Desvíos del destino

lunes, marzo 31


Queridos amigos virtuales,

Mientras esperaba a que mi fisioterapeuta me hiciera pasar a su consulta, pensé en lo que habría ocurrido si aquel agente no nos hubiera interrumpido. Unos minutos pueden suponer una diferencia tan sustancial que la mariposa del destino puede volar por caminos totalmente diferentes. No podía dejar de pensar en los millones de posibilidades que morían cual ramas marchitas en el árbol de la vida. Sólo una conseguía florecer. Una.

Cuando el agente hubo comprobado que Christopher no se hallaba bajo los efectos del alcohol y le hubo puesto la multa por la temeraria maniobra que había hecho al aparcar, la locura que nos había embargado se había desvanecido. Él se sentó en el asiento del conductor y yo volví a ser su protegida. Fui consciente del muro que nos separaba, un muro que antes jamás había visto tan claro. Podía haberle gritado que se pasara a la parte de atrás de la limusina otra vez, podía haberle dicho que merecía la pena intentarlo, pero comprendí que ambos teníamos una semilla instalada en el corazón y hasta que no la arrancásemos ninguna relación tendría sentido. Su semilla contenía la idea de un amor extinto y vacuo llamado Felicia, la mía contenía el anhelo de un amor imposible y lleno de fantasía llamado Václav. Éramos dos personas desplazadas del presente por deseos que se nos escurrían de los dedos.

– Señorita, ya puede pasar –me dijo la secretaria.

Envuelta en un halo de melancolía, entré en la consulta de mi fisioterapeuta sin decir apenas nada y me senté para someterme al encanto de sus manos, deseando que me arrastraran lejos de mis pensamientos. Esta vez, antes de dejarme caer sobre suaves campos de algodón me llevaron por desiertos cubiertos de espinas, pero lograron su cometido y dejé de pensar.

– Parece que el cuello está un poco mejor –afirmó Jabes.
– Menos mal.
– ¿Puede quitarse la parte superior del vestido?
– ¿Cómo dice?
– Necesito verle bien la espalda.
– ¿No es suficiente con que me quite la pamela?
– Póngase de pie, así –dijo Jabes ignorando mi pregunta, colocándome de espaldas a él–. Si me permite –añadió mientras me bajaba la cremallera del vestido.

Mentiría que dijera que la situación no me resultó tensa. ¡Un atractivo desconocido estaba bajándome la cremallera del vestido! No obstante, me mentalicé de que era mi fisioterapeuta y que era un profesional cuyos objetivos eran únicamente terapéuticos. Eso me tranquilizó. Me bajé el vestido hasta la cintura y respiré hondo cuando sus tibias manos recorrieron mi columna.

– Ahora siéntese –ordenó–. Lo que sospechaba. ¿Sabía usted que tiene la columna desviada?
– ¡¿Qué?! –Ante el comentario, me di la vuelta de golpe y sólo me di cuenta de que tenía el vestido en la cintura cuando vi cómo Jabes me miraba los pechos de soslayo.
– Ejem... –carraspeó–. Ya puede vestirse.
– ¿Cómo que tengo la columna desviada? –Estaba demasiado atónita para sentir pudor.
– Para estar seguros debería ir a su médico y pedirle una radiografía. Creo que podría ser escoliosis provocada por una desviación en la cadera, porque cuando usted está sentada la columna permanece recta. ¿Se ha dado algún golpe en la cadera?
– No que yo recuerde.
– ¿Alguna vez tiene dolores de espalda?
– Si es así son leves.
– Bueno, lo primero que debe hacer es ir a que le hagan una radiografía. Y no olvide pedir hora al salir para nuestra próxima sesión. Ya falta poco para que su cuello esté perfectamente.
– Lo haré, gracias.

Me marché de allí sintiéndome un poco más cabizbaja, si cabe, de lo que había entrado. Y suspiré.

Sinceramente vuestra, e insalubremente deprimida
Pamela

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Reencuentro con Christopher

miércoles, marzo 26


Queridos amigos virtuales,

Tras mi sesión con el fisioterapeuta, llegué al hotel y descansé durante tres días. Aunque sólo Michael sabía de mi regreso a Barcelona, los demás no tardarían en enterarse. Así que cogí mi móvil y, lanzándome a lo inevitable, llamé a Christopher para que me llevase a hacer unas compras.

Cuando el teléfono empezó a sonar me puse nerviosa, aunque cuando descolgó sufrí una descarga de adrenalina que me devolvió la serenidad. Christopher casi no se lo podía creer. Estaba tan sorprendido de que estuviera en Barcelona que se quedó callado al otro lado del teléfono. Eso me dio más confianza y me permitió mantener el control de la conversación. Tras unas parcas palabras, me indicó que llegaría en media hora.

No puedo negar que subí a la limusina envuelta en un aire gélido, aunque cortés. Intenté comportarme con normalidad, como si nada hubiera ocurrido un mes atrás. De alguna manera, el sueño que tuve en el avión me había hecho entender que no tenía ningún derecho a enfadarme por lo que dos personas adultas hubieran hecho de mutuo consentimiento. Nada me debían a mí. Me había sentido traicionada sin razón y me había comportado como una tonta colegiala. Y eso, queridos, tenía que cambiar.

– Siento mucho no estar presentable. Apenas he tenido tiempo de prepararme –se disculpó mi chofer.
– No te preocupes. Además la barba te sienta muy bien, querido. Vamos de compras. Ya sabes dónde tienes que ir.
– Enseguida.

Antes de que pusiera en marcha la limusina, me serví un par de dry martinis. Sé que no debía hacerlo porque aún estaba tomando calmantes, pero os juro que lo necesitaba para soportar la creciente tensión. Christopher no dejaba de mirarme de soslayo a través del espejo retrovisor, intentando leer en mi comportamiento alguna pista sobre mis pensamientos. Sabía que alguien tenía que romper el hielo, y por fortuna fue Christopher quién lo hizo.

– Pamela, tenemos que hablar.
– ¿Sí? –pregunté como si no supiera nada sobre la cuestión.
Lo que ocurrió en el almacén... –comenzó. Sus ojos me miraban fijamente a través del espejo.
– No, Christopher –le corté, y me acerqué para poner mi mano sobre su hombro–. No tienes que darme explicaciones. Lo que vi no es asunto mío, y eso es todo.
– Es que tú no lo entiendes.
– Christopher, no hay nada que entender. De verdad, es que no tienes que explicarme nada. Lo que hagas en tu vida privada no me concierne en absoluto más que como amiga tuya.
– Yo...
– Y como amiga, querido, os doy todo mi apoyo. Quizá lo único reprobable sea el uso que le disteis al almacén –proseguí con un vendaval de palabras–, pero a excepción de eso, sois personas adultas y responsables de vuestras decisiones.
– No...
– Y vuestra opción sexual es tan respetable como cualquier otra. Yo os apoyo, y lo digo con la mano en el corazón, Christopher. El día que os caséis yo seré la primera en ofrecerme como dama de honor, te lo prometo. Una preciosa dama de honor. Sería imperdonable perderme un evento así.
– ¡¿Qué?!
– Ya lo estoy viendo, uno con traje blanco de Pertegaz y otro con traje negro de Emidio Tucci. Será una boda preciosa. Querido, no pongas esa cara. ¡Hoy en día ser gay es tan normal como ser heterosexual!
– ¡No soy gay! –explotó Christopher.
– No pasa nada, a mí puedes contármelo –sugerí comprensivamente mientras apuraba otro martini con una sonrisa–. Sé guardar un secreto, querido. Prometo no sacarte del armario por la fuerza.

Christopher dio un volantazo con la limusina y aparcó violentamente. Si no hubiera estado bajo los efectos del alcohol y los calmantes, seguramente me habría asustado, pero en lugar de eso me puse a reír frenéticamente. Christopher salió del coche y se introdujo conmigo en la parte de atrás.

– ¡Escúchame! –gritó cogiéndome de los hombros. La verdad es que parecía un poco desesperado, pero estaba tan increíblemente guapo como siempre–. ¡No soy gay!
– De acuerdo, no eres gay.
– ¡¿No me crees?!
– Christopher, te vi besándote con Alessandro, ¿qué esperas que crea? –Entonces comprendí–. ¡Ah, eres bisexual!
– ¡No!
– Lo siento, pero estoy confusa, querido. ¿Qué eres exactamente, extraterrestre?

Pude ver cómo la furia reverberaba en las pupilas de Christopher, concentrándose hasta prender la llama de la temeridad. Decidido, me abrazó con sus fuertes brazos y me besó con frenesí. Al principio me cogió desprevenida y me dejé llevar, pero al notar la presión de cierta parte de su cuerpo que no nombraré aquí, recuperé la cordura y conseguí apartarle de mí.

– ¡¿Pero qué haces?! ¡¿Te has vuelto loco?!
– ¿Lo ves? No soy gay –afirmó satisfecho, haciendo alarde de una bravuconería que me era totalmente desconocida–, y si quieres continuamos con la demostración.

Christopher estaba envalentonado cual toro de Miura. Su poderoso pecho subía y bajaba de plena excitación. El sudor le resbalaba sien abajo. Su mirada me atravesaba llena de un deseo sórdido y visceral. Me sentí tan mujer que estuve a punto de perder el control tras los cristales tintados de mi limusina y de entregarme a él a pesar de que Václav aún caminaba sobre el ala de mi pamela. Me encendí de tal manera que estaba a punto de transformarme en una fiera que nunca pensé que habría dentro de mí. Pero en ese momento un sonido llamó nuestra atención. Alguien estaba picando en la ventanilla. Nos recolocamos rápidamente y Christopher bajó el cristal.

Un agente de la guardia urbana apareció del otro lado.

– Los papeles y salga del coche –dijo en tono poco amistoso.

Siempre vuestra, y dentro de una caja de sorpresas
Pamela

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Manos celestiales

martes, marzo 25


Queridos amigos virtuales,

Mi cita con Michael no se prolongó demasiado. Se quedó decepcionado al ver que no me acompañaba James y perplejo al verme con tortícolis. Después me regañó por no ir a la consulta de mi médico general y, como siempre, le respondí que prefería que me atendiese él aunque su especialidad fuera la cirugía plástica.

Cuando me auscultó el pecho, otra vez me sorprendí recordando cierto encuentro del pasado. Mis latidos se aceleraron en contra de mi voluntad y me ruboricé ante la certeza de que estaba escuchando mi orquesta interior con toda claridad. Durante esos silenciosos momentos pensé en lo curioso que era, queridos, cómo reaccionamos de la misma manera ante un determinado estímulo. Tras revisarme el cuello con la extrema delicadeza de que carecían sus bromas, Michael me recomendó un fisioterapeuta amigo suyo que tenía manos expertas.

Gracias a mi amistad con Michael, la secretaria del fisioterapeuta me dio cita para esa misma tarde. Llegué a la hora convenida envuelta en el deleite de la exclusividad, y enseguida me hicieron pasar a consulta. Cuando Michael dijo que tenía manos expertas di por hecho que el fisioterapeuta tendría una cierta edad, sin embargo, al abrir la puerta y girar mi cuerpo para que mi cabeza quedara alineada con la estancia, me encontré frente a un gallardo joven de ojos almendrados y sonrisa seductora llamado Jabes.

– Buenas tardes –dijo educadamente con una simpática voz–. ¿Cómo está?
– Bien, gracias. Soy Pamela Débora Serena –respondí, todavía descolocada.
– No será por nombres dónde elegir –sugirió él en tono gracioso.
– Sí –afirmé muy seria, intentando entender lo que me estaba diciendo.
– Bueno, está claro dónde está su problema. ¿Cómo ha sido?
– ¿Qué problema?
– ¿No ha venido por el cuello?
– ¡Ah, sí, sí! Mi cuello, eso es. No puedo moverlo.
– Parece tortícolis. Déjeme ver. Siéntese.
– Por supuesto. –Por la velocidad con la que reaccioné y la cara que puse, reconozco que cualquiera hubiera dicho que padecía cierto retraso mental–. También sufro una contractura cervical –añadí mientras me sentaba con una extraña parsimonia.
– Necesitaré que se retire el sombrero.
– Oh, claro, la pamela –lo corregí.

Mientras liberaba mi cabeza de tan indispensable complemento, la inseguridad sacó sus uñas y amenazó con apoderarse de mí. Incluso noté que me estaba poniendo a temblar. Por un momento no supe qué me estaba pasando, pero algo me dijo que cerrara los ojos y respirara profundamente. Entonces sentí que una burbuja nacía en el centro de mi ser. Seguí respirando y olvidé todo acontecimiento pasado o futuro. El presente se desvaneció. Deseché los claroscuros de mi corazón y acepté el cálido contacto de las manos que me acariciaban el cuello.

Si Jabes dijo algo, no lo escuché. Entré en una especie de trance que experimentaba en ese momento por primera vez. Mi cabeza volaba en alas de unas manos en cuya seguridad podía abandonarme sin preocupaciones. Era una sensación tan sutil, tan plácida, que perdí la noción del tiempo.

De repente, un movimiento brusco y enérgico me devolvió a la realidad. Me recorrió una punzada de dolor y abrí los ojos, sobresaltada.

– Tranquila. ¿Cómo se siente? –me preguntó Jabes con dulzura, sin dejar de sostenerme la cabeza desde atrás.
– Muy bien –respondí, y sonreí atontada. Me di cuenta de que el cuello me hervía de calor.
– Magnífico. Ahora intente mover el cuello, pero lentamente, muy lentamente. –Lo pude mover en todas direcciones–. ¡Es increíble, me ha curado! –Impulsada por la emoción, me levanté de la silla de golpe y me di la vuelta. Entonces un chasquido me indicó que algo no iba bien–. No, creo que vuelvo a estar enferma.

Me llevé la mano a la nuca con la cara contraída de dolor, a punto de ponerme a llorar como una niña pequeña, y el fisioterapeuta me miró con una mueca de reproche en los labios y moviendo la cabeza hacia los lados.

Impacientemente vuestra,
Pamela

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Un Picasso en movimiento

lunes, marzo 24


Queridos amigos virtuales,

James se fue y yo suspiré de alivio. Sin embargo, cuando me puse en pie me di cuenta de que no había previsto cómo iba a salir de allí sin hacer el ridículo. Lo intenté, pero seguía sin poder mirar hacia delante. Respiré hondo e incliné mi pamela lo suficiente como para conseguir bajar del avión sin llamar demasiado la atención, si bien es cierto que mis tacones estuvieron a punto de traicionarme en las escaleras.

Me retrasé haciendo ver que revolvía mi bolso para quedarme en la retaguardia del grupo. Debo reconocer que en mi postura no me resultó difícil asomarme a través de la pared para ver si James se había marchado ya de la zona de recogida de equipajes.

Cuando casi no quedaba nadie, recogí mi maleta y salí del aeropuerto sintiéndome como un Picasso en movimiento, no sin antes chocarme con varias personas por el camino. Estaba tan desesperada por irme de allí que, en lugar de llamar a un transporte adecuado, me dirigí a la cola de taxis. Fue entonces cuando una limusina empezó a avanzar a mi lado. Lo supe, queridos, porque mi cabeza no me dejaba mirar en otra dirección.

– ¿Me permite acompañarla? –preguntó James cuando bajó la ventanilla.
– ¡¿Otra vez usted?! –exclamé sin detenerme–. ¿Es que nunca se rinde?
– No si la cuestión merece la pena.
– Ah, y dígame, ¿cuál es exactamente la cuestión?
– A cuántos taxistas voy a tener sobornar para que me deje escoltarla a su destino. Por cierto, yo que usted tendría cuidado con esa... –James no consiguió acabar la frase antes de que me chocara contra una papelera y me cayera al suelo. En un segundo, salió del coche y me ayudó a levantarme–. ¿Se ha hecho daño? –preguntó. Debo reconocer que me sorprendió que lo dijera con tanta preocupación.
– Estoy bien.
– ¡Su cuello! ¿Qué le ocurre?
– Nada –mentí.
– Ah, ahora comprendo, por eso llevaba collarín. Vamos, suba –ofreció, y su tono de voz dio a entender que me ofrecía una tregua.
– Le agradezco el ofrecimiento, pero creo que tomaré un taxi.
– Nada de eso. Y no admitiré un no por respuesta. Suba. –Prácticamente por la fuerza, James me hizo subir a la limusina–. ¿Un martini?
– Créame, nunca pensé que diría esto, pero no puedo. Estoy tomando calmantes.
– Como quiera. Aunque uno suave no le vendría mal –sugirió pasando el dedo por el borde de una copa, con ese tentador tono de voz que tan bien se le daba utilizar.
– Disculpe, tengo que hacer una llamada, espero que no le importe.
– No, en absoluto. Adelante.

Cogí el móvil y llamé a mi cirujano plástico, aunque no puedo negar que resultaba muy extraño tener que hablar mirando de lado, en dirección a James.

– ¡Pamela! –exclamó Michael desde el otro lado del teléfono.
– Buenos días, querido –dije en español.
– ¿Me disculpas? Es una llamada urgente. Enseguida estoy contigo. Gracias.
– ¿Me lo dices a mí?
– No, espera. –Escuché el ruido de una puerta–. Hablaba con una clienta. ¿Se puede saber dónde te habías metido? Estábamos muy preocupados –afirmó con aire ofendido.
– Oh, lo siento. Es que he tenido inconvenientes que atender fuera del país.
– ¿Estás bien?
– Bueno, más o menos. Sí.
– ¿Dónde estás? Puede dejarlo ahí. Lo firmaré enseguida –susurró Michael, probablemente hablando con su secretaria.
– De camino a tu consulta, en la limusina de un amigo. Llamaba para cerciorarme de que estarías ahí.
– ¿Ah, sí? ¿Un amigo? –preguntó Michael con su tonillo de niño travieso–. Ahora entiendo a qué tipo de inconvenientes te referías. ¿Y es guapo ese... amigo?
– Michael, no empieces, que nos conocemos –le advertí.
– ¿No me vas a decir si es guapo?
– Michael –dije a modo de reproche.
– Vamos, sólo quiero saber si es guapo. No es mucho pedir.

Me detuve a mirar con detalle a James por primera vez, quien miraba distraído por la ventanilla. Su pelo, que llevaba levantado hacia delante con algún tipo de fijador que apenas se apreciaba, era tan negro como sus cejas. Éstas eran gruesas aunque bien delimitadas, y cubrían unos ojos de un verde radiante que contrastaban con el moreno color de su piel. Sus labios eran generosos y quedaban perfectamente delimitados por su barba de un par de días. Tenía la cara redonda, aunque sus mandíbulas se intuían fuertes, y la nuez que sobresalía junto al nudo de la corbata subía y bajaba sugerentemente con cada sorbo que daba a la copa que acababa de servirse. Las manos eran varoniles, y los movimientos que dibujaban en el aire transmitían una certera seguridad.

– Sí, se podría decir que es guapo, aunque demasiado insolente para mi gusto –respondí.
– ¿Vienes para aquí? –preguntó Michael.
– Sí.
– Perfecto. Así lo compruebo por mí mismo. Necesitas mi visto bueno.
– ¿Cómo?
– No pretenderás que el futuro Señor Von Mismarch salga contigo sin mi beneplácito.
– ¡Michael, acabo de conocerlo! –aclaré indignada.
– Con más razón. Así estás a tiempo de pensártelo antes de comprometerte.
– Michael, ¿se puede saber de qué hablas? ¡Me refiero a que acabo de conocerlo en el avión!
– Vaya, nunca pensé que fueras tan rápida. Chica, qué sex-appeal.
– Oh, Michael. –Me eché a reír–. Nos vemos ahora.
– Hasta ahora.

Guardé el teléfono y miré a James. Sus ojos tenían un brillo distinto, algo parecido a la osadía o al descaro. Lentamente, bebió de su copa y se relamió sensualmente los labios.

– ¿Así que insolente? –dijo James en un perfecto español. Lo había entendido todo.
– ¿Eh? –sólo acerté a decir. Estaba tan boquiabierta, que me quedé muda.

Absolutamente vuestra, y enmudecida
Pamela

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Rosa de fuego

domingo, marzo 23


Queridos amigos virtuales,

Haciendo caso omiso de la retahíla de comentarios que salía de labios del insolente James, me dispuse a dormir. Me quité el collarín porque me daba mucho calor y en breve me adentré en el mundo de los sueños, ayudada por los calmantes.

Soñé con el anillo en forma de corazón. En mi sueño, Václav lo llevaba en la mano mientras caminaba por un jardín. Se detenía frente a su novia, cuyos ojos azules estaban llenos de un amor sincero. Entonces se arrodillaba y le ponía el anillo en el dedo. Entre ellos, en el suelo, había una rosa cuyos pétalos brillaban bajo el sol como si fueran de fuego.

Todo cobró sentido. Las líneas se dibujaron en mi mente como el mecanismo de un ingenioso reloj, perfectamente harmónico. Cada acción tenía su reacción, cada hecho sus consecuencias. Comprendí que en realidad la vida era tan sencilla como una flor, y que para dirigirla una sólo tenía que ser responsable de sus actos y de las sucesivas consecuencias que de ellos se derivasen. Sólo entonces una misma dejaría de sentirse víctima de los acontecimientos y de los demás para convertirse en dueña y señora de su destino. Fue entonces cuando el perdón tomó forma en mi corazón.

Desperté al aterrizar, sintiéndome serena y tranquila. Cuán ignominioso fue mi horror al percatarme de que no podía girar el cuello, me dolía mucho. Al parecer mientras dormía había ladeado la cabeza, y ahora no podía volver a colocarla en su sitio.

– ¿Ha dormido bien? –me preguntó James, asomándose de repente. Ya que no podía mover el cuello para dejar de verle, miré al techo del avión.
– No me dirija la palabra.
– ¿Sigue enfadada por lo del beso?
– Ha sido inexcusable por su parte.
– Venga ya, ¡si usted me besó primero! Ahora estamos en paz.
– Es cierto, acción y reacción –murmuré para mí misma, recordando mi sueño.
– ¿Cómo dice?
– Nada, que tiene usted razón. Estamos en paz.
– Bueno, eso no es del todo cierto, ¿sabe? De hecho, para ser justos, todavía me debe una cena.
– ¿Qué? –pregunté anonadada.
– Es verdad.
– No puede hablar en serio –dije. Ante mi comentario James enarcó una de sus gruesas cejas–. Ni lo sueñe –sentencié.
– De acuerdo, no insistiré –apuntó James. Luego, mientras bajaba su equipaje de mano, añadió como si tal cosa–: pero sigo pensando que debería compensarme.
– Ah, ¿sí?
– Sí.
– Pues deje de pensar, no sea que al final le duela la cabeza. –James se rió a carcajadas ante mi sarcasmo. Luego me tendió la mano para ayudarme a levantarme.
– Si es tan amable.
– Se lo agradezco, pero prefiero esperar –respondí, con la esperanza de que se marchara.
– Entiendo. Muy bien, entonces esto es todo. Ojalá volvamos a encontrarnos.
– Sí, ojalá –ironicé.
Arrivederci.
– Adiós.

Deseosamente vuestra,
Pamela

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Irritante reencuentro

sábado, marzo 22


Queridos amigos virtuales,

A la mañana siguiente, me dirigí al aeropuerto para volar por el cielo y olvidar los sucesos que habían zarandeado mi alma de sirena durante mi estancia en Praga. Ciertamente, mi mar particular parecía estar en calma, pero bajo la superficie traicioneras corrientes amenazaban con arrastrar a cualquiera que se adentrara en sus aguas. Creía que sobre las nubes las corrientes no podrían alcanzarme, pero de nuevo la vida tenía otros planes para mí.

Mientras atravesaba el pasillo, me llamó la atención que una pequeña mariposa naranja se posara fuera de una de las ventanillas del avión. Me senté en mi asiento de primera clase y pedí a la azafata que me trajera un té. Era una lástima que los calmantes no pudieran mezclarse con un delicioso martini. Al cabo de unos minutos lo trajo, pero llevaba algo más en la mano. Era una pamela que yo había perdido al escapar corriendo de un ascensor. Una extrema sensación de peligro me recorrió de pies a cabeza, dejándome paralizada.

– Volvemos a encontrarnos, Pamela –me dijo al oído una seductora voz.

Sobresaltada, me puse en pie de súbito, golpeando los brazos de la azafata. Todo ocurrió a cámara lenta. El té salió disparado por los aires violentamente. Yo me llevé las manos a la pamela ante la idea de que alguien saliera malherido con el agua caliente, o peor, que saliera con el vestido estropeado. Mi otra pamela, la que la azafata había llevado en la mano, tuvo la brillante idea de ir a parar a su cara, haciéndola caer sobre el regazo de un pasajero que, por fortuna, era bastante grueso.

En cuanto procesé la trayectoria que tomaba el vaso de té, que se dirigía directo a la cabeza de una pobre anciana, me lancé con el brazo extendido, cual experimentada jugadora de béisbol. Una punzada de dolor me recorrió el cuello, recordándome que las jugadoras lesionadas deberían quedarse en el banquillo. Pero era demasiado tarde.

Iba directa al suelo cuando mi mano se cerró sobre el vaso. El té, milagrosamente, se mantuvo dentro de él. Y cuando pensé que iba a descoyuntarme contra un asiento vacío, algo me sostuvo en el aire: unos brazos cubiertos por un elegante traje italiano. Suspiré, aliviada, y busqué con los ojos a mi heroico salvador.

