Irritante reencuentro

sábado, marzo 22


Queridos amigos virtuales,

A la mañana siguiente, me dirigí al aeropuerto para volar por el cielo y olvidar los sucesos que habían zarandeado mi alma de sirena durante mi estancia en Praga. Ciertamente, mi mar particular parecía estar en calma, pero bajo la superficie traicioneras corrientes amenazaban con arrastrar a cualquiera que se adentrara en sus aguas. Creía que sobre las nubes las corrientes no podrían alcanzarme, pero de nuevo la vida tenía otros planes para mí.

Mientras atravesaba el pasillo, me llamó la atención que una pequeña mariposa naranja se posara fuera de una de las ventanillas del avión. Me senté en mi asiento de primera clase y pedí a la azafata que me trajera un té. Era una lástima que los calmantes no pudieran mezclarse con un delicioso martini. Al cabo de unos minutos lo trajo, pero llevaba algo más en la mano. Era una pamela que yo había perdido al escapar corriendo de un ascensor. Una extrema sensación de peligro me recorrió de pies a cabeza, dejándome paralizada.

– Volvemos a encontrarnos, Pamela –me dijo al oído una seductora voz.

Sobresaltada, me puse en pie de súbito, golpeando los brazos de la azafata. Todo ocurrió a cámara lenta. El té salió disparado por los aires violentamente. Yo me llevé las manos a la pamela ante la idea de que alguien saliera malherido con el agua caliente, o peor, que saliera con el vestido estropeado. Mi otra pamela, la que la azafata había llevado en la mano, tuvo la brillante idea de ir a parar a su cara, haciéndola caer sobre el regazo de un pasajero que, por fortuna, era bastante grueso.

En cuanto procesé la trayectoria que tomaba el vaso de té, que se dirigía directo a la cabeza de una pobre anciana, me lancé con el brazo extendido, cual experimentada jugadora de béisbol. Una punzada de dolor me recorrió el cuello, recordándome que las jugadoras lesionadas deberían quedarse en el banquillo. Pero era demasiado tarde.

Iba directa al suelo cuando mi mano se cerró sobre el vaso. El té, milagrosamente, se mantuvo dentro de él. Y cuando pensé que iba a descoyuntarme contra un asiento vacío, algo me sostuvo en el aire: unos brazos cubiertos por un elegante traje italiano. Suspiré, aliviada, y busqué con los ojos a mi heroico salvador.

– ¡James! –grité.
– James Pagliai, a su servicio. Me alegro de volver a verla.
– ¡¿Qué hace usted aquí?!
– Salvarla de matarse contra el suelo, ¿no es evidente? –Entonces fui consciente de que nos encontrábamos en una postura de lo más inadecuada en un avión lleno de gente que nos miraba. Y por si eso fuera poco, James en ese momento me besó.
– ¡Pero qué hace! ¡¿Se ha vuelto loco?!
– Completamente.
– ¡No vuelva a hacer eso!
– Oh, pensé que era costumbre para usted saludar con ese gesto –sugirió con cara inocente–. Si no recuerdo mal, así se despidió de mí en un ascensor.
– ¡Ni se le ocurra volver a tocarme!
– Ah, de acuerdo. –Y James tuvo la absoluta e imperdonable desfachatez de, en lugar de ayudarme a incorporarme, dejarme sobre el suelo. Fue entonces cuando tuve deseos de matarle.
– ¡Cómo se atreve!
– Pensé que quería que dejara de tocarla, ¿no era así?
– ¡Pero no que me dejara en el suelo!
– ¿Entonces puedo o no puedo tocarla? Me está confundiendo.
– ¡Por el amor de Dior, de Dolce y de Gabbana! –gruñí de pura rabia–. ¡Es usted insoportable!
– Vaya, gracias, es todo un halago viniendo de su parte.
– ¡Oh! –chillé desesperada.

Y mientras utilizaba todas mis fuerzas mentales para no lanzar el té a la sonriente cara de James, regresé a mi asiento, entendiendo que este encuentro no había supuesto ninguna sorpresa para él.

Sulfuradamