Confesión de una seducción

sábado, abril 5


Queridos amigos virtuales,

Para cuando Michael y la doctora hubieron conseguido que entendiera que la escoliosis que padecía no era lo grave que yo estaba segura que era, porque estaba compensada, los lagos de mis ojos se habían derramado hasta límites insospechables entre múltiples hipos, lamentos y convulsiones. La doctora incluso quiso darme un calmante, y no entendí bien la mirada que me dirigió cuando lo rechacé educadamente sugiriendo su sustitución por un martini.

Pasé aquella tarde paseando en compañía de mi cirujano plástico, conversando de trivialidades. Tras el susto que había sufrido, prometí que nunca volvería a dejar pasar un día sin elegir cuidadosamente mi atuendo y los complementos que lo acompañaban, así que obligué a Michael a llevarme a mi mansión para elegir algo más apropiado que lo que me puse para ir al hospital. Fue imperdonable por mi parte haber cometido tal sacrilegio, y creer que mi salud se había visto mermada para siempre no era excusa. Algo así no debía repetirse jamás. ¡Imaginad lo que hubiera podido pasar si me hubiera cruzado con una de las arpías de mi club social! Injustificable, queridos, injustificable.

Al día siguiente, Michael y yo acordamos en encontrarnos en nuestro club social para jugar al tenis. Era consciente de que Michael sólo me lo proponía porque pensaba que no me sentía bien, y tenía razón. De alguna forma la noticia de mi desviación de columna me había dejado un poco baja de ánimos.

– ¡¿Qué encontraste a Christopher besándose tórridamente con Alessandro?! –Michael leía mis labios como si hubiera entendido mal y pudiera obtener de ellos una segunda lectura más verosímil.
– Por favor, Michael, baja la voz –susurré alarmada mientras miraba a mi alrededor. Tras comprobar que nadie nos había oído, continué–: En el almacén –aseguré, afirmando con la cabeza–. Por la laca de mis uñas perfectas que así es, querido.
– No me lo puedo creer –exclamó sin variar su expresión de asombro.
– Te puedes imaginar cómo me quedé yo. Decir que sufrí un síncope es poco. Estaba tan alucinada que me fui directamente al aeropuerto para irme del país, ¡incluso sin equipaje!
– ¿Pero son gays? No entiendo nada. ¿Alessandro no tenía una novia polaca?
– Sí. No sé. Después de verles pensé que hacía tiempo que eran amantes, ¿sabes? Las risas, las miradas cómplices, las largas conversaciones en la sala de fiestas... O sea, todo encajaba. Pero tras la conversación que mantuve el otro día con Christopher, creo que fue Alessandro quien lo sedujo.
– ¿En serio?
– Querido, no sabes lo seductor que puede ser Alessandro –afirmé sin pensar.
– ¿Ah, si? –preguntó Michael con tono de haber dado con un filón, arqueando una ceja–. Y, exactamente, ¿qué quieres decir?
– Sólo digo que me parece que Alessandro no es ningún santo.
– Pero ¿por qué lo dices? –Tras un pequeño silencio, puso cara de haber llegado a una conclusión importante–. No –negó tapándose media cara con la mano–. ¡Ha ocurrido algo entre vosotros!
– Querido, ¿qué le ocurre a tu discreción? –murmuré nerviosamente, mirando a los lados para controlar a las arpías de mi club social–. Claro que no, ¿por quién me tomas?
– No sé, como lo has dicho de esa manera tan convencida –masculló mientras cogía la raqueta de tenis y examinaba las cuerdas con indiferencia.
– Intentó seducirme –confesé por primera vez–, pero no lo consiguió.
– ¡Lo sabía! –exclamó con interés, dejando la raqueta–. Alessandro siempre me pareció interesante.
– ¿Interesante?
– Sí, ya sabes, del tipo de persona que acaba dando que hablar. Tan extrovertido y agradable pero tan atractivo y misterioso, todo al mismo tiempo. Mmm –musitó para sí–, así que ese es su secreto. Le gusta picotear incluso teniendo pareja. ¿Y cómo fue?
– ¿Eh?
– ¿Cómo intentó seducirte?
– Ah. Bueno, hace tiempo él estaba de baja por un esguince y un día que fui a verle me quedé a dormir en su casa. Aquél día hizo cosas muy extrañas, pero luego entendí que todo lo había hecho para seducirme. ¡Si incluso hizo un pase de ropa interior!
– ¿Qué?
– Christopher también estaba, querido, él también lo vio. –El nombre de mi chofer se quedó como un eco resonando en mi memoria. Durante unos segundos, mi cabeza se transformó en una computadora de posibilidades.
– ¿Estás bien, querida? –me preguntó Michael al ver que me había quedado absorta.
Christopher.
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Y si todo este tiempo he estado equivocada? O sea, ¿y si lo que hizo Alessandro aquella noche iba encaminado a seducir a Christopher, y no a mí? No, no puede ser –rectifiqué–, porque entonces no habría hecho lo de la cama.
– ¡¿Lo de la cama?! –preguntó Michael, escandalizado–. Pamela, si no me lo cuentas todo no puedo valorar con ecuanimidad.
– Cuando ya dormíamos me provocó durante horas poniéndose en contacto carnal conmigo.
– Pamela, no puedo con tus expresiones –rió escandalosamente. Y luego repitió para sí mismo–: En contacto carnal.
– Se hacía el dormido, pero estoy segura de que estaba despierto. Ha intentado hacerme creer que todo fueron imaginaciones mías, ¿sabes?, pero sé que no. No pienso dudar nunca de lo que vi.
– Muy bien, querida. ¿Y qué es lo que piensas hacer?
– ¿Yo? Nada.
– ¿Nada? ¿Tu barman seduce a tu guardaespaldas y no piensas hacer nada?
– Exacto. No es de mi incumbencia lo que mis empleados hagan con su vida privada.
– Pamela, son algo más que empleados.
– Da lo mismo. Tampoco es de mi incumbencia lo que hagan mis amigos con su vida privada a menos que me pidan opinión, como hizo Christopher. Estoy realmente cansada, ¿sabes? –suspiré–. No me apetece meterme en pamelas de once varas. Lo único que voy a hacer es que Alessandro vuelva a tratarme como antes y deje de hacerme ese irritante vacío.

Nos quedamos en silencio. Al verme la cara, Michael me cogió la mano afectuosamente y me la apretó para brindarme su apoyo emocional.

– ¿Qué ocurre aquí? –preguntó una voz con interés. Era una voz tan irritante que sus palabras sonaron como arañazos sobre una pizarra. Con rapidez, retiré la mano de entre los dedos de Michael–. ¿De modo que Débora Von Mismarch ha conseguido por fin embaucar a un pretendiente?
– Michael –dije con resignada educación sin necesidad de mirar a la persona que había hablado. No necesitaba verla para saber de quién se trataba–, te presento a la Marquesa de Roncesvalles.

Siempre vuestra, e importunada
Pamela

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