha llegado la hora de cegar a mis queridos sospechosos con su brillo adiamantado.

Tras meditar lo que tuvo que ser meditado, Alessandro se dispuso a deleitar a mi paladar con algo dulce. Con presteza digna de la más aguerrida de las amazonas, empuñé mi estilográfica y garabateé en el papel, atenta a cualquier movimiento. El cóctel que iba a preparar no tenía historia esta vez, aunque no por ello era menos especial.

El martini de fresa —o strawberry martini, como lo llaman en los locales exclusivos— se solicita en numerosas barras de todos los bares y coctelerías del mundo, sobretodo damiselas cuyo delicado paladar no agradece los combinados fuertes. Su combinación dulce y afrutada acariciada por un toque de acidez da un sabor único al líquido rojo glamouroso que viste la copa de martini.

Martini de Fresa- 2/3 partes de ginebra
- 1/3 parte de licor de fresas
- Una cucharada de vermut seco
- Un chorro de zumo de lima
- Azúcar
- Una fresa
- Una chispa de ternura
- Adorno: fresa
- Cristalería: copa de martini

Para escarchar la copa se debe pasar un trozo de fresa por el borde de la misma e inmediatamente después pasarla por un platito con azúcar, de forma que éste se quede adherido. Mezclar la ginebra, el licor de fresa, el vermut seco y el zumo de lima en una coctelera con hielo y agitar durante un eterno minuto para después dejar reposar la mezcla medio minuto más. Verter el contenido en la copa y colocar una fresa recién cogida en el borde haciéndole un pequeño corte. Ideal para saborear la dulzura de la vida...

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