Manos celestiales

martes, marzo 25


Queridos amigos virtuales,

Mi cita con Michael no se prolongó demasiado. Se quedó decepcionado al ver que no me acompañaba James y perplejo al verme con tortícolis. Después me regañó por no ir a la consulta de mi médico general y, como siempre, le respondí que prefería que me atendiese él aunque su especialidad fuera la cirugía plástica.

Cuando me auscultó el pecho, otra vez me sorprendí recordando cierto encuentro del pasado. Mis latidos se aceleraron en contra de mi voluntad y me ruboricé ante la certeza de que estaba escuchando mi orquesta interior con toda claridad. Durante esos silenciosos momentos pensé en lo curioso que era, queridos, cómo reaccionamos de la misma manera ante un determinado estímulo. Tras revisarme el cuello con la extrema delicadeza de que carecían sus bromas, Michael me recomendó un fisioterapeuta amigo suyo que tenía manos expertas.

Gracias a mi amistad con Michael, la secretaria del fisioterapeuta me dio cita para esa misma tarde. Llegué a la hora convenida envuelta en el deleite de la exclusividad, y enseguida me hicieron pasar a consulta. Cuando Michael dijo que tenía manos expertas di por hecho que el fisioterapeuta tendría una cierta edad, sin embargo, al abrir la puerta y girar mi cuerpo para que mi cabeza quedara alineada con la estancia, me encontré frente a un gallardo joven de ojos almendrados y sonrisa seductora llamado Jabes.

– Buenas tardes –dijo educadamente con una simpática voz–. ¿Cómo está?
– Bien, gracias. Soy Pamela Débora Serena –respondí, todavía descolocada.
– No será por nombres dónde elegir –sugirió él en tono gracioso.
– Sí –afirmé muy seria, intentando entender lo que me estaba diciendo.
– Bueno, está claro dónde está su problema. ¿Cómo ha sido?
– ¿Qué problema?
– ¿No ha venido por el cuello?
– ¡Ah, sí, sí! Mi cuello, eso es. No puedo moverlo.
– Parece tortícolis. Déjeme ver. Siéntese.
– Por supuesto. –Por la velocidad con la que reaccioné y la cara que puse, reconozco que cualquiera hubiera dicho que padecía cierto retraso mental–. También sufro una contractura cervical –añadí mientras me sentaba con una extraña parsimonia.
– Necesitaré que se retire el sombrero.
– Oh, claro, la pamela –lo corregí.

Mientras liberaba mi cabeza de tan indispensable complemento, la inseguridad sacó sus uñas y amenazó con apoderarse de mí. Incluso noté que me estaba poniendo a temblar. Por un momento no supe qué me estaba pasando, pero algo me dijo que cerrara los ojos y respirara profundamente. Entonces sentí que una burbuja nacía en el centro de mi ser. Seguí respirando y olvidé todo acontecimiento pasado o futuro. El presente se desvaneció. Deseché los claroscuros de mi corazón y acepté el cálido contacto de las manos que me acariciaban el cuello.

Si Jabes dijo algo, no lo escuché. Entré en una especie de trance que experimentaba en ese momento por primera vez. Mi cabeza volaba en alas de unas manos en cuya seguridad podía abandonarme sin preocupaciones. Era una sensación tan sutil, tan plácida, que perdí la noción del tiempo.

De repente, un movimiento brusco y enérgico me devolvió a la realidad. Me recorrió una punzada de dolor y abrí los ojos, sobresaltada.

– Tranquila. ¿Cómo se siente? –me preguntó Jabes con dulzura, sin dejar de sostenerme la cabeza desde atrás.
– Muy bien –respondí, y sonreí atontada. Me di cuenta de que el cuello me hervía de calor.
– Magnífico. Ahora intente mover el cuello, pero lentamente, muy lentamente. –Lo pude mover en todas direcciones–. ¡Es increíble, me ha curado! –Impulsada por la emoción, me levanté de la silla de golpe y me di la vuelta. Entonces un chasquido me indicó que algo no iba bien–. No, creo que vuelvo a estar enferma.

Me llevé la mano a la nuca con la cara contraída de dolor, a punto de ponerme a llorar como una niña pequeña, y el fisioterapeuta me miró con una mueca de reproche en los labios y moviendo la cabeza hacia los lados.

Impacientemente vuestra,
Pamela

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