– ¡James! –grité.
– James Pagliai, a su servicio. Me alegro de volver a verla.
– ¡¿Qué hace usted aquí?!
– Salvarla de matarse contra el suelo, ¿no es evidente? –Entonces fui consciente de que nos encontrábamos en una postura de lo más inadecuada en un avión lleno de gente que nos miraba. Y por si eso fuera poco, James en ese momento me besó.
– ¡Pero qué hace! ¡¿Se ha vuelto loco?!
– Completamente.
– ¡No vuelva a hacer eso!
– Oh, pensé que era costumbre para usted saludar con ese gesto –sugirió con cara inocente–. Si no recuerdo mal, así se despidió de mí en un ascensor.
– ¡Ni se le ocurra volver a tocarme!
– Ah, de acuerdo. –Y James tuvo la absoluta e imperdonable desfachatez de, en lugar de ayudarme a incorporarme, dejarme sobre el suelo. Fue entonces cuando tuve deseos de matarle.
– ¡Cómo se atreve!
– Pensé que quería que dejara de tocarla, ¿no era así?
– ¡Pero no que me dejara en el suelo!
– ¿Entonces puedo o no puedo tocarla? Me está confundiendo.
– ¡Por el amor de Dior, de Dolce y de Gabbana! –gruñí de pura rabia–. ¡Es usted insoportable!
– Vaya, gracias, es todo un halago viniendo de su parte.
– ¡Oh! –chillé desesperada.

Y mientras utilizaba todas mis fuerzas mentales para no lanzar el té a la sonriente cara de James, regresé a mi asiento, entendiendo que este encuentro no había supuesto ninguna sorpresa para él.

Sulfuradamente vuestra,
Pamela

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Acorralada en el ascensor

viernes, marzo 21


Queridos amigos virtuales,

A las ocho en punto alguien llamó a mi puerta. Era James, el apuesto caballero que había resultado ser menos caballero de lo esperado y que, aprovechándose de la situación, me había obligado a cenar con él.

En el ascensor, James hizo un ingenioso comentario acerca de mi vestido que resultó del todo halagador, pero sólo conseguí corresponderle con una sonrisa forzada. Después me puse delante de la puerta, esperando que se abriera para salir rápidamente. De alguna manera me sentía secuestrada, así que no conseguía deshacerme de un cierto sentimiento de rencor hacia él. La tensión en el ambiente era palpable.

– No pretendía forzarla a cenar conmigo –dijo.
– Oh, ¿de veras? Una curiosa forma de demostrarlo, la suya –contesté, de espaldas a él.
– Pamela...
– No, James –le interrumpí, dándome la vuelta–. ¿De verdad esperaba que estuviera cómoda?
– Bueno, tampoco ha sido muy cómoda la situación de antes en el salón, y sin embargo yo la he ayudado.
– Y se lo agradezco.
– Entonces disfrutemos de una cena tranquila. Sólo le pido eso.
– Claro, por supuesto –afirmé con ironía, girándome otra vez.
– Está enfadada –afirmó. No respondí–. Está bien, puede irse a su habitación. No hace falta que cene conmigo.
– ¿De verdad? –pregunté, incrédula, examinándole para comprobar si estaba bromeando. Sin embargo, sus ojos verdes eran sinceros.
– Sí, sólo pretendía tener una cena agradable con una mujer atractiva y de tanta categoría como usted –afirmó despreocupadamente, haciéndome sentir halagada–. Pensé que sería divertido, pero si le va a resultar tan incómodo la libero de su compromiso. Puede irse.
– Se lo agradezco.
– Ha sido un verdadero placer conocerla. –Me cogió la mano y la besó con galantería–. Pero, ¿sabe qué?
– Qué.
– Algo me dice que volveremos a encontrarnos –aseguró con una enigmática sonrisa.
– No lo creo. Quiero decir, no me malinterprete, no es que no quiera volver a encontrarme con usted, pero es poco probable.
– Puede que tenga razón –dijo, sonriendo de nuevo de aquella manera. Nos quedamos en silencio, pero al volver a girarme vi que seguía sonriendo.
– ¿Por qué sonríe? ¿Qué ha querido decir?
– Oh, nada.

Entonces se abrieron las puertas del ascensor a mis espaldas y me quedé paralizada al ver a Václav a través del espejo. No sabía qué hacer, estaba acorralada. De repente me vi tirada en el suelo de un callejón oscuro, con la mujer de los ojos azules frente a mí. En la mano tenía una navaja de la que se desprendían gotas de sangre. Mi sangre.

En estado de enajenación mental, di un paso al frente, hacia James. Me pareció verlo todo desde otra perspectiva, como si hubiera abandonado mi cuerpo y yo fuera otra persona. Vi cómo mi cuerpo entrelazaba los brazos alrededor del cuello de James y cómo mis labios se acercaban a los suyos. Él, aunque sorprendido, me correspondió. Nuestro beso breve, pero voraz y lleno de una fogosidad sorprendente.

A ciegas, busqué los botones del ascensor y presioné cuantos pude alcanzar. En cuanto sentí que el ascensor subía me separé de James, aunque me di cuenta de que estaba un poco aturdida.

– ¡Oh, lo siento de veras! –exclamé, odiándome a mí misma por lo que había hecho–. No he debido hacerlo. No sé que me ha pasado.
– No se preocupe.
– ¡Debo irme!
– ¡Espere!

Y justo antes de que se cerraran de nuevo las puertas del ascensor, me escabullí entre ellas y huí por las escaleras, perdiendo mi pamela en el proceso.

Siempre vuestra, y escurridiza
Pamela

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El intérprete

jueves, marzo 20


Queridos amigos virtuales,

Tras recetarme un relajante muscular y unos días de reposo para recuperarme de la contractura cervical, el médico adornó mi precioso cuello con un horrendo collarín. Me sentí muy desgraciada cuando intenté engalanarme con un sencillo collar de diamantes y vi que, además de no apreciarse en absoluto, se me clavaba en la piel.

Salí tranquilamente del hospital y llegué al hotel envuelta en una extraña calma. Ningún pensamiento rondaba por el ala de mi pamela. Mientras me servía un martini, cogí el teléfono para reservar el primer vuelo que saliera a Barcelona, aunque todos estaban completos hasta el día siguiente. Me recliné sobre la cama y suspiré, cansada.

Había conseguido que Václav se marchara durante mi estancia en urgencias aduciendo a todo tipo de razones, entre ellas que necesitaba tiempo para meditar. Sin embargo, lo cierto era que no tenía ni idea de lo que debía hacer. Normalmente cuando me encontraba frente alguna adversidad un plan solía materializarse en mi cabeza, pero esta vez estaba bloqueada. Lo que no sabía era que, en cuanto bajase a la recepción del hotel, la vida me proporcionaría la respuesta que andaba buscando.

El reloj del salón marcaba las cinco de la tarde. Yo intentaba distraerme ojeando una revista de moda, tratando inútilmente que el tiempo se apiadara de mis nervios y transcurriera con algo más de prisa. Un caballero se me acercó para entablar conversación, interesándose por mi salud, y le dije amablemente que deseaba estar sola. Cuando alcé la vista y vi a la mujer de los ojos azules de pie frente a mí, casi se me detuvo el corazón.

No hacía falta tener mis dotes de deducción para darse cuenta de que estaba hecha una furia. Su mirada tenía una mezcolanza de rencor y desprecio, aderezada con un acentuado toque de odio que se reflejaba en la rigidez de sus músculos. Intenté calmarla, pero se puso a gritar en checo cosas cuyo significado preferí no imaginar. Automáticamente nos convertimos en el centro de atención de toda la sala, para mi vergüenza. Nerviosa, la cogí de la mano para llevarla a un lugar más íntimo, pero se desasió de un fuerte tirón. Por un momento creí que iba a golpearme allí mismo. Entonces tuve una idea.

Ante la estupefacción de la mujer, que debió sentirse ignorada, me acerqué al atractivo caballero que había querido hablar conmigo momentos antes.

