Sonríe a la vida

miércoles, abril 30


Queridos amigos virtuales,

Día tras día me despertaba cansada e inquieta, sin fuerzas para moverme. Un día me pasé toda la mañana sentada en el canapé con una copa de martini en la mano y mirándome al espejo, intentando que mi reflejo me dijera lo que necesitaba escuchar. Obviamente no movió los labios y, al final, llegué a una clara conclusión: debía relativizar las cosas. No sabía qué hacía ese símbolo en el colgante de mi madre, ni si fue nazi o no. Podía tener muchas explicaciones y hasta que no las descubriera –cosa que podéis estar seguros que haré, queridos–, hasta ese momento, la vida seguiría su curso. Lo que no podía permitir era que mi salud pagara las consecuencias.

En un día como ése sólo se podían hacer dos cosas para terminar de refortalecer el espíritu. Una, proporcionarse un tratamiento de belleza integral, y dos, hacer una visita al sacerdote del santuario divino de tu joyería predilecta. Lo sé, sé lo que estáis pensando, queridos, que también podría mezclarme anónimamente entre los selectos huéspedes de mi hotel, a mí también se me ha pasado por la cabeza. Podría recorrer la zona deportiva en la que los ejecutivos suelen luchar contra el estrés o perderme en las aguas del spa como una sirena, pero la verdad era que no me apetecía quedarme.

Así que, sin más dilación, elegí el atuendo que decoraría mi estilizada figura, me metí en la ducha de hidromasaje, me hidraté, me vestí de Prada y Chanel, me maquillé, escogí cuidadosamente mis complementos, enfundé mis piernas en unas largas medias de seda, me subí a los zapatos de tacón, me perfumé, revisé mi maquillaje y me marché por la puerta sintiendo la vida vibrar a mi alrededor, preparada para desenvolver cualquier sorpresa que se me pusiera por delante.

Llegué al ascensor y saludé al botones. Me di cuenta de que no sabía su nombre, así que se lo pregunté. Se llamaba John y tenía veinticuatro años. El repiqueteo del ascensor indicó que habíamos llegado a la planta baja, por lo que sonreí y me dispuse a salir, pero había un hombre delante de la puerta.

– Pase, por favor –me pidió el hombre.
– Oh, no, usted primero –respondí.
– De ninguna manera, insisto –repitió, acompañando las palabras con la mano.
– No, de veras, pase usted –reiteré.

Entonces me di cuenta de que la puerta del ascensor era lo suficientemente ancha como para que cupiésemos los dos y que debíamos estar haciendo el ridículo. Me adelanté, y él debió pensar lo mismo, porque se adelantó a la vez que yo. Pasamos muy cerca el uno del otro, tanto que sentí su elegante fragancia y sus ojos se clavaron en los míos. Supongo que el impacto que me causó se debió a la cercanía, porque no era un hombre especialmente atractivo. Nos sonreímos antes de que cada uno siguiera su camino, aunque ahora nuestros corazones eran más ligeros que antes de cruzarnos.

Me sujeté la pamela mientras aceleraba el paso. Mis tacones aplaudieron con alegría, y yo, sonreí a la vida.

Encantadoramente vuestra,
Pamela

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Meditando en alta mar

domingo, abril 27


Queridos amigos virtuales,

¿Mi madre, nazi? Cuánto más lo pensaba más difícil se me hacía asimilarlo. ¿Pero qué otro motivo podía haber para que hubiera una svástica oculta en su colgante? Se me había llenado el corazón de alfileres y tenía un nudo en la boca del estómago que me impedía hasta dar un sorbo al martini que tenía delante. Sentía un malestar que emanaba de lo más profundo de mi ser hasta abarcar todos y cada uno de los poros de mi piel.

¿Nazi? La idea que yo había tejido de mi madre con los años se correspondía con una mujer dulce y sincera que gozaba de copiosos dones, de manos firmes pero gráciles a la que no le temblaba el pulso a la hora de tomar decisiones. Era una persona de gran sensibilidad artística que creó con sus dedos bellísimas obras de arte capaces de dejar huella en el corazón de la gente. Su oído musical le confirió la habilidad de cantar con un estilo muy particular y de acariciar la guitarra española para dibujar sutiles melodías en el aire. Según tenía entendido, su sentido del humor y su belleza natural hacía que se ganase el aprecio de los que la rodeaban con facilidad. Mi madre era una mujer extraordinaria, sin ninguna duda. Mi querido Ambrosio me había hablado de ella tanto y tan bien, que no podía creer que hubiera omitido el pequeño detalle de que fuera nazi. No podía.

A pesar de los que años que hacía de su muerte, aún recordaba su expresividad, la sencillez de sus juegos y el olor a lavanda de su pelo. Recordaba cómo me contaba cuentos que ella misma inventaba para mí y cómo me enseñó a poner un pie delante del otro con la cabeza erguida y la espalda recta, cosa por la que le estaré eternamente agradecida, pues gracias a ello luzco con brillantez mis pamelas y zapatos de tacón.

La idea que yo había tejido de mi madre formaba parte de mí de una forma tan profunda como el color de mi piel o el de mis ojos, tan profunda como el placer que me inspiraba un suculento martini. Esa idea estaba tan arraigada dentro de mí que era imposible cambiarla sin malograrla por completo.

De repente me sentí mareada, como si mi cerebro estuviera de crucero en alta mar, en un yate que navegaba en plena tormenta, sin rumbo fijo ni esperanza de hallar tierra. Notaba la lengua salada y los ojos me escocían. Una oleada de náuseas me dobló y vomité. Me sentía febril, mi cuerpo se debatía entre el frío y el calor. Mis piernas cedieron, dejándome caer sobre la cama a duras penas y, entre temblores, creo que me dormí.

Agitadamente vuestra,
Pamela

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Símbolos ocultos

jueves, abril 24


Queridos amigos virtuales,

No tardé en llegar a la consulta de mi fisioterapeuta. Ese día comenzaba el tratamiento que colocaría mi cadera de nuevo en su sitio, ya que al parecer ahora estaba un poco más elevada del lado izquierdo que del derecho. Así, la espalda recuperaría la perfecta rectitud que jamás debería haber perdido, y dejaría de tener la caprichosa forma de S que había decidido tomar por algún misterio de la naturaleza.

Me preguntaba cuál sería la suerte de ejercicios a los que me sometería Jabes para conseguir curarme en dos sesiones. Sonaba milagroso. Entonces se me antojó pensar que quizá fueran movimientos muy dolorosos. ¿Y si una dama frágil como yo no fuera capaz de soportarlos, se quedaría desviada toda su vida? Un resquemor pequeño, peludo y escurridizo se encaramó a mi columna vertebral causándome escalofríos múltiples.

Por un segundo, me pareció que la camilla de masajes se transformaba en una mesa de operaciones llena de herramientas de tortura. Jabes perdió su magnífica figura para convertirse en un carnicero sanguinario que sonreía mostrando su decadente higiene bucal y que llevaba en las manos una sierra con la que me arreglaría la cadera. Cuando los tres cerrojos de la puerta chirriaron por el óxido y las humedades estaban a punto de manchar mi nuevo Galliano, supe que estaba atrapada.

– ¿Qué tal está hoy? –dijo Jabes, parpadeando con fuerza. Para mi alivio, él y la habitación recuperaron su forma original.
– Bien, estupendamente bien –respondí nerviosa, recorriendo la habitación como una gata enjaulada.
– ¿Se encuentra bien?
– ¿Puedo hacerle una pregunta? –tanteé temblorosa.
– Por supuesto.
– ¿Va a hacerme daño? –pregunté, llena de aflicción, con los ojos muy abiertos y agarrando el bolso contra mi cuerpo.
– ¿Cómo? –Al principio Jabes no me entendió. Se quedó un rato mirándome sin decir nada y, de súbito, rompió a reír.
– ¿De qué se ríe? –musité tímidamente. Pero Jabes no podía responder, estaba recostado sobre la camilla y se reía tanto que hasta se le saltaban las lágrimas.
– Ay... Lo siento –dijo cuando pudo respirar, entre risa y risa–. Es que ha puesto una cara tan graciosa y lo ha dicho de una manera –el recuerdo le hizo reír otra vez durante un rato–. Uf, no puedo más, ¡qué dolor de abdomen! De verdad que lo siento.
– No se preocupe, me alegro de resultar tan divertida –mascullé, mientras me sentaba al ver que el ataque de risa no remitía. Si no fuera por el momento de angustia que acababa de sufrir al entrar, yo también me hubiera reído.
– Discúlpeme un momento, enseguida vuelvo –aun con la puerta cerrada, se escuchaban las risas surcando el pasillo. Al cabo de un rato, Jabes regresó, ya más tranquilo.
– ¿Ya está mejor? –le pregunté.
– Sí. Lo siento mucho, no sé qué me ha pasado. Respecto a la pregunta que me hizo... No, no voy a hacerle daño. Algún ejercicio puede que le duela un poco, pero no será nada que no pueda soportar –manifestó con voz serena.
– ¿Seguro? –dudé, poniendo atención en no poner la misma cara de antes.
– Sí, seguro. Si es tan amable, puede ir quitándose la ropa.
– ¿Cómo? –No sabía si había oído bien.
– Necesito que se quede en ropa interior y se tumbe sobre la camilla. –Al ver mi cara de pudor, que debía estar tan roja como mi ropa interior de encaje, añadió con una sonrisa–: Tranquila, no voy a mirar, todavía –y se puso a mirar la pantalla del ordenador.

Nunca hubiera pensado que desnudarse de espaldas a un hombre pudiera resultar tan bochornoso y excitante al mismo tiempo. Una mezcla de sensaciones contrapuestas se arremolinaba dentro de mí. Era la primera vez que hacía algo así y, mientras mi vestido se deslizaba sobre mis piernas de seda, largas hasta el infinito, sólo pude dar gracias al cielo por haberme dado la inspiración para elegir una lencería adecuada para ese momento. Aun así, estaba tan nerviosa que no se me ocurría cuál era la manera de comportarse en semejante situación, cabe añadir que separarme de mi pamela no era de mucha ayuda.

Jabes había apagado la pantalla y estaba a punto de darse la vuelta cuando me percaté de que... ¡Oh, qué vergüenza, queridos! No puedo ni mencionarlo aquí, resulta tan vulgar... No es propio de una dama de mi alcurnia, no sé qué me ocurrió. De acuerdo, lo intentaré. No, no insistáis más, lo haré por vosotros: Jabes estaba a punto de darse la vuelta cuando me percaté de que tenía los senos... No puedo, queridos, lo he intentado pero mis dedos no me obedecen. Quizá se deba a la laca de mis uñas perfectas, pero algo me impide escribirlo. Espero que no me lo tengáis en cuenta, sólo puedo decir que al darme cuenta de ello salté sobre la camilla cual guerrillera huyendo de una explosión cercana, y que al caer me quedé con la cara metida en la abertura hecha para los masajes realizados boca abajo.

– ¿Pamela? –carraspeó la voz de Jabes.
– ¿Sí? –respondí sin sacar la cara del agujero.
– El collar.
– ¡Oh! –Entonces caí en la cuenta de que había olvidado quitarme el colgante con forma de estrella de mi madre. Me aparté el pelo de la nuca y añadí–: Si es tan amable.

Las manos de mi fisioterapeuta me produjeron un escalofrío máximo al liberarme del collar, tanto fue así que pensé que me iba a poner a temblar allí mismo. Ante el pánico de que se diera cuenta, moví los brazos violentamente con la intención de tensar los músculos y evitar el posible temblor. Noté que mi mano derecha topaba con algo, algo que rogué a Dior que fuera cualquier cosa menos el cuerpo de Jabes. Escuché un sonido metálico.

– Lo siento, creo que se ha roto –dijo Jabes.
– ¿Qué? –Alcé la cara de la camilla. Al parecer le había dado al colgante con la mano, tirándolo al suelo–. Oh, no se preocupe, es que se abre por delante –le tranquilicé–. ¿Eh? Un momento, ¿me deja verlo?

Mi tez debió quedarse tan blanca como la bata de Jabes. ¿Era aquello posible? La parte de atrás de la estrella se había soltado, dejando una abertura como la de delante que no sabía que existía. Dentro, un símbolo brillaba cual corazón de hielo latiendo en un silencio mortal. Era una svástica rectilínea, la misma que solían lucir en el brazo los seguidores del infame Adolf Hitler.

Estremecidamente vuestra,
Pamela

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Jota de picas

martes, abril 22


Queridos amigos virtuales,

Una vez más estaba releyendo la carta de Václav. Al leerla una energía especial emanaba de sus letras para deslizarse a través de mis venas. Por eso, cual vampiresa insaciable, había decidido leerla cada mañana hasta agotarla por entero. Salía del ascensor con mis ojos posados en el papel, cuando escuché en la recepción del hotel una voz que me resultó familiar, aunque estaba tan absorta en mi lectura que no le presté atención.

– Le repito que busco a esa señorita –dijo la voz–. Somos amigos.
– Lo lamento de nuevo, caballero, pero no puedo darle esa información –respondió el bien adiestrado recepcionista, en un tono firme pero cordial–. Si lo desea puede dejarle un mensaje que con mucho gusto yo mismo le haré llegar.
– Es que no deseo dejarle ningún mensaje, lo que deseo es verla personalmente. Oiga, ¿y no le parece que podríamos llegar a algún tipo de acuerdo que resultase beneficioso para los dos? Usted ya me entiende.
– Lo lamento, pero no es posible, señor –respondió educadamente el recepcionista. Estaba exquisitamente aleccionado, cosa que me hubiera proporcionado una gran satisfacción de no haber estado absorta en mis cosas.
– Está bien –dijo el otro hombre justo cuando yo pasaba detrás de él, de camino a la salida del hotel–, entonces le dejaré un mensaje.
– Usted dirá, caballero.
Bellísima Pamela –comenzó a dictar con acento italiano. Al escuchar mi nombre, regresé a la realidad y en un milisegundo procesé toda la información que, inconscientemente, habían captado mis oídos.
– ¿James? –pregunté al reconocer la voz.
– ¡Pamela!
– ¿Pero, pero, qué hace usted aquí? –balbuceé.
– Había venido a verla pero, lamentablemente –indicó, mirando con énfasis al recepcionista–, no sabía dónde localizarla.
– No se lo tenga en cuenta, Peter sólo hace su trabajo –dije–. El servicio tiene órdenes de no proporcionar información sobre mi persona. Ya sabe, cuestiones de seguridad.
– Vaya, no sabía que la dama que ven mis ojos fuera una persona tan importante –apuntó James con cierto deje de ironía.
– Una señorita debe saber cuidarse sola, ¿no cree?
– ¿Sola?, lo está porque usted quiere. Si me lo permitiese yo la acompañaría donde fuera necesario, de esa manera no necesitaría seguridad. Es más, se me ocurre una idea: si lo desea puede disponer de mí para acompañarla toda la mañana.
– ¿Y quién me protegería de usted?
– ¿De mí? –preguntó con ingenuidad, acompañando su gesto de un gracioso parpadeo–. De mí no necesita protegerse –añadió, cogiéndome la mano para deslizar sobre su dorso un delicado beso. Estaba tan pasmada todavía por el fortuito encuentro que no se me ocurrió guardar la carta de Václav, y cuando quise darme cuenta ya estaba en las largas manos de James–. ¿Qué tenemos aquí?
– Devuélvame ese papel ahora mismo –ordené tajantemente. Un violento torbellino se generó en mi caja torácica y ganaba velocidad por momentos–. Ahora.
– ¡¿Una carta de amor?! –Evidentemente, James no podía creer la suerte que tenía.
– He dicho ahora. No pienso repetirlo.
– Con una condición, que me permita acompañarla toda la mañana.
– ¿Cree que me he vuelto loca?
– Está bien, como guste.
– Ni se le ocurra. –James hizo ademán de ponerse a leer en alto la carta. ¡Allí, delante de todo el mundo! Mi torbellino interior se hizo tan insoportable que estuve a punto de coger un jarrón para estamparlo en su enorme cabeza y dejarle inconsciente. Al final recapacité y me pareció que hubiera sido una medida un tanto drástica por mi parte, sobretodo estando en la concurrida recepción de mi propio hotel. No hubiera dado muy buena imagen, así que invertí todas mis energías en serenarme y pensar una solución más inteligente–. Peter, llame a seguridad, por favor. Ellos acompañarán al señor James a la salida. –El recepcionista llamó por teléfono inmediatamente.
– ¿Seguridad?, ¿está segura? –James sonrió malévolamente–. Dear Pamela –leyó en voz alta cual actor de teatro, en el tono más edulcorado con que fue capaz de impregnar su lengua y meciendo la mano en el aire con dramatismo. La gente comenzó a prestarle atención–. Vaya, tendré que traducirla para nuestro público, ¿no le parece? Mis manos no habrían roto palabras salidas de tus manos sin haberlas leído antes. ¡Oh, pero qué poético! Me hiciste daño, es verdad...
– ¡Basta!
– Ah, ah –negó con el dedo. La rabia que sentí me hizo pensar en lanzarme cual tigresa para arrancarle la carta de la mano pero, a parte de que perdería todo el glamour frente a mis empleados, corría el riesgo de que se rasgara, así que me contuve–. Me hiciste daño, es verdad, pero sabía que en algún momento mis preguntas serían respondidas, y así se ha confirmado cuando llegó tu carta. Esto se pone interesante. En el fondo...
– ¡Está bien! –grité. Si le dejaba continuar, leería la carta entera antes de que llegaran los agentes de seguridad.
– ¿Qué?
– Usted gana. Peter, cancele el aviso.
– ¿Está segura? –me preguntó el recepcionista.
– Sí.
– Cuánto me alegra oír eso –afirmó James–. Acertada decisión.
– No sé cómo lo logra, pero siempre consigue superarse. Cuando creo que no podría resultar más insoportable, aparece para quitarme la razón.
– Es todo un halago por su parte. Yo también la adoro.
– ¡Oh! –gruñí desesperada mientras echaba a caminar taconeando con fuerza.
– Ah, ¿nos vamos ya?

Con una grandiosa sonrisa en la cara, James me devolvió la carta y me brindó su brazo de camino a la salida del hotel, brazo que evidentemente rechacé. Aprovechando mi enfado, apresuré el paso para llegar antes que él a la limusina. Cuando James alcanzó la puerta, me di el gigantesco placer de echar el seguro en sus narices. Indiqué a mi chofer que arrancara y sólo bajé la ventanilla para darle tiempo a ver mi amplia sonrisa alejarse llena de una inconmensurable satisfacción.

James, solo en la calle, se puso a reír a carcajadas.

Sonrientemente vuestra,
Pamela

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Cherry glamour

lunes, abril 21


Queridos amigos virtuales,

La carta de Václav clavó en mi corazón mil flechas de flores que neutralizaron el veneno de las calumnias vertidas sobre él en mi club social. Al día siguiente la releí para impregnarme otra vez de su aroma, y ya sentía que a mi espíritu volvían a nacerle unas suaves alas de mariposa cuando el ángel de la oscuridad regresó para intentar cortárselas con su fría espada de maldad. Sin embargo, no estaba dispuesta a permitírselo.

Advertí su llegada por su forma de caminar por el pasillo, con los pasos cortos pero firmes de unos sensuales zapatos de tacón de aguja que hicieron que el vello de mi nuca se irguiera como el de una gata salvaje. Su forma de llamar a la puerta fue la segunda señal. El sonido de aquellos nudillos chocando contra la madera se parecía al de un pequeño tambor que anunciaba la llegada de la desolación que reinaría tras su paso. La señal definitiva fue su voz, que vibraba con un siseo maligno en cuyo fondo habitaba una peligrosa tentación.

Era ella, la malhechora, la traicionera. Era Samantha Nouveau.

– Pamela, ¿estás ahí? Me han dicho que habías vuelto y, bueno, sólo pasaba para saludarte.

Mis ojos se convirtieron en dos líneas horizontales que atravesaron la puerta para examinar a mi enemigo mortal. Me imaginé cómo iba vestida, seguramente con un maravilloso Versace negro acompañado de los complementos perfectos que ensalzaran su estilizada figura. La cicatriz de su cara, camuflada bajo el maquillaje, ya no me inspiraba ninguna lástima. Esa deuda ya había sido saldada con el anillo.

Tras el exhaustivo análisis imaginario, me coloqué junto a la pared para evitar el aura de oscuridad que ya se filtraba bajo la puerta y esperé, concentrada en mi respiración. Cuando los pasos me indicaron que se había marchado, abrí. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme a un hombre allí plantado.

– ¡Michael! –grité mientras le tomaba del brazo y examinaba ambos lados del pasillo–. ¿Qué haces aquí?
– Venía a verte, te lo dije ayer –respondió sorprendido. Yo seguía mirando el pasillo–. ¿Buscas a alguien?
– ¿No la has visto?
– ¿A quién? –Michael me miraba como si estuviera loca y buscara a los enanitos de Blancanieves.
– Vamos, rápido, por el ascensor de servicio –concluí mientras arrastraba con brusquedad a mi anonadado amigo. Hasta que las puertas no se hubieron cerrado, no respiré tranquila. De repente me sentí como una espía, huyendo del peligro.
– ¿De quién huimos?
– ¿De verdad quieres saberlo? –pregunté.
– Querida, curiosidad es mi segundo nombre –indicó con las cejas alzadas–. No pierdas más tiempo, suéltalo.
– De una amiga. –Dudé en contarle a Michael la verdad porque, en realidad, no estaba segura de qué grado de amistad le unía con Samantha. Sabía que ella era clienta suya, y que iban a comer juntos de vez en cuando, ¿pero de qué lado estaría Michael ante un conflicto entre ambas? Samantha era realmente encantadora y persuasiva, tenía demasiadas armas en su poder–. Bueno, en realidad es sólo una conocida. Ya sabes, una de esas personas que una vez te ven no paran de hablar durante horas y horas, y una no sabe cómo quitársela de encima –mentí–. Un verdadero sopor.
– Oh, te entiendo muy bien, querida, tengo clientas parecidas. Y dime, ¿ya estás mejor?
– ¿Mejor?
– Bueno, lo pregunto por que hace días que ni siquiera me abres la puerta.
– Ah, sí, pero querido, no hace falta ser sarcástico, aunque tengas todo el derecho. Sí, estoy mucho mejor. De hecho, tú y yo nos vamos a la playa ahora mismo a dar el paseo que debimos dar el otro día.
– ¿Ah, sí? –preguntó con una sonrisa–. ¿Y a qué se debe este repentino cambio?
– No sé. Digamos que he recapacitado y reestablecido mis prioridades. He decidido que no voy a permitir que ninguna habladuría cambie el curso de mis días, si puedo evitarlo.
– Brindaré por ello en cuanto tengamos un martini en la mano.
– Una gran idea, querido.

Ya en la playa, paseamos tranquilamente hasta llegar a una terraza donde nos sentamos a tomar un tentempié. La conversación que mantuvimos fue divertidísima, y allí sentada pensé que Michael resultaba una extraordinaria compañía. Era un hombre apuesto a la par que inteligente, ingenioso y atrevido, sin contar con el hecho de que poseía un increíble don para esculpir belleza con las manos, literalmente. Me pregunté cuál sería la causa de que no estuviera prometido o casado, y cómo era posible que nunca me hubiera presentado a alguna novia.

– ¿Sabes qué me apetece? –dijo.
– Qué.
– Sentir la arena en los pies.
– ¡Querido, pero qué iniciativa tan pedestre!
– ¡Vamos, será divertido! –exclamó mientras me tendía la mano–. No seas estirada.
– ¡No soy una estirada!
– Demuéstralo –me retó. Titubeé, pero al final le tomé la mano.

Michael me arrastró corriendo por la playa mientras nos reíamos sin motivo, hasta que caímos agotados por la falta de oxígeno. Cuando recuperó el aliento, se descalzó y me retiró las sandalias. Si mi tía me hubiera visto en aquellas circunstancias, se hubiera puesto histérica ante mi absoluta falta de modales, pero lo cierto era que mi tía no estaba allí, así que dejé de preocuparme, estiré las piernas cuanto pude y dejé que la arena se deslizara entre los dedos de mis pies. Me fijé en que el sol ya se estaba poniendo, así que cogí mi bolso y saqué la caja que llevaba en él.

– ¿Qué es eso? –preguntó Michael.
– Algo delicioso.
– ¿De verdad?
– Sí. Es una caja de cherry glamour que había encargado para hoy.
– No puedo creerlo. ¿Cerezas, en el bolso? –Michael parecía incrédulo.
– Oh, sí, pero no son unas cerezas cualesquiera –dije mientras abría la caja de madera–. Son las mejores. Cada mes de abril suelo comprar, al menos, una caja. Es un placer imprescindible para el paladar. ¿No te parece?
– Pamela, eres fascinante –Michael se echó a reír.

Y, mientras Michael me colocaba entre los labios una glamourosa cereza, disfruté de un inesperado e inusual atardecer.

Absolutamente vuestra,
Pamela

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Carta de Václav

domingo, abril 20


Querida Pamela,

Mis manos nunca hubieran desgarrado palabras salidas de las tuyas sin haberlas leído antes. Me hiciste daño, es cierto, pero sabía que en algún momento mis preguntas recibirían respuesta, y así se ha confirmado con la llegada de tu carta. En el fondo estaba seguro de que había un motivo para todo lo que había pasado.

Aunque tu forma de actuar me empujaba a pensar que nuestra breve historia había sido una mentira, supe leer las señales que me decían que no era así. La sinceridad de tu sonrisa, el brillo de tu mirada, aquellas caricias... Todo eso no podía ser fingido. Sé que puede sonar teatral, pero es lo que me decía el corazón. Así que no sufras, te creo. Siempre supe que tus sentimientos fueron sinceros.

Sí, fuimos afortunados en las pocas horas que estuvimos juntos, pero ahora sé que tenías razón y que actuaste de la forma correcta. Ahora sé que te hice cargar con todo el peso de la responsabilidad y lo duro que debió ser para ti, y soy yo el que debe pedirte disculpas. Tienes un alma generosa y llena de bondad. No hay mucha gente capaz de hacer lo que hiciste tú, pensando en mí en lugar de hacerlo en ti misma, a pesar de tus sentimientos. Ahora sé que sufriste más de lo que pude sufrir yo, entiendo el dolor que te debían producir los sentimientos contradictorios que te conducían en direcciones opuestas, y aún así hiciste lo correcto. Me empujaste a los brazos de la mujer de mi vida, a la que había estado a punto de perder por mi inconsciencia. Eso es más de lo que nadie ha hecho por mí, y te lo agradezco sinceramente, porque ahora entiendo y eso me hace apreciarte mucho más de lo que ya te apreciaba.

Ten presente, Pamela, que siempre serás la princesa de mis cuentos de hadas. Soberana de mi reino de la magia y de la fantasía. Protectora de uno de los mejores regalos que me han hecho y que nunca me harán. Puedes contar conmigo para lo que necesites, y ten paciencia, porque sé que encontrarás un hombre que esté a tu altura y que te dará todo el amor que te mereces, como puedes estar segura de que lo habría hecho yo.

Te aprecia, con todo su corazón,
Václav

P.D.: Ver cómo te besabas con ese hombre resultó tan doloroso que, sí, lograste apartarme de ti. Eres muy lista, pero fue algo muy arriesgado. ¿Sabes que estuve a punto de perseguirle para darle una paliza? En mi locura, incluso le estuve esperando en la recepción del hotel durante horas. Al final apareció, pero como no estaba solo recapacité y me fui. Otra vez tengo que darte la razón, Pamela, soy demasiado testarudo, por eso, en el fondo, sigo pensando que lo nuestro no sólo habría funcionado, sino que habría sido increíble.