– Disculpe, ¿sabe hablar checo? –le pregunté abochornada.
– Sí –respondió.
– Soy consciente de que esto es totalmente inadecuado por mi parte y que no tengo ningún derecho a pedírselo pero, por favor, ¡necesito su ayuda! Es cuestión de vida o muerte.
– Entiendo, señorita, no se preocupe. –El elegante caballero debió compadecerse de mí al verme al borde de las lágrimas. Se puso en pie y, con total cortesía, me acompañó al lado de la mujer de los ojos azules, que nos miraba con una expresión de absoluta incredulidad–. No sé lo que le ha hecho, pero parece que está muy enfadada.
– Lo sé –respondí–. Dígale que todo ha sido un malentendido, que nunca pretendí causarle ningún mal. –El hombre lo tradujo acariciando su corbata de seda. Ella contestó muy alterada.
– Dice que es usted... bueno, prefiero no traducírselo, si no le importa. Dice que debió pensarlo antes de acostarse con su novio.
– Dior mío, qué vergüenza. Siento haberle puesto en esta situación tan incómoda. –Nunca en la vida había tenido tanto calor. El collarín me estaba asfixiando, así que me lo quité.
– No se preocupe. Por cierto, me llamo James.
– Yo Pamela. No sé cómo agradecerle lo que está haciendo, de verdad. Dígale que conocí a Václav por casualidad hace un mes. Yo no sabía que tenía pareja ni pretendí que ocurriera nada entre nosotros. Es más, intenté disuadirle, de verdad que lo intenté, pero es muy persuasivo.
– ¿Sabe qué? Se me ocurre una idea de cómo puede agradecerme la ayuda –sugirió James.
– ¿De qué está hablando? Dígale que cuando ocurrió algo entre nosotros Václav ya había roto su compromiso con ella. Y que yo no sabía nada al respecto. –Cuando James hubo traducido mis palabras, la mujer se calmó un poco, aunque ahora me miraba con una mueca de recelo.
– Sólo digo que podría dejar que la invitara a cenar. Sería un detalle por su parte. Dice que no la cree, que está convencida de que es usted una de esas mujeres que se divierte rompiendo parejas, y que siempre supo que él tenía novia. ¿Es cierto, Pamela, usted lo sabía? –preguntó con cierta carga de mofa en el tono de voz. James estaba disfrutando con esto.
– ¡Por supuesto que no! Y haga el favor de limitarse a traducir. ¿Y cómo se atreve a invitarme a cenar en estas circunstancias? –Nuestro improvisado intérprete me estaba dejando alucinada–. Dígale que no es así, que yo no sabía nada –afirmé muy seria, mirando a la mujer sin parpadear.
– Oh, entiendo. Ya no necesita mi ayuda. Está bien, ha sido un placer, Pamela –se excusó James, poniéndose en pie. La mujer puso la misma cara de sorpresa que debía tener yo.
– ¡¿Cómo?! ¡¿Qué hace?! ¡No puede marcharse todavía! –exclamé. James me miró con las cejas enarcadas, parpadeando repetidamente–. ¡Oh, está bien, cenaré esta noche con usted! Esto es increíble.
– Sabía decisión –afirmó satisfecho y sonriente, mientras volvía asentarse y le traducía lo que había dicho–. Dice que usted miente. Está segura de que Václav le dijo que tenía novia.
– ¡No lo hizo! No supe que tenía novia hasta que la vi en el cementerio, y entonces corté toda relación. ¡Incluso le dije que no le quería para que volviera con ella! Cuando lo cierto es que sí siento algo por él –confesé. Me sorprendió la tristeza de mi voz.
– Dice que tiene que irse.
– Lo sé, vuelvo mañana a Barcelona, a primera hora. Ya he comprado los billetes.
– ¿A Barcelona? –preguntó sorprendido–, ¿mañana?
– Eso he dicho. Dígaselo.
– Dice... –dudó James, impactado por lo que había escuchado. No necesitaba oír la traducción para saber que había una feroz amenaza en aquellos ojos azules–. Dice que espera que lo que ha dicho sea verdad, porque si no la encontrará y la matará.

Acto seguido la mujer se levantó y se fue, no sin antes dirigirme una última mirada desde la puerta.

Infinitamente vuestra, y amedrentada
Pamela

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Márchate

miércoles, marzo 19


Queridos amigos virtuales,

Václav me proporcionó la copa de martini y de un sorbo la volatilicé.

– Ven, siéntate –le dije dando unas palmaditas sobre la cama. Una vez se hubo sentado, me puse seria y me dispuse a hablar sin rodeos, consciente de que no podía cargar con el peso de arruinarle el futuro ni construir una relación sobre las cenizas del corazón de la mujer de los ojos azules–. Václav, no podemos seguir viéndonos. No me malinterpretes, lo nuestro ha sido muy hermoso y no me arrepiento de ello bajo ningún concepto, no sabes lo que ha significado para mí, pero hay que reconocer que no tiene futuro.
– ¡Pamela! –exclamó, poniéndose en pie–. ¡Qué estás diciendo! ¿Por qué no iba a tener futuro?
– Václav, tú vives en Praga, yo en Barcelona. Tú tienes dieciocho años, yo...
– Eso me da igual. Me voy a Barcelona contigo.
– Querido, ¿y qué pasa con el negocio de tu familia? –Václav se quedó callado, pensativo–. ¿Y con el idioma? No sabes español.
– Lo aprenderé. Soy bueno con los idiomas.
– ¿Y dejarás a tu familia, a tus amigos, a tu novia? ¿Lo dejarás todo? ¿Estás seguro de eso? –Václav dudó–. Hazme caso, tú quieres a tu novia. Es el amor de tu vida. Vuelve con ella, recupérala ahora que estás a tiempo y casaos como teníais previsto. No tires tu vida por la borda por un capricho pasajero.
– ¡No! ¿Por qué me dices eso? ¡Te quiero a ti! ¿Es que no lo entiendes? –Sus palabras me hicieron sonreír, aunque tenía los ojos a punto de inundárseme de lágrimas. Su voz tenía tanto ímpetu que deseé que Václav me abrazara y se quedara a mi lado para siempre, pero sabía que no era lo correcto, así que apreté los puños bajo las sábanas y fingí.
– No puedes quererme si ni siquiera me conoces.
– Te conozco más de lo que crees. –Su mirada eran tan penetrante y desprendía tanta seguridad que estuve a punto de desmoronarme, por lo que me armé de todo el valor que fui capaz de reunir para darle una estocada mortal.
– Václav, yo no te quiero –dije con el tono más áspero y duro que pude transmitir–. Has sido un pasatiempo, un juguete. Nada más.

Cuando la última palabra voló de mis labios, pude escuchar el crujido del corazón de Václav al partirse en dos. La expresión de su cara pasó de la sorpresa a la ira. Sus mandíbulas se cerraron con tanta fuerza que oí el rechinar de sus dientes. Después pareció calmarse, y la explosión de rabia dejó paso al vacío del desengaño. Se arremangó la camisa y se pasó la mano por el cabello, incrédulo. Dio unos pasos nerviosos por la habitación, cogió su chaqueta y abrió la puerta. Tuve ganas de gritarle que no se fuera y me diera todo su amor, pero giré el cuello hasta que el dolor me devolvió la razón. La verdad era, queridos, que me había dolido tanto que tuve miedo de volverlo a girar por si me daba un latigazo letal, así que me quedé mirando la mesita de noche.

Finalmente, el portazo me indicó que Václav se había ido. Todo había terminado.

Me quedé desolada, rodeada de silencio, y esa horrible sensación me recordó unas navidades ya lejanas. Conseguí alcanzar el cajón de la mesita, alargando la mano hasta lo imposible para no mover el cuello, y saqué el talismán que guardaba en él: las maracas que Marco me había regalado y que, desde entonces, a veces solía llevar en el bolso. Me sentí tan patética que las lágrimas echaron a correr a su aire mientras de mi boca escapaban carcajadas.

– Mientes.

Me asusté tanto al escuchar esa voz que grité y, olvidando el cuello, miré de golpe hacia el lugar del que procedía. Me recorrió un dolor agudo, pero ver a Václav plantado a mi lado me obligó a no prestarle atención.

– ¡¿Qué haces todavía aquí?! –exclamé.
– Estás llorando.
– Sí, es que el cuello me duele una barbaridad, ¿sabes? Creo que debería verme un médico.
– Me quieres.
– ¡No, y haz el favor de marcharte ya! –Mi voz era la de una histérica.
– Lo sabía.

Estaba perdiendo la credibilidad por momentos, lo cual me forzó a tomar una solución drástica. Dejé que mi mano cobrase vida y que impactara contra su cara en forma de un sonoro bofetón. Él, contra todo pronóstico, me agarró por las muñecas y me besó. Intenté evitarlo, pero el calor de sus labios encendió algo dentro de mí. Oh, queridos, sentí una pasión sin nombre abrasarme por dentro y tuve que corresponder su beso en contra de mi voluntad. Mientras se arrancaba la camisa, Václav se echó encima mío para poseerme allí mismo.

Entonces, inmóvil, rompí a llorar silenciosamente. Él se detuvo y me miró, perplejo.

– ¿Qué ocurre? –preguntó.
– Querido, creo que tengo el cuello roto.

Lastimeramente vuestra,
Pamela

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Una revelación en una copa

martes, marzo 18


Queridos amigos virtuales,

Cuando desperté estaba tumbada en una cama, envuelta en sábanas de satén bajo las cuales no había nada más que mi piel. Estaba mareada y confusa, y me dolía la cabeza, aun así ese hecho me resultó de lo más turbador.

– ¡Estás despierta! ¿Cómo te encuentras? ¡Dime! ¡¿Estás bien?! –preguntó Václav mientras me acariciaba con ansiedad, como cerciorándose de que estaba entera. El tono de desesperación de su voz resultaba conmovedor.
– ¿Qué ha pasado? –Intenté incorporarme y me arrepentí al instante, porque un latigazo de dolor me atravesó el hombro y el cuello.
– Creo que has tomado un... pequeño golpe.
– ¿Un golpe? ¿Cómo?
– Eh... –dudó.
– Recuerdo que salí de la bañera. Luego fui a abrir... –y de repente recordé–. ¡Tú!
– ¡Lo siento! ¡Fue un accidente! Abriste la puerta justo cuando iba a derribarla.
– Y me derribaste a mí. Oh, querido, podías haberme matado, ¿sabes? –dije comprensivamente, acariciándole el precioso hoyuelo que tenía en la barbilla–. ¿Es que no has visto el extraordinario tamaño de tu torso?
– Lo siento mucho, no quería hacerte daño.
– Ya lo sé. Yo tampoco quería ocasionarte ningún perjuicio, y sin embargo lo hice sin darme cuenta.
– ¿Qué? ¿De qué hablas? –me preguntó, sorprendido.
Aquella mujer, la del cementerio, era tu novia, ¿verdad? –Ante mi pregunta Václav suspiró, después se produjo un largo silencio.
– Lo era hasta hace poco, sí, pero ahora no hay nada entre nosotros.
– ¿Desde cuando salís juntos?
– Salíamos –puntualizó–. Desde los seis años.
– Oh –apunté, recapacitando–. Querido, ¿podría pedirte un favor? Necesito un martini con urgencia. Me duele la cabeza.

En el preciso instante en que la primera gota se vertía en el interior de la copa de martini, tuve una extraña revelación y lo vi todo.

Václav había mantenido una relación durante toda su vida con la mujer de los ojos azules, de hecho estaban prometidos y tenían planeado casarse en unos pocos años. Ella iría vestida con un precioso vestido blanco con encajes bordados a mano y su maquillaje sería de impacto. Con el tiempo le daría tres varoniles hijos. Václav la quería, pero era un chico joven y, evidentemente, sentía curiosidad por el resto de mujeres. Deseaba experimentar, como era natural. Entonces llegué yo con el anillo, haciendo realidad una de las fantasías de su mente. El hecho de haberme reconfortado tras el atraco le alentó a ir más allá. Dos semanas después, había mejorado increíblemente su inglés y dejado a su prometida, y llamaba a mi puerta vestido con aquel impactante traje.

Satisfecha con la brillante reconstrucción mental de los hechos que había trazado cual experimentada detective, dediqué unos segundos a deleitarme conmigo misma y acto seguido di rienda suelta a mis dos voces interiores.

Debía reconocer que Václav todavía era un niño, un niño grande y muy bien formado, sí, pero un niño al fin y al cabo. Me había engañado diciéndome que era maduro y que estaba preparado, pero lo cierto era que no lo estaba. Debía asumir ese hecho y la responsabilidad de las consecuencias que tendría mi presencia sobre su vida si no hacía algo para remediarlo.

Culpablemente vuestra, y responsable
Pamela

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Vuelo a Oz

lunes, marzo 17


Queridos amigos virtuales,

Sí, Václav intentó ponerse en contacto conmigo, probablemente después de que finalizara su conversación con la mujer de los ojos azules y de no encontrarme en el cementerio. Sin embargo, apagué el móvil y me preparé un baño con aceites esenciales y aromáticos pétalos de rosas rojas. Mientras el agua caliente relajaba mis músculos y suavizaba el dolor de mi hombro, un delicioso martini se deslizaba a través de mi garganta haciendo lo propio con mis ánimos.

Pasé todo el día en mi habitación meditando sobre lo ocurrido, y al día siguiente me volví a meter en la bañera para calmar el dolor que insistía en perforarme el hombro. Si bien este baño no resultó ser tan relajante como el del día anterior. Era la décima vez que llamaban a la puerta de mi habitación y lo cierto era que mi karma ya se estaba resintiendo. Aparentar que no escuchaba los golpes no estaba dando el resultado que esperaba. Hasta empezaba a considerar por primera vez que un baño relajante era infructuoso y superfluo, lo cual me resultó bastante alarmante.

– ¡Debo pedirte que te marches! –grité amablemente.
– ¡Pamela, abre la puerta! ¡Tengo que hablar contigo!
– ¡No creo que haya nada de lo que hablar!
– ¡Abre, por favor! –rogó Václav.
– ¡Lo siento, estoy dándome un baño! ¡Tendrá que ser en otro momento!
– ¡De acuerdo, no me dejas otra opción, voy a echar la puerta abajo!

Obviamente, queridos, no calculé bien el salvaje ímpetu de Václav, me di cuenta de ello al escuchar el primer golpe. Algo alucinada, salí de la bañera y me cubrí con una toalla, atravesé la habitación a toda prisa y abrí la puerta.

Por un momento creí que me había convertido en Dorothy y que un tornado se me llevaba volando al Reino de Oz para que pudiera hacer realidad todos mis sueños, pero antes de desmayarme el peso de la realidad me hizo recordar que estaba en Praga, y que un corpulento checo se había abalanzado violentamente sobre mí pensando que mi grácil cuerpo era el de una puerta de madera maciza.

Absurdamente vuestra,
Pamela

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La mujer de los ojos azules

domingo, marzo 16


Queridos amigos virtuales,

Aquella mujer era joven, calculé que aproximadamente debía tener la edad de Václav, y aunque no era especialmente atractiva físicamente, lo cierto era que desprendía algo que la hacía especial, aunque no sabía determinar qué era. Se me antojó pensar que esa cualidad era como el ingrediente secreto de un maravilloso martini.

Václav y ella discutieron durante unos segundos delante de mí, de los muertos del cementerio y de algunos turistas que en ese momento pasaban por allí, pero no me hizo falta entender lo que decían para saber que algo no andaba nada bien, sólo necesitaba prestar atención a la angustiosa sensación que se había instalado en la boca de mi estómago.

– Volveré enseguida, Pamela –me dijo Václav.
– No te preocupes, esperaré aquí –respondí, todavía patidifusa por la situación.

Acto seguido, Václav cogió del brazo a la mujer con cierta furia contenida y se la llevó. Mientras se iban, ella me lanzó una mirada furibunda. Instintivamente crucé los brazos sobre el pecho y me encogí. Estaba claro que me odiaba, sin embargo eso no hizo que me pasara desapercibida la gran desesperación que latía en el fondo de aquellos ojos azules. La mujer estaba aterrada, pero ¿por qué?

Impulsada por algún tipo de enigmática energía, me levanté del banco con el bolso entre los dedos y me deslicé de puntillas entre las grandes lápidas cubiertas de musgo. Si me hubiera parado a pensar lo que hacía, queridos, si hubiera pensado que posiblemente estaba sola entre miles de tumbas y rodeada por cientos de espíritus, hubiera caído fulminada de terror, pero estaba tan ocupada en descubrir lo que ocurría que afortunadamente no lo pensé.

Me agazapé tras una lápida discreta desde la que podía ver a Václav discutiendo acaloradamente con la mujer de los ojos azules. Por lo que parecía, no conseguían alcanzar una conclusión satisfactoria. Václav se mostró apático cuando la mujer se puso a llorar desconsoladamente, impasible cuando le gritó como una loca, y molesto cuando le abrazó e intentó besarle a toda costa.

El corazón me dio un vuelco al comprenderlo todo. Justo en ese momento una señora mayor pasaba por el camino de al lado de la lápida tras la que me encontraba oculta. Cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas que pasara de largo, pero cuando los abrí pude ver que no sólo me había visto, sino que además su cara había tomado un tono de ofendida indignación. Ahora que me lo planteo, queridos, ignoro qué me hizo creer que el alegre rosa de mi magnífico abrigo pasaría desapercibido en el sobrio paisaje del cementerio.

El rubor se apoderó de mi rostro cuando le imploré con gestos que guardara silencio. Señalé a Václav con la esperanza de que entendiera la situación. Para mi desgracia, la señora hizo todo lo contrario: se puso a gritar. Intenté ponerme en pie para salir corriendo lo más rápido posible cual intrépida fugitiva, pero el tacón derecho se me hundió en la tierra húmeda y perdí el equilibrio, cayendo bruscamente contra la lápida. Haciendo caso omiso de la fuerte punzada de dolor que me sacudió el hombro, me quité los zapatos de tacón, eché un último vistazo a Václav para cerciorarme de que no me había visto y, mientras me lamentaba de mi pésima suerte, huí descalza entre las lápidas en dirección contraria a la señora, que seguía lanzándome improperios como una posesa.

Abandoné el cementerio por una de las sinagogas, lanzando pequeños gritos de consternación ante la idea de llenar de tierra mis preciosos zapatos nuevos y de haber estado pisando descalza suelo santo. Llegué al hotel con un desagradable sentimiento de culpa en el corazón y un firme pensamiento recorriendo mi pamela.

La mujer de los ojos azules era la novia de Václav.

Siempre vuestra, y desencantada
Pamela

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Dos pequeñas voces

sábado, marzo 15


Queridos amigos virtuales,

Llegué al lugar acordado demasiado pronto. La culpa era de los duendes que me perseguían implacablemente y que se habían propuesto ponerme nerviosa deshaciéndome el recogido. Mientras esperaba, no pude evitar sentirme como una colegiala rodeada de un halo de inocente candidez. Pero esta vez había algo más acompañándome, podía sentirlo como una molesta etiqueta rozándome la piel bajo el jersey de cachemir.

No hacía mucho que había descubierto, queridos, que en mi interior había dos pequeñas voces. Una manaba del corazón, la otra provenía de mi pamela. Me di cuenta el día que estuve lo suficientemente en silencio como para poder escucharlas, un día que mi orquesta interior estuvo extrañamente afinada. De alguna forma, ese inusual equilibrio me había acompañado desde entonces, y con él las dos pequeñas voces. Ahora esas voces se estaban poniendo de acuerdo para fastidiarme, pero no podrían evitar que les hiciera oídos sordos, por lo menos durante unos días, o semanas tal vez.

– Adivina –dijo una voz ronca a la vez que unas manos cubrieron mis ojos.
– ¡Václav, sé que eres tú! –Intenté retirar las manos porque debían estar desmejorando el perfecto maquillaje de mis pestañas, pero eran demasiado fuertes.
– No, ¿quién es Václav? –preguntó la extraña voz. Mis nervios dieron un salto mortal ante la posibilidad de que ése hombre no fuera Václav. Con una fuerza nacida de la desesperación, aparté las manos de mi cara y me separé a una distancia prudencial dando un arriesgado salto con mis zapatos de tacón.
– Pamela, soy yo. –Václav me miraba con cara de profunda extrañeza–. Sólo era una broma.
– Pues no ha tenido ni pizca de gracia, ¿sabes? –dije con un desagradable tono de voz. En ese momento me percaté, lamentablemente, de que la presencia de Alfred todavía seguía presente a mi alrededor.
– Lo siento de veras, no quería asustarte.
– Lo sé, querido –afirmé mientras me acercaba a besarle–. Ha sido culpa mía, no he podido evitar recordar una cosa.
– Lo siento, no era mi intención –afirmó sin saber dónde mirar, abrumado por la culpa.
– Querido, no pasa nada, ha sido una tontería –sonreí, y fui consciente de que Václav era mucho más frágil de lo que parecía. Al fin y al cabo sólo tenía dieciocho años–. ¿Entramos?

Václav pagó las entradas y nos internamos en el cementerio judío. Sentí un escalofrío cuando me encontré paseando entre cientos de gigantescas lápidas. Eran como dientes de la boca de la muerte que intentaban engullirnos para arrastrarnos al infierno que debía haber bajo ellos. Debo reconocer que los reconfortantes brazos de Václav me ayudaron a sustituir ese horrible aire siniestro por otro más bucólico, y hasta en cierta forma romántico.

Caminamos en silencio hasta que nos sentamos en un banco que descansaba bajo el pequeño balcón de una de las sinagogas del cementerio.

– ¿En qué piensas? –me preguntó Václav–. Estás muy callada.
– Oh, en nada importante. O sea, pensaba en cómo se han desarrollado los acontecimientos hasta desembocar en esta interesante situación. Verás, querido, hace poco estaba en Barcelona, envuelta en mis sinuosas circunstancias y planteándome ideas que ahora me resultan algo absurdas, y ahora estoy aquí, contigo, sentada en un cementerio judío en Praga. Es curiosa la vida, y cuánto más me lo planteo más misteriosa me parece.
– Sí, es cierto. –Václav me cogió de la mano.
– ¿Y sabes cuál es el origen de todo?, ¿sabes qué es lo que ha hecho que ambos estemos aquí ahora?
– Qué.
– Tiene gracia que sea tan simbólico, si te paras a pensarlo hasta parece una señal. El origen es un anillo, el anillo que tú mismo fabricaste y que alguien me regaló para hacerme daño. Es irónico, ¿no te parece sublime?
– ¿Alguien te lo dio para herirte? No comprendo.
– En Barcelona estaba rodeada de algunas personas que yo creía amigos míos, amigos que se han ido revelando como seres traicioneros uno tras otro. Pues bien, una de ellos hizo llegar a mis manos el anillo de forma anónima, como si viniera de parte de un admirador secreto, y vine aquí para descubrir quién era.
– Entiendo. Y crees que lo hizo para herirte.
– Por supuesto, ¿por qué si no? Pero al final la maniobra le ha salido al revés, porque el anillo me ha llevado hasta ti.
– Mira. –Václav me enseñó los vellos de sus brazos. Estaban todos de punta, cosa que hizo que los míos siguieran el mismo ejemplo.
– ¡Oh, querido, es emocionante!, ¿no es verdad?
– Quizá pensarás que soy un tonto, Pamela, pero recuerdo que cuando diseñé el anillo, hace ya más de un año, le dije a mi padre que era mágico, como en las novelas de fantasía que suelo leer –se rió–, y que acabaría en manos de la mujer de mis sueños para traerla hasta mí.
– ¡Oh, Dior mío, qué deliciosa casualidad! –exclamé mientras me echaba a reír.
– Yo creo que lo ha hecho, te ha llevado hasta mí. –Václav se puso tan serio que la risa se me cortó.

Y allí, sobre miles y miles de tumbas apiladas en estratos superpuestos, nos besamos apasionadamente, y mientras lo hacíamos, mis dos pequeñas voces interiores decidieron dar rienda suelta a sus afiladas lenguas, desconcentrándome. Fue entonces cuando un tremendo tirón nos separó. Cuando abrí los ojos, vi que una joven mujer se había acercado a nosotros y cogía a Václav del brazo con fuerza. Su cara estaba descompuesta por la amargura y la rabia.

Intrigadamente vuestra,
Pamela

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Frío despertar

viernes, marzo 14


Queridos amigos virtuales,

Desperté con los rayos de sol que se filtraban a través de los cristales del ventanal. Cada uno de ellos transportaba una promesa de ilusiones venideras, una mariposa invisible que se posaba suavemente sobre mi piel.

Mi cabeza subía y bajaba al son de la música celestial que era la respiración de Václav. Me sentía tranquila, llena de una calma que hacía meses había perdido sin darme cuenta. Ahora me resultaba tan evidente como delicado era el roce de una piel sobre otra.

En ese momento la realidad se contrajo hasta reducirse a los confines de mi suite. Todo lo necesario estaba allí en ese momento: Václav, dos copas de martini y yo. El mundo nada sabía de las emociones que habían tejido nuestros corazones en la madrugada, a la sombra de la noche. Pero yo lo sabía, y eso era más que suficiente. Era la protectora de un tesoro que nadie sabía siquiera que existía.

Esos pensamientos hicieron que los vellos de mis brazos despertaran de su letargo, y acto seguido me acurruqué un poco más contra el cálido cuerpo de Václav. Descansar sobre la sólida nube de su torso era tan maravilloso como volar en la alfombra mágica de Aladino. Volaba dejando atrás los yermos desiertos de la soledad para aventurarme en selvas surcada por ríos de flores.

Me incorporé para mirar su cara radiante de juventud y, cuando acaricié su mentón con mis labios, abrió los ojos lentamente y me abrazó. Hacía tanto tiempo que mi lecho no conocía varón que cada uno de sus gestos imprimía huella en mí, haciendo que mi alma tomara forma como las arenas de una playa virgen.

– ¿Has dormido bien? –me preguntó antes de darme otro beso.
– Hacía milenios que no dormía así.
– Me alegro.
– ¿Sabes? Pensaba que no te iba a volver a ver, después de dos semanas, pero cuando abrí la puerta y te vi vestido así, me quedé completamente estupefacta.
– ¿Eso creías? –Se rió él–. Si no vine antes fue porque tenía cosas que hacer antes de volver a verte.
– ¿Ah, sí?, ¿cuáles? Si se me permite preguntar...
– Claro. Pamela, desde que nos dijimos adiós el último día, supe que lo primero que haría al volver a verte sería besarte, por eso... –Me miraba tan fijamente y pronunciaba las palabras con tanta seguridad, que sentí un estremecimiento vibrar por todo mi ser. Entonces me di cuenta.
– ¡Querido, tu inglés! ¿Cómo es posible? ¡Estás hablando un inglés perfecto! –En los labios de Václav se dibujó una sonrisa triunfal.
– Es lo que decía, Pamela, en estas semanas tenía cosas que hacer antes de volver a verte. Una de ellas era mejorar mi inglés para poder hablar bien contigo.
– Pero ¿cómo?, ¿sólo en dos semanas? ¡Es imposible!
– Entonces, ¿soy una fantasía de tu mente?
– ¡Oh! –Me tapé la boca con la mano y miré alrededor mientras valoraba seriamente tal posibilidad. ¿Podía ser que me hubiera vuelto loca del todo?
– ¡Pamela! –gritó él, riéndose a carcajadas mientras se echaba sobre mí y rodábamos por la cama–. ¡Cómo puedes pensar que no soy real! –Václav no podía parar de reír, y un minuto después me contagió la risa.
– Querido –dije, y lo besé con ímpetu, silenciando las risas–. Es todo tan extraño.
– Tan extraño... ¡como una pesadilla! –Václav me cogió en brazos mientras gritaba estas palabras y salió corriendo a través de la habitación, camino al baño. En sus fuertes brazos me sentía ligera como una pluma.
– ¡No, ni se te ocurra! –grité al entrever sus intenciones, pataleando–. ¡Bájame! ¡No, Václav!

Pero era demasiado tarde, en un abrir y cerrar de ojos estaba debajo del agua fría de la ducha, gritando y riendo como una loca, a la vez que forcejeaba inútilmente para escapar. Después Václav me abrazó, quedando él también bajo el vivificante chorro de agua. Y nuestros cuerpos se entrelazaron.

Revitalizadamente vuestra, y complacida
Pamela

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Siroco de pasión

jueves, marzo 13


Queridos amigos virtuales,

De pie en mi habitación, me miré en el espejo y suspiré. Me sentía algo vacía, como si un muro intangible se interpusiera entre mi corazón y la belleza de todo cuanto me rodeaba, impidiendo que llegase a alcanzarme. Acababa de visitar el castillo de Praga y era frustrante no haber sentido nada al recorrerlo. No me había imaginado ser la princesa de una noble estirpe entre sus muros, ni una aventurera en busca de un tesoro ancestral acechada por las demoníacas gárgolas de la Catedral de San Vito. Una coraza pétrea me aislaba del frío y el calor, de lo bueno y lo malo.

Encendí mi teléfono móvil y seleccioné un número de la agenda, ignorando las numerosas llamadas perdidas de mis supuestos amigos de Barcelona. De Christopher, de Samantha. Al cabo de unos segundos me respondió la voz de Linus, preguntando repetidamente si había alguien ahí, pero por alguna razón no respondí. Colgué el teléfono y lo apagué otra vez.

Me estaba poniendo los pendientes para dar el toque de gracia a mi atuendo, ante la escrutadora mirada de mi reflejo, cuando alguien llamó a la puerta.

– ¿Sí? –pregunté.
– Servicio de habitaciones –dijo la voz al otro lado de la puerta.
– Lo siento, pero debe haberse equivocado. Yo no he pedido nada.
– ¿No ha pedido un cóctel cosmopolitan? Muy frío y removido pero no demasiado agitado. –En efecto, ésas eran las instrucciones que solía dar cuando pedía el cóctel.
– Oh, disculpe. Debo haberlo olvidado. Enseguida le abro. Un momento, por favor.

¿Me estaría volviendo loca? En verdad no recordaba haber pedido nada. Ultimé mi maquillaje y me apresuré a girar el pomo. Cuando abrí la puerta, el bolso se me cayó de las manos y se escuchó un cristal romperse dentro de él, pero ni siquiera pude procesarlo mentalmente. Toda mi atención estaba centrada en la persona que había enfrente mío.

Era un hombre envuelto en un traje negro a rayas grises. Su elegante silueta dilató inexorablemente mis pupilas al acariciarlas. Su masculinidad resultaba tan atractiva como la luz del candil para las incautas mariposas nocturnas.

La corbata dorada, a juego con el pañuelo que asomaba tímidamente del bolsillo de la americana, se meció sobre su pecho cuando alzó el brazo para impedir que cerrara la puerta, cosa que intenté hacer impulsada por el miedo que me produjo su mirada. En ella había valor y determinación, tan potentes que supe que podían incinerarme por dentro si los dejaba pasar.

Pero no tuve la fuerza necesaria, y retrocedí. Él, lenta pero implacablemente, dio un paso al frente y cerró la puerta de un preciso empellón. Firme, decidido, completamente serio. Di otro paso atrás, él otro al frente. Cada poro de mi piel temblaba de pura vulnerabilidad. Resbalé al chocar contra el borde de la cama y caí sobre las sábanas de seda, tiritando como una gatita espantada.

Él se subió a la cama y, apoyando los codos y las rodillas a mis lados, se quedó mirándome en silencio, sin rozarme siquiera. Estaba tan cerca que podía sentir la respiración que manaba de sus labios. De repente me sentí torturada y desesperada por acabar con ese momento interminable. Deseaba gritar para aliviar la tensión que me estaba desgarrando el alma. Abrí los labios, pero mi garganta se tropezó consigo misma.

Él acercó su mano a mi mejilla y me acarició, admirándome como si en el mundo no existiera nadie más, como si fuera el diamante más preciado y bello del universo. El muro interior que me protegía se derritió ante tanta intensidad. Deslizó su cara hasta mi cuello y ascendió poco a poco, aspirando suavemente mi perfume, rozándome la piel casi imperceptiblemente. Al llegar a la cúspide de mi rostro, de camino al otro lado del cuello, sus labios pasaron sobre los míos, apenas con un ligero roce, pero que me sacudió como un siroco, dejándome mareada y confusa. Supe que estaba perdiendo el control.

Apoyó sus manos sobre las mías, inmovilizándome. Ante el primer beso dejé de temblar. Nuestros dedos se entrelazaron. Me arrastró una ola de cálida ternura que me transportó al reino de la vida. Fluí. Me convertí en princesa de la noche y sacerdotisa de la pasión. Objeto de deseo y dueña de mi ser. Delicada a la par que contundente.

Me veo incapaz de narrar las escandalosas delicias a las que ese hombre me sometió con su ternura, mas si pudiera, sólo sería comparable a una lluvia de sensaciones cuyas gotas me hicieron estremecer como si fuera un campo de hierba, sediento y exuberante.

A ti, Václav, mi inesperado amante, te dedico estas exiguas líneas.

Perennemente vuestra, y renacida
Pamela

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Duendes perversos

domingo, marzo 9


Queridos amigos virtuales,

No volví a ver a Václav. Supuse que tendría ocupaciones que no podía abandonar, y lo cierto es que yo necesitaba tiempo para meditar sobre los últimos acontecimientos de mi vida, así que durante dos semanas me dediqué a pasear por las calles de Praga intentando encontrarme de nuevo a mí misma, aunque debo reconocer que sin demasiado éxito.

Pensé mucho en lo ocurrido en la joyería. El ataque de ira por el que me vi poseída me resultaba más preocupante cuanto más lo recordaba, sobretodo porque estaba segura de que no era fruto de un acto de heroicidad. ¡Qué hubiera pasado si aquél delincuente hubiera usado su arma contra mi delicado cuerpo! Esta falta de control me parecía un indicio claro de que algo no andaba bien dentro de mí. Una semilla había crecido bebiendo el agua de la furia en Barcelona, día tras día, hasta convertirse en un pequeño huevo de Fabergé del que había nacido una criatura vil y perversa que debía ser arrancada de raíz.

Debía restaurar el equilibrio de mi aura y recuperar la dulzura original de mi maravilloso ser, sólo que no sabía cómo. Sabía cuál era la puerta que tenía que cruzar, pero no conseguía dar con la llave de oro que la abría.

Pasaba los días caminando sin cesar hasta que se desgastaron imperdonablemente las suelas de mis preciosos manolos rosas. Y cuando me cansaba de andar, me sentaba a ver la gente pasar humedeciendo mis labios con una copa de martini. Y cuando me cansaba de mirar a la gente, no podía evitar asomarme a las boutiques más selectas para dejarme seducir por las caprichosas formas, trabajadas a mano, del mejor cristal de bohemia. Es cierto que algunas de aquellas fruslerías conseguían apaciguar mi alma, pero su efecto sólo perduraba escasas horas.

Me dirigía al hotel cargada con mis compras cuando el tacón de mi zapato izquierdo se encalló entre las incómodas baldosas del suelo de Praga. Uno de los traviesos duendes a los que tanto les gustaba importunarme estaba haciendo de las suyas otra vez. Estiré con todas mis fuerzas para liberarme y, tras escuchar un chasquido, salí despedida hacia atrás. Conseguí mantener el equilibrio de puro milagro, pero el tacón se había roto. Los ojos se me inundaron de lágrimas.

Fue entonces cuando una ráfaga de aire se llevó mi pamela. En cierta forma me resultó lógico, puesto que cualquiera la querría para sí. Se trataba de un refinado modelo que había comprado en una de mis tiendas predilectas de Londres. Sin embargo, ¡era mía y no pensaba permitir que ningún duende perverso me la arrebatara! Cojeando, corrí tras ella tan rápido como pude. Al final me detuve, exhausta, y cuando volví a mirar contemplé horrorizada cómo se inmolaba lanzándose a las aguas del río Moldaba. No me lo podía creer. Sin ella me sentía completamente desnuda, y una catarata de inseguridad se abalanzó sobre mí como una fiera despiadada. Absolutamente desolada por la pérdida, me cubrí la cabeza con la mano libre y me fui cojeando lentamente.

Decididamente, era víctima de alguna suerte de complot maligno y retorcido.

Indudablemente vuestra,
Pamela

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