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Criaturas de hielo

sábado, abril 19


Queridos amigos virtuales,

Ante mis continuas negativas a salir con él, Michael optó por venir a buscarme directamente a mi hotel. Se encontraba del otro lado de la puerta de mi habitación, pero no estaba dispuesta a abrirle. Desde que me contó las calumnias que se contaban sobre nosotros en el club social, me había quedado allí sin salir. Pasaba las horas consumida por una rabia voraz que convivía bajo mi piel junto a una tristeza que iba ganando terreno con el paso de los días. Deseaba con cada cabello de mi dorada melena vengarme del escarnio sufrido, descargar mi furia cual titán ciego de violencia y dar rienda suelta a la amazona que pugnaba por salir de mis adentros.

Me tomé el martini que me hacía compañía y continué guardando silencio ante las tentativas de Michael para que abriera la puerta. Seguí pensando una y otra vez en quién podía ser el artífice de aquellas injurias que me habían rasgado el corazón, y el único nombre que aparecía en mi mente era el de aquella mujer que por algún motivo me detestaba. La Marquesa de Roncesvalles. Nadie salvo ella podía querer vengarse de nosotros, sobretodo tras la desafortunada conversación que mantuvimos el otro día. Estaba claro, tenía que ser cosa suya.

Me levanté de la cama, dejando caer las sábanas de satén a mi alrededor como pétalos muertos de una flor que se ha quedado seca con el tiempo. Contemplé mi desnudez en el espejo mientras respiraba hondo, y acaricié mi piel morena, sintiendo toda su tersura bajo la yema de mis dedos. Sin saber cómo era posible, unos fuertes brazos se anudaron a mi alrededor como lazos de una ternura infinita, haciéndome sentir segura, llenándome del calor de cientos de amantes perdidos que en realidad nunca existieron, pero que mi mente podía dibujar a la perfección sin esfuerzo. Me di la vuelta para perderme en sus labios, mas sólo pude verme en sus ojos un instante antes de que se desvaneciera. Mi amante imaginario se llevó todo el calor de la habitación y un frío denso se extendió por el suelo hasta anudarse en mis tacones y trepar por mis piernas, paralizándome.

– Está bien, Pamela, me marcho, pero volveré mañana –dijo la voz de Michael–. Te ha llegado correo. Lo paso por debajo de la puerta.

Cuando el sobre se deslizó bajo la puerta, las frías garras que me sujetaban perdieron parte de su fuerza, y pude volver a moverme. Cuando mis dedos rozaron el papel, el calor que desprendía fluyó por mis brazos hasta volver a encender mi corazón. Cuando las letras del remitente flotaron por el aire y acariciaron mis párpados, las frías criaturas que me acechaban huyeron ante el vigor de mi luz interior. Abrí el sobre con un ligero temblor apremiando mis dedos, saqué la hoja y mi mirada se perdió en los laberintos de letras que formaban aquellas frases que, palabra a palabra, me devolvieron la ilusión que tanto necesitaba para respirar. El segundo de mis presentimientos también se había cumplido.

La carta era de Václav.

Incansablemente vuestra, y con lágrimas en los ojos
Pamela

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Calumnias

martes, abril 15


Queridos amigos virtuales,

No tengo palabras para describir lo bien que me sentí al recorrer otra vez del brazo de Christopher las estancias de mi club social. Las miradas de las víboras que hacían de él su morada no me importaron, pues la presencia de mi chofer me proporcionaba un blindaje emocional que me hacía invulnerable a su veneno. Pero debo reconocer que en esta ocasión tuve la sensación de que aquellos ojos brillantes eran más incisivos de lo habitual, como si estuvieran cargados de una malicia burlona.

Llegamos a la mesa de Michael y, tras los saludos, Christopher se alejó de camino a la barra para dejarnos solos. La mirada de Michael le siguió con interés, seguramente a causa de la revelación que le hice en nuestra última conversación. De pronto vi con otros ojos aquella mesa en la que tantas veces nos habíamos sentado. Ahora era un templo de la investigación emocional, un lugar de debate de cosas importantísimas. Una corriente de emoción me sacudió cuando fui consciente de que Michael se había convertido en mi confidente secreto.

– Querido –susurré mirando a Christopher para cerciorarme de que no nos prestaba atención, sin poder contenerme más–, no es gay.
– ¿Qué?
– Christopher, que no es gay –repetí.
– ¿Cómo lo sabes? –me preguntó Michael con ojos de sabueso.
Le pregunté, y me dijo que sólo le gustan las mujeres.
– Claro, y por eso se besó con Alessandro. Ahora lo entiendo todo –afirmó con sarcasmo.
– ¡Michael! Aquello sólo fue un desliz. Christopher atravesaba un mala racha y Alessandro aprovechó el momento, pero este punto no está confirmado. O sea, que no lo sé con certeza, es una conjetura. Ah, y Alessandro no le fue infiel a su novia.
– ¿No?
– No. Resulta que habían roto en ese momento.
– Vaya –Michael pareció decepcionado.
– ¿Qué pasa? ¿Hubieras preferido que le hubiese sido infiel?
– Ahora me negarás que eso no hubiera sido mucho más interesante.
– ¡Michael! –reí–. ¿No es suficiente interesante para ti que le guste "todo"? –dije guiñando un ojo para indicar que estaba hablando en clave.
– Claro que lo es, querida, pero de la otra manera lo hubiese sido mucho más.
– Oh, Michael, eres incorregible.
– Por cierto, no mires ahora, pero ¿no tienes la sensación de que nos observan?
– ¿Y qué tiene eso de nuevo, querido?
– Me refiero a que hoy nos observan más de lo habitual.
– ¿Tú crees? –Miré alrededor y sorprendí a varias mujeres apartando la vista en ese momento. Murmuraban entre ellas, pero no aprecié nada en especial–. No sé, puede ser. ¿Y qué importa?
– Espérame aquí un momento. Esa de allí es cliente mía. Voy a preguntarle.

Mi cirujano plástico se levantó y se acercó a una mesa contigua para conversar con una mujer. Mientras tanto, vi que Christopher me observaba fijamente. Instintivamente aparté la vista, pero al volver a mirar vi que continuaba igual. Al final me di cuenta de que se había quedado con la vista en blanco, mirando a un infinito que debía encontrarse detrás de mí. Michael regresó.

– Querida, me apetece pasear. ¿Nos vamos? –Michael parecía contento, pero no me pasó desapercibida la sombra que atravesó su semblante durante un momento.
– Michael, ¿ocurre algo?
– No, es que estoy un poco mareado por el martini. No estoy acostumbrado a beber a estas horas. ¿Cómo se te ocurre pedirme un dry martini?
– Ni que fuera la primera vez –afirmé mientras me levantaba, algo indignada por el injusto reproche.
– Debe haberme sentado mal.
– Pues vayamos a tomar el aire –acabé mientras atrapaba a la reina de las aceitunas y me deleitaba con su maravillosa explosión de sabor.

Fue idea de Michael ir a la playa a dar un paseo. Obviamente, me negué en rotundo porque no iba de ningún modo con el atuendo adecuado, pero él insistió hasta que me sedujo con su pícara sonrisa. De manera que Christopher nos llevó, con volante firme, hasta el paseo marítimo de Barcelona, donde Michael y yo nos despedimos de él para alejarnos paseando.

En el ambiente se respiraba una calma tranquila. La gente que caminaba por allí, bajo el sol primaveral, parecía envuelta en una cortina de atemporalidad y no nos prestaba ninguna atención, lo que me supuso cierto alivio tras nuestro paso por el club social. Había gente de todo tipo, de hecho lo único que nos unía era la brisa del mar, que nos acariciaba con la misma mano. Esa era una de las cosas que siempre me había enamorado de esta ciudad, lo cosmopolita de sus habitantes. Tuve ganas de soltar al viento mi rubia melena, y lo hubiera hecho de no haberla llevado cubierta por la pamela en un perfecto recogido.

– Tengo algo que decirte –dijo Michael de repente.
– ¿De qué se trata, querido?
– Es que no sé cómo decírtelo.
– Sólo dilo.
– Dame un momento –apuntó con bastante seriedad.
– De acuerdo –afirmé. La expresión de su cara me recordó a una ocasión en la que le había visto hablar con su secretaria de un tema delicado acerca de un paciente.
– Verás...
– Michael, me estás asustando. ¿Debo sentarme?
– No me ha dado ningún mareo en el club.
– ¿Ah, no? –respondí, estupefacta.
– No. Sólo lo he dicho para sacarte de allí.
– ¿Qué? No entiendo. ¿Por qué?
– ¿Recuerdas que me acerqué a una de mis clientas?
– Sí.
– Sí había un motivo por el que nos miraban más que de costumbre.
– ¿Qué? ¿Hablas en serio?
– Hablaban de nosotros. Dicen... –Michael se quedó callado.
– ¡Vamos, dilo, qué dicen!
– Pues...
– Por favor, dilo ya o mis nervios van a salir corriendo de mi cuerpo por su propio pie.
– En el club se comenta que te he operado a cambio de sexo.
– ¡¿Qué?!
– Lo sé, es una locura, pero lo que importa es que creen que es verdad.
– Necesito un martini con urgencia –afirmé mientras buscaba con la mirada un local de copas desesperadamente. Estaba tan patidifusa que no conseguía recordar dónde se encontraba el local cerca del que encontré a Isabella. Estaba por allí, en alguna parte.
– Ven aquí. Vamos, siéntate.
– ¡Necesito un martini! ¿Es que no me has oído? ¡Déjame! –grité cuando Michael intentó sentarme en un banco.
– ¡Pamela! –Las manos de Michael envolvieron mi cara, forzándome a mirarle a los ojos–. Tranquila, no pasa nada, ¿de acuerdo?
– ¿Qué no pasa nada? ¡Por el amor de Dior, creen que estoy operada! ¡Cómo no va a pasar nada!
– Sé como te sientes, pero no debes darle importancia. ¿Te das cuenta de que esto puede afectar seriamente a mi negocio? –Michael se sentó en el banco, algo abatido. Verle así me serenó los nervios–. Muchas de mis clientas frecuentan ese club.
– Oh, lo siento, querido, soy una egoísta –recapacité mientras le ponía la mano en el hombro cariñosamente y me sentaba a su lado.
– No pasa nada.
– Sí pasa. Yo pensando en mí misma y lo que en realidad importa es que corre peligro tu negocio.
– Pamela –Michael clavó sus ojos en mí, lo cual me produjo un extraño escalofrío. Fue como si tuviera a Samantha con una daga palpitando a mis espaldas, preparada para atacar–, hay algo más.
– ¿Algo más? ¿A qué te refieres?
– Decían algo más sobre ti.
– O sea, ¡esto es increíble! –gruñí, sintiendo que la sangre comenzaba a burbujear otra vez dentro de mis venas–. ¿Qué más decían?
– Sólo te lo diré si me prometes que mantendrás la cabeza fría.
– Sí, sí, lo que sea –asentí enfadada, con la única intención de que Michael hablara–. ¿Qué dicen?
– No, promételo de verdad.
– Que sí. ¡Lo prometo!
– Está bien. Se comenta...
– Qué.
– Se comenta que tus pamelas son de imitación.
– ¡¿Qué?! ¡Dime que he muerto y estoy en el infierno! ¡Oh, dímelo, por favor! ¡Esto no es posible! –Los duendes de la cólera habían dado rienda suelta a sus impulsos y ya entonaban su grito de guerra a mi alrededor, cuando de súbito se hizo un tenso silencio dentro de mí. El tono de mi voz pasó de la histeria a una calma que se escarchaba por momentos–. Pueden decir muchas cosas de mí. Puedo entender que critiquen mi forma de vestir o mi forma de hablar. Pueden decir, incluso, que mis turgentes pechos son fruto de una operación de cirugía plástica a manos de tu increíble talento. Pero decir que mis pamelas son de imitación es pasarse completa y absolutamente del contorno de lo tolerable. Quién sea que diga eso de mí, va a tener que rendirme cuentas. Eso, querido, te lo aseguro, como que me llamo Pamela Débora Serena Von Mismarch Stropenhauen.
– Pamela...
– No digas que no importa. Ni se te ocurra. Y lamento ponerte en la tesitura de hacerte testigo de que, sea quién sea la nefasta persona que haya extendido tales calumnias, lo pagará muy caro.

Me quedé allí de pie con el cuerpo tenso, mirando a Michael, que se había quedado callado. Una nube tapó la luz del sol, proyectando una sombra sobre nosotros. Era una sombra que me resultaba familiar, la misma sombra que se cernió sobre mí el día que eché la carta de Václav al buzón de correos. Pero ahora su contorno se revelaba como el de una mujer de hombros encorvados. Y supe que uno de mis presentimientos se había cumplido.

Siempre vuestra, y encolerizada sin límite
Pamela

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Por qué

lunes, abril 14


Queridos amigos virtuales,

Christopher estaba concentrado en conducir la limusina, como de costumbre. Mientras tanto yo aprovechaba para admirar las calles de mi querida Barcelona, preguntándome cuántas de las personas que veían mis ojos estarían volando en alas del amor. Quizá la mujer de mofletes rosados que vi salir del mercado era de noche la amante más deseada de un apuesto enamorado, puede que aquel muchacho poco agraciado que cubría su cabeza con una gorra tuviera en su mano el corazón ardiente de una inocente muchacha, y yo, sentada en mi lujosa limusina, solo tenía una copa de martini medio vacía en cuyo fondo flotaba una triste aceituna y un anillo en forma de corazón impregnado de traiciones.

– Christopher –dije.
– ¿Sí? –me respondió con su enérgica voz.
– ¿Puedo preguntarte algo?
– Por supuesto, ¿de qué se trata?

La pregunta que iba a formularle había recorrido mi red neuronal en innumerables ocasiones durante mi estancia en Praga, pero ahora estaba lista para darle forma entre mis labios.

– ¿Por qué besaste a Alessandro? –Ante mi pregunta, Christopher miró muy serio a la carretera y cogió con fuerza el volante.
– No lo sé –contestó al fin. Tras un profundo suspiro, prosiguió–: Yo estaba muy deprimido. Se acercaba el día del padre y le conté a Alessandro lo de Felicia, ya sabes. Y bueno, habíamos estado bebiendo.
– Entiendo –afirmé sin apartar la vista del espejo retrovisor, recordando lo que Christopher me contó aquel día.
– Alessandro fue tan comprensivo conmigo... No sé qué ocurrió. De repente nos estábamos besando, y fue entonces cuando apareciste. Ni siquiera tuve tiempo de saber qué había ocurrido. Salí corriendo detrás tuyo pero no te alcancé.
– Sí, mis tacones son muy rápidos cuando quieren –reí, intentando quitar importancia al asunto.
– Pero hay algo que sí sé. Me gustan las mujeres, única y exclusivamente. ¿De acuerdo?
– En efecto, querido. El otro día me quedó bastante claro. –Christopher se ruborizó.
– Pamela.
– Qué.
– ¿Por qué te fuiste corriendo cuando nos viste? ¿Por qué llorabas? –Christopher me miraba a través del espejo.
– Eh... –Su pregunta me cogió desprevenida. La conversación había dado un giro totalmente inesperado–. No sé. Me quedé tan impactada que no sé qué me pasó. Supongo que estaba conmocionada.
– ¿Seguro que fue eso?
– Seguro. –Hubo un largo silencio. Sentí que la verdad no tenía nada de malo, así que me dejé llevar–. En realidad, puede que os tuviera más afecto de lo que pensaba –confesé casi sin darme cuenta.
– Quieres decir...
– Quiero decir que sois mis amigos y no estaba preparada para algo así –corregí en el último momento. Mi cerebro se impuso rápidamente sobre mi corazón, antes de que las consecuencias de lo que había dicho pudieran cobrar vida propia y acorralarme entre la espada y la pared.
– Ah.
– ¿Te importaría subir la pantalla? Necesito hacer una llamada. –Me sorprendió la frialdad de mi voz.
– Sí, claro.

Mientras los ojos de Christopher se perdían tras el cristal negro con cierto atisbo de desconcierto, apuré la copa. Cogí el teléfono y llamé a Linus para que me diera cita lo antes posible. Sobre mi pamela algunas ideas revoloteaban como mariposas silvestres, aunque ninguna conseguía imponerse sobre las demás. Esperaba que mi psicoanalista consiguiera ayudarme con sus hábiles preguntas a dilucidar su errático vuelo, de manera que me permitiera entrever el rumbo que mis tacones debían tomar.

Sencillamente vuestra,
Pamela

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Cóctel: Pisco Sour

domingo, abril 13


Queridos amigos virtuales,

Según me contó Alessandro, el pisco sour es un cóctel cuyo origen ha diluido la niebla de la historia hasta convertirlo en una mezcolanza de datos históricos y leyendas que se entrelazan en un sinuoso tapiz. Unos creen que fue creado en el Chile del siglo XIX, otros, en cambio, que fue en el Perú del siglo XX. Por ende, existen dos recetas del cóctel, la chilena y la peruana, y aunque su preparación es diferente, en ambos casos se usa como base una mezcla de pisco, zumo de cítricos y clara de huevo.

El pisco, licor que se usa como base del pisco sour, es un aguardiente de uva perteneciente a la familia de los brandy. Nació en el siglo XVI, cuando los españoles llevaron la uva a Perú y los campesinos aprendieron a destilar su zumo con técnicas inspiradas en las técnicas españolas para producir brandy. Al principio sólo se consideró un mero aguardiente, pero con el paso de las décadas la bebida adquirió nombre propio cuando los marineros empezaron a llamarla de la misma forma que el puerto peruano donde la compraban, cuyo nombre era Pisco. Es por este motivo que Perú defiende que pisco es una denominación de origen exclusiva de esa zona de su país, mientras que Chile arguye que sólo es un término genérico, como pueda ser brandy o vino. El pisco de los dos países es diferente, tanto por la uva de la que se destila como por las técnicas de destilación, una razón más por la que el pisco sour de ambos también lo es.

El pisco sour de Perú se originó, según la versión más extendida, alrededor del 1920 en un bar de Lima llamado Bar Morris. Se desconoce si a manos de su dueño californiano o de los bármanes que trabajaban en su local, pero a raíz de su creación no tardó muchos años en extenderse por los hoteles más elegantes de la ciudad hasta hacerse tan famoso que incluso goza en la actualidad de un día a nivel nacional, denominado el día del pisco sour, y que se celebra el primer sábado de cada mes de febrero. Queridos, esta idea me pareció tan sublime que desde entonces sueño con el glorioso momento en que el gobierno decrete un día de los martinis en España.

El origen del pisco sour de Chile es un poco más confuso, ya que no existen datos concluyentes. Según narra la leyenda, un mayordomo inglés del velero Sunshine, llamado Elliot Stubb, abrió un bar al llegar a la ciudad de Iquique en 1872, ciudad que pertenecía a Perú en aquellos días. En sus experimentos por crear nuevas bebidas para aperitivo, creó uno que se transformó en una especialidad del local, un cóctel que acabaría por denominarse pisco sour, por el toque ácido que le otorgaba el limón. En los años venideros la bebida se extendería por la ciudad de Iquique y las tierras mineras del norte del país, hasta ser conocida en todo Chile.

Sea cual sea la verdadera historia del origen del pisco sour, queridos, lo cierto es que desembocó en dos recetas que, aunque similares, dan lugar a cócteles sensiblemente diferentes para el paladar experto. Los peruanos usan zumo de lima, mucho más ácido, en lugar del zumo de limón que utilizan los chilenos. Por eso en Chile no se añade almíbar para equilibrar la mezcla, ni tampoco amargo de angostura. Los peruanos, además, enfrían la mezcla agitándola en la coctelera, cosa que da como resultado un cóctel espumoso a causa de la clara de huevo, en lugar de servirlo con cubitos de hielo como se hace en Chile.

Finalmente me decanté por el pisco sour peruano. Alessandro me comentó que este cóctel se puede mezclar en una licuadora, en cuyo caso se debe dejar para el último momento la clara de huevo, pero personalmente prefiero la coctelera. También se debe tener en cuenta que su sabor variará en función del tipo de pisco, o de la combinación de piscos que se utilice, ya que existe una gran gama de piscos aromáticos.

Pisco Sour- 3/5 partes de pisco [9cl.]
- 1/5 parte de zumo de lima [3cl.]
- 1/5 parte de almíbar [3cl.]
- Una clara de huevo
- Una caricia espumosa
- Adorno: 2 gotas de Angostura Bitters
- Cristalería: vaso on the rocks
- Tomar: como aperitivo antes de las comidas

Introducir los ingredientes en la coctelera con abundante hielo y agitar hasta que la mezcla esté bien fría. Colar sobre un vaso on the rocks y decorar dejando caer sobre la espuma un par de gotas de Angostura Bitters. Ideal para sobrevivir a los agridulces de la vida.

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Reencuentro con Alessandro

sábado, abril 12


Queridos amigos virtuales,

Mientras el ascensor del hotel descendía, respiré hondo e intenté mantener intacta mi calma. En cuanto las puertas se abrieron salí despedida con tacón decidido hacia la sala de fiestas y me senté en la barra, a la espera de que Alessandro apareciera. Seguramente estaba cerca atendiendo algún asunto de trabajo.

No sabía por qué, pero mi corazón se había empeñado en acelerarse. Me pareció ver que algunos duendes se escondían, traviesos y sonrientes, entre las copas de martini vacías. En realidad no había meditado mucho acerca de lo que iba a decirle, así que tendría que improvisar.

Tan sólo unos minutos después, Alessandro entró en la sala de fiestas hablando por teléfono, envuelto en la atractiva aura de misterio de siempre. Se sentó a mi lado y me sonrió, indicándome con la mano que le disculpara por hacerme esperar. Mi corazón se aceleró un poco más. Por lo que pude escuchar, hablaba con una mujer, aunque su tono de voz era frío y contenía una evidente carga de rencor. Cuando terminó de hablar, me abrazó con fuerza mientras reía de felicidad. Fue uno de los abrazos más maravillosos que jamás he sentido, tan emotivo que apaciguó mis latidos y serenó mi alma. Nunca dejaría de sorprenderme el efecto que Alessandro ejercía sobre mí.

– Perdona –dijo con cara de circunstancias–, hablaba con Aga.
– ¿Va todo bien?
– Bueno, hemos tenido algunos problemas últimamente.
– Vaya, lo siento –afirmé, sorprendida por su repentina franqueza. Era la primera vez desde que lo conocía que Alessandro me hablaba de algo personal–. La verdad es que me lo imaginé cuando te vi con Christopher aquél día –afirmé sin pensar, dándome cuenta de lo que había dicho demasiado tarde.
– En aquellos momentos Aga y yo habíamos dejado la relación. –Entonces me di cuenta de que Alessandro no le había sido infiel a su novia, como yo había supuesto.
– Ah, pensé...
– Yo nunca he traicionado a Aga –afirmó con rotundidad, muy orgulloso y en un tono de voz bastante seco.
– De hecho... –dudé. Me sentía ofendida porque de nuevo me trataba como si no hubiera estado presente el día que intentó seducirme. Tuve unas feroces ganas de recordárselo y en un primer momento me contuve pensando que no serviría de nada, pero al final los duendes que se ocultaban tras las copas saltaron sobre mí y cambié de opinión–. De hecho lo pensaba porque hubo una noche que estuviste a punto de volverme loca. La noche que me quedé a dormir en tu casa.
– ¿Qué? Pamela, no sé de qué me hablas. –Parecía sorprendido. Sin embargo, sonreía.
– ¿Ah, no?
– De verdad, es que no sé a qué te refieres –repitió.
– En fin –dije, muy cansada–, da igual. ¿Y en qué situación se encuentra tu relación con Aga en estos momentos? –me atreví a preguntar, ya que me había dado permiso implícitamente al hablarme del tema.
– La hemos retomado, pero hay algunos puntos bastante serios que solucionar.
– ¿Entonces vas a intentar solucionarlos?
– Sí. Mientras vea avances por su parte, aunque sean pequeños, confío en que la relación continúe adelante. Ya llevamos cuatro años.
– No sabía que llevabais tanto juntos. Realmente, es mucho tiempo.
– Sí.

Aunque sabía que no debía tener tales pensamientos, deseé que su relación con Aga fracasara. Y, por primera vez, me pregunté cómo serían las cosas entre nosotros de haberme dejado seducir por Alessandro aquella noche.

Sinceramente vuestra, y envuelta en una crisálida de arrepentimiento
Pamela

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Augurios

jueves, abril 10


Queridos amigos virtuales,

Mientras el sobre rosa que contenía la carta que había escrito para Václav se deslizaba entre mis dedos y caía en el buzón de correos, tuve una doble premonición, dos augurios que acariciaron mi corazón al mismo tiempo. Uno fue como una brisa cálida y gentil que fluyó alrededor de mi pamela, el otro fue como un escalofrío que se cernió unas décimas de segundo sobre el cielo de Barcelona. Los vellos de mis brazos se despertaron.

El claxon de la limusina me sacó de mis ensueños y regresé antes de que le pusieran una nueva multa a mi querido Christopher por estar estacionado en doble fila. Puntual como un reloj, mis tacones se adentraron en la clínica de mi fisioterapeuta a la hora convenida y, cuando me hizo pasar, le conté el diagnóstico que me había hecho la traumatóloga del hospital.

– Su escoliosis se debe a que su cadera está ladeada –dijo, y parpadeó con fuerza–. Tal como lo veo yo, hay dos posibilidades. Que esté así debido a un golpe, a algo puntual que la ha descolocado, o, por el contrario, que su cuerpo tienda a esa posición de forma natural.
– Ahá.
– En el primer caso, con un par de sesiones de fisioterapia colocaremos la cadera en su sitio y la desviación de la columna desaparecerá. En el segundo caso es un poco más complicado. Habría que estudiar las causas que provocan el ladeo de la cadera, posiblemente su forma de caminar o su estructura ósea, y posiblemente colocar un alza en uno de sus zapatos para corregirlo. Esto llevaría más tiempo y se necesitaría un seguimiento, pero no ponga esa cara –sonrió, parpadeando de aquella forma otra vez–, no es nada grave.
– Espero que sea la primera opción, porque la idea de retocar mi maravillosa colección de zapatos no me gusta demasiado. Entiéndame, o sea, profanar mi santuario del calzado me parece del todo horroroso.
– Bueno, entonces no adelantemos acontecimientos, ¿no le parece? –Aunque Jabes estaba serio, una sonrisa parecía latir en sus pupilas negras.
– Sí, mejor. ¿Cómo sabremos si se trata de uno u otro caso?
– Si le parece bien, haremos las dos sesiones y veremos si en una o dos semanas la cadera se mantiene en su sitio o si vuelve a ladearse.
– De acuerdo.
– Muy bien –sentenció, y parpadeó así de nuevo–, entonces acabemos con el cuello y el próximo día nos pondremos con la cadera.

En la hora que duró la sesión, las manos de Jabes liberaron la tensión de mis músculos y desconectaron mi cabeza del cuerpo. Las sensaciones me llevaron a una playa llena de corales en la que la arena masajeaba mis impulsos eléctricos y el sonido del mar me llenaba de un vigor hipnótico. Yo llevaba un atrevido bañador rosa estampado de tulipanes amarillos y corría llena de felicidad por la orilla, sosteniendo con la mano mi pamela para que no saliera volando. Sin embargo, algo me impedía liberarme por completo. Era como si en aquellas aguas turquesas hubiera algo escondido, a la espera de que mi piel se mojara con ellas para abordarme. No podía verlo, pero podía sentirlo en la pamela.

Relajadamente vuestra,
Pamela

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Carta para Václav

miércoles, abril 9


Mi querido Václav,

Sé que no querrás saber nada de mí ni de lo que tengo que decirte, y lo comprendo. Sólo espero que llegues a leer mis palabras antes de que tus fuertes manos las desgarren para condenarlas al olvido.

Primero, y lo más importante, quiero que sepas que bajo ningún concepto pretendí hacerte daño. Mis sentimientos por ti, aunque prematuros, eran sinceros y bienaventurados. Nacían de una sensación cálida e inesperada que se arremolinó en mi corazón sin avisar, llenándome de una fuerza que todo mi ser anhela desde que tengo uso de razón.

En la fresca penumbra de la noche nos sentimos intrépidos, llenos de un coraje casi trascendental. Sin duda fuimos afortunados durante aquellos breves instantes. Sin embargo, no podíamos dar la espalda a la evidencia que la luz de la realidad mostró ante nosotros por la mañana. Fuimos víctimas de unas circunstancias que nos vendaron los ojos como a niños, ciegos de ilusión. Pero no somos niños, Václav, somos adultos con responsabilidades que debemos asumir, con nosotros mismos y con los que nos rodean.

Espero que lo entiendas e imploro tu perdón, desde lo más profundo de mi alma y con toda sinceridad.

Te quiso, con todo su corazón,
Pamela

Posdata:
El hombre con el que me viste en el ascensor no era más que un insolente y pobre diablo que tuvo la suerte de toparse conmigo en el lugar y momento menos indicados. Siento haber tomado tan drástica y lamentable solución pero, querido, no se me ocurría otra manera de apartarte de mí. ¡Eres rematadamente obstinado!

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La Marquesa de Roncesvalles

domingo, abril 6


Queridos amigos virtuales,

La Marquesa de Roncesvalles tenía un curioso don, el de la oportunidad inoportuna. Si un día tenía estropeada la máscara de mis pestañas, allí aparecía ella para recordarme, con exquisita amabilidad, eso sí, que debía ir al tocador a retocarme. Si alguna vez había sufrido el infortunio de que un soplo de viento arruinara mi peinado, allí asomaba ella su pequeña cabeza para indicármelo con impecable cordialidad. Y si un día cometía el terrible error de cogerme de la mano con un amigo en público, allí estaba ella para tomar buena nota y, con toda seguridad, hacer que antes de que asomara el sol de un nuevo día estuviera en boca, sin excepciones, de todo nuestro club social.

Y luego estaba su odioso perro de pedigrí, al que por suerte no permitían la entrada en el club social. Se trataba de un caniche que tenía por costumbre lanzarse contra mis piernas para convertir las más delicadas medias en harapos llenos de carreras.

– ¿Es amor lo que ven mis ojos? –insistió la Marquesa. Sus ojillos me miraban con atención, inexpresivos, esperando el menor desliz en mis palabras para lanzarse al ataque.
– No –respondió Michael al ver que me la quedaba mirando fijamente sin decir nada–. Nada me duele más que desilusionar a una dama, todo el mundo lo sabe, es cierto, pero no es amor lo que ve usted, sino sincera amistad.
– En efecto –reafirmé, dando gracias al cielo por haber dado a Michael una lengua locuaz y la iniciativa para utilizarla. Lo cierto era que ese día no me sentía con fuerzas para enfrentarme a la Marquesa.
– Y elocuente, además de apuesto. Mis disculpas, Débora –me dijo sin apartar la vista de Michael. A pesar de rectificarla en numerosas ocasiones, siempre acostumbraba a llamarme por mi segundo nombre–, me complace sinceramente por ti.
– Gracias –contestó él con galantería–. Y usted, si me permite la osadía de alabar sus virtudes, que no parecen pocas a primera vista, además de vestir con elegancia se mueve con soltura. –Ante el comentario de Michael me atraganté y empecé a toser, pues la Marquesa de Roncesvalles tenía los hombros caídos y una incipiente joroba que le daban muchas cosas, pero un aire distinguido no era una de ellas.
– Perdón. Me he atragantado con la aceituna –aclaré.
– ¿Y a qué se dedica usted, si no es demasiado preguntar? –prosiguió la Marquesa tras mirarme con desdén.
– Claro que no. Soy cirujano plástico.
– Ah, ya veo, ahora lo entiendo todo –sentenció ella, mirando mi cuerpo por encima de su hombro encorvado.
– ¿Qué quiere decir? – Yo sabía que no debía picar el anzuelo, pero su insinuación me pareció tan ofensiva que no lo pude evitar. Aquello era más de lo que estaba dispuesta a soportar.
– Oh, nada.
– No, diga. ¿Qué ha querido decir? ¿Qué es lo que entiende ahora? –exigí.
– Nada, Débora –alegó con una risita nerviosa–. No he dicho nada.
– Seguro que no ha querido decir nada –intervino Michael para apaciguar la creciente tensión–. Ha sido sólo una forma de hablar, ¿verdad?
– No lo creo –persistí sin dejar de mirar a la Marquesa, muy seria.
– De verdad que no quería decir nada, lo he dicho sin pensar –corroboró ella con candidez.
– No estaría insinuando, por un casual, que la escultura que es mi cuerpo tiene algo que ver con las manos y el talento de Michael.
– No, pero ahora que lo sugieres...
– Nuestra amistad no tiene nada que ver con su trabajo –afirmé tajantemente–, y mucho menos mi maravilloso cuerpo.
– Débora –continuó la Marquesa mientras se llevaba la mano al escote en señal de sinceridad–, en ningún momento he querido decir...
– Sé muy bien lo que ha querido decir –la corté.
– ¡Oh! No entiendo por qué me hablas así –afirmó ofendida.
– Será porque se lo merece –repliqué.
– No entiendo por qué me atacas. Michael, ¿no le parece que Débora está un poco susceptible?
– No, creo que Pamela tiene razón –me apoyó Michael para sorpresa de la Marquesa, quien se quedó con cara de haber recibido una profunda herida en su dignidad–, se ha excedido con su comentario.
– Oh –dijo perpleja. Se había quedado sin palabras–. Está bien, creo que será mejor que me marche.
– Sí, será lo mejor –repitió Michael.
– Buenas tardes –dije yo.

La Marquesa de Roncesvalles se marchó con su aura cargada de negatividad y su caminar incierto, dejándome aliviada por un lado e inquieta por otro.

Incansablemente vuestra, y sutilmente agitada
Pamela

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Confesión de una seducción

sábado, abril 5


Queridos amigos virtuales,

Para cuando Michael y la doctora hubieron conseguido que entendiera que la escoliosis que padecía no era lo grave que yo estaba segura que era, porque estaba compensada, los lagos de mis ojos se habían derramado hasta límites insospechables entre múltiples hipos, lamentos y convulsiones. La doctora incluso quiso darme un calmante, y no entendí bien la mirada que me dirigió cuando lo rechacé educadamente sugiriendo su sustitución por un martini.

Pasé aquella tarde paseando en compañía de mi cirujano plástico, conversando de trivialidades. Tras el susto que había sufrido, prometí que nunca volvería a dejar pasar un día sin elegir cuidadosamente mi atuendo y los complementos que lo acompañaban, así que obligué a Michael a llevarme a mi mansión para elegir algo más apropiado que lo que me puse para ir al hospital. Fue imperdonable por mi parte haber cometido tal sacrilegio, y creer que mi salud se había visto mermada para siempre no era excusa. Algo así no debía repetirse jamás. ¡Imaginad lo que hubiera podido pasar si me hubiera cruzado con una de las arpías de mi club social! Injustificable, queridos, injustificable.

Al día siguiente, Michael y yo acordamos en encontrarnos en nuestro club social para jugar al tenis. Era consciente de que Michael sólo me lo proponía porque pensaba que no me sentía bien, y tenía razón. De alguna forma la noticia de mi desviación de columna me había dejado un poco baja de ánimos.

– ¡¿Qué encontraste a Christopher besándose tórridamente con Alessandro?! –Michael leía mis labios como si hubiera entendido mal y pudiera obtener de ellos una segunda lectura más verosímil.
– Por favor, Michael, baja la voz –susurré alarmada mientras miraba a mi alrededor. Tras comprobar que nadie nos había oído, continué–: En el almacén –aseguré, afirmando con la cabeza–. Por la laca de mis uñas perfectas que así es, querido.
– No me lo puedo creer –exclamó sin variar su expresión de asombro.
– Te puedes imaginar cómo me quedé yo. Decir que sufrí un síncope es poco. Estaba tan alucinada que me fui directamente al aeropuerto para irme del país, ¡incluso sin equipaje!
– ¿Pero son gays? No entiendo nada. ¿Alessandro no tenía una novia polaca?
– Sí. No sé. Después de verles pensé que hacía tiempo que eran amantes, ¿sabes? Las risas, las miradas cómplices, las largas conversaciones en la sala de fiestas... O sea, todo encajaba. Pero tras la conversación que mantuve el otro día con Christopher, creo que fue Alessandro quien lo sedujo.
– ¿En serio?
– Querido, no sabes lo seductor que puede ser Alessandro –afirmé sin pensar.
– ¿Ah, si? –preguntó Michael con tono de haber dado con un filón, arqueando una ceja–. Y, exactamente, ¿qué quieres decir?
– Sólo digo que me parece que Alessandro no es ningún santo.
– Pero ¿por qué lo dices? –Tras un pequeño silencio, puso cara de haber llegado a una conclusión importante–. No –negó tapándose media cara con la mano–. ¡Ha ocurrido algo entre vosotros!
– Querido, ¿qué le ocurre a tu discreción? –murmuré nerviosamente, mirando a los lados para controlar a las arpías de mi club social–. Claro que no, ¿por quién me tomas?
– No sé, como lo has dicho de esa manera tan convencida –masculló mientras cogía la raqueta de tenis y examinaba las cuerdas con indiferencia.
– Intentó seducirme –confesé por primera vez–, pero no lo consiguió.
– ¡Lo sabía! –exclamó con interés, dejando la raqueta–. Alessandro siempre me pareció interesante.
– ¿Interesante?
– Sí, ya sabes, del tipo de persona que acaba dando que hablar. Tan extrovertido y agradable pero tan atractivo y misterioso, todo al mismo tiempo. Mmm –musitó para sí–, así que ese es su secreto. Le gusta picotear incluso teniendo pareja. ¿Y cómo fue?
– ¿Eh?
– ¿Cómo intentó seducirte?
– Ah. Bueno, hace tiempo él estaba de baja por un esguince y un día que fui a verle me quedé a dormir en su casa. Aquél día hizo cosas muy extrañas, pero luego entendí que todo lo había hecho para seducirme. ¡Si incluso hizo un pase de ropa interior!
– ¿Qué?
– Christopher también estaba, querido, él también lo vio. –El nombre de mi chofer se quedó como un eco resonando en mi memoria. Durante unos segundos, mi cabeza se transformó en una computadora de posibilidades.
– ¿Estás bien, querida? –me preguntó Michael al ver que me había quedado absorta.
Christopher.
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Y si todo este tiempo he estado equivocada? O sea, ¿y si lo que hizo Alessandro aquella noche iba encaminado a seducir a Christopher, y no a mí? No, no puede ser –rectifiqué–, porque entonces no habría hecho lo de la cama.
– ¡¿Lo de la cama?! –preguntó Michael, escandalizado–. Pamela, si no me lo cuentas todo no puedo valorar con ecuanimidad.
– Cuando ya dormíamos me provocó durante horas poniéndose en contacto carnal conmigo.
– Pamela, no puedo con tus expresiones –rió escandalosamente. Y luego repitió para sí mismo–: En contacto carnal.
– Se hacía el dormido, pero estoy segura de que estaba despierto. Ha intentado hacerme creer que todo fueron imaginaciones mías, ¿sabes?, pero sé que no. No pienso dudar nunca de lo que vi.
– Muy bien, querida. ¿Y qué es lo que piensas hacer?
– ¿Yo? Nada.
– ¿Nada? ¿Tu barman seduce a tu guardaespaldas y no piensas hacer nada?
– Exacto. No es de mi incumbencia lo que mis empleados hagan con su vida privada.
– Pamela, son algo más que empleados.
– Da lo mismo. Tampoco es de mi incumbencia lo que hagan mis amigos con su vida privada a menos que me pidan opinión, como hizo Christopher. Estoy realmente cansada, ¿sabes? –suspiré–. No me apetece meterme en pamelas de once varas. Lo único que voy a hacer es que Alessandro vuelva a tratarme como antes y deje de hacerme ese irritante vacío.

Nos quedamos en silencio. Al verme la cara, Michael me cogió la mano afectuosamente y me la apretó para brindarme su apoyo emocional.

– ¿Qué ocurre aquí? –preguntó una voz con interés. Era una voz tan irritante que sus palabras sonaron como arañazos sobre una pizarra. Con rapidez, retiré la mano de entre los dedos de Michael–. ¿De modo que Débora Von Mismarch ha conseguido por fin embaucar a un pretendiente?
– Michael –dije con resignada educación sin necesidad de mirar a la persona que había hablado. No necesitaba verla para saber de quién se trataba–, te presento a la Marquesa de Roncesvalles.

Siempre vuestra, e importunada
Pamela

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La jorobada de Notre-Dame

viernes, abril 4


Queridos amigos virtuales,

Al día siguiente, estaba en una camilla intentando alcanzarme los pies con las yemas de los dedos cuando Michael irrumpió en mis pensamientos. Al parecer se había enterado de tenía que hacerme una radiografía por boca de su amigo Jabes, y había venido directamente al Centro Hospitalario Teknon tras averiguar la hora en que me visitaba. Fue todo un detalle por su parte y, de hecho, me alegró el día.

Ahora se encontraba fuera, esperándome, mientras la doctora me examinaba la espalda para darme los resultados. Yo le había dicho que no era necesario, pero él se había empeñado en acompañarme. Debo reconocer que, en el fondo, y también en la superficie, por qué negarlo, deseaba que no me dejara sola y le estaba absolutamente agradecida por brindarme su compañía. Tener la columna desviada era una tara a la que no sabía si sería capaz de enfrentarme yo sola.

– Eso es, manténgase recta y estirada. No suelte los pies. Sólo será un momento –dijo la doctora.

Acto seguido su mano empezó a trepar por mi espalda propinándome pequeños golpes. De repente, una serpiente de creciente dolor realizó una carrera contra ella. En cuestión de segundos el malestar fue tan intenso que tuve que incorporarme, exhalando un improperio de lo menos adecuado para una dama.

Después de vestirme, la doctora colgó la radiografía y me diagnosticó lo que llamó escoliosis doble compensada, lo que quiera que significase eso. Empezó a exponer un galimatías sin sentido que resbaló por mis canales auditivos como sirope de chocolate deslizándose por una copa. Entre la confusión, sólo una idea se abrió paso para anidar en mi pamela: ahora era una jorobada. Supe que iba a perder mi estilizada figura para convertirme en un ser encorvado e indigno de los vestidos de alta costura que tanto me gustaban. En un instante desfilaron por mis ojos todas y cada una de las exquisitas telas que habían acariciado mi piel. Mi vida se había terminado. Abandonaría el país para habitar en el campanario de alguna catedral perdida en la que mi reputación se mantuviera intacta para siempre. Hasta acabaría comiendo con las manos y lavándome con jabón de coco, que me resecaría la piel hasta dejarla áspera y rugosa.

– ¿Por qué llora? –me preguntó la doctora.

Me levanté y salí del despacho corriendo desesperada. Michael se puso en pie nada más verme. Gimoteé mientras me lanzaba a abrazarle con el rimel formando una cortina sobre mi cara.

– ¡¿Qué ocurre?! –preguntó alarmado.
– ¡Soy una jorobada!

Sensiblemente vuestra,
Pamela

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Suspiros

jueves, abril 3


Queridos amigos virtuales,

Hay suspiros que expresan cansancio en el alma, otros son el reflejo de anhelos perdidos que no podemos recuperar, a veces muestran desesperación por cosas que escapan de nuestro control. Los suspiros que exhalaban mis perfilados labios provenían del abatimiento y la soledad que me azotaban lenta pero inexorablemente sin que nadie pudiera verlo, cual permanente lluvia gris.

– Muy bien. Ahora, si es tan amable, desnúdese y quédese en ropa interior –dijo la doctora–. ¿No está embarazada, verdad?
– No –respondí. Y añadí para mí–: Sólo me faltaba eso.

Me quité la ropa lentamente mientras me cubría de sombras por dentro. Mis ganas de combinar vestuario y complementos habían hecho las maletas para tomarse unas merecidas vacaciones. Lo supe cuando vi que mi vestido no hacía juego con mis zapatos, y éstos a su vez discordaban con mi bolso. Además me había puesto un vestido de hacía un par de temporadas. ¿Acaso se podía caer más bajo, queridos?

– Ahora no se mueva. Sé que la postura es algo incómoda, pero debe quedarse quieta para que la radiografía salga bien.
– Muy bien –respondí obediente, colocada de pie en la fría máquina.

Sin duda la vida tenía algo planeado para mí. Quería creer que al salir del hospital me convertiría en la princesa de algún cuento inesperado, en el que evidentemente estaría rodeada de maravillosos príncipes que no se convertirían en ranas con el primer beso. Quería creer que, al perder mi zapato de cristal de Swarovski, un lozano caballero estaría ahí para recogerlo y vendría a buscarme para devolvérmelo envuelto en una promesa de amor eterno.

– Hemos terminado. Ya puede vestirse.
– Gracias.

Salí de la sala de rayos X deseando que en la radiografía se vislumbrara algo más que mis estilizados huesos. Deseé que existieran unos rayos que pudieran desvelar lo que ocultaba el corazón, dibujando con líneas de colores una brújula que me guiara hasta el amor verdadero.

– Enseguida la atenderán. Puede esperar en la salita.
– De acuerdo.

Llegué a la sala de espera con un tornado de pensamientos haciendo una carrera por el borde de mi pamela. Entonces vi una sonrisa que refulgió dorada como el sol, disipándolo todo.

– ¡Michael! –exclamé con alegría.

Hay suspiros teñidos de gris, suspiros que nos persiguen para recordarnos nuestras desgracias, suspiros que preceden al llanto y la pena. Yo suspiré, pero esta vez mi suspiro estaba lleno de la satisfacción que embarga a quién abraza a un amigo.

Eternamente vuestra,
Pamela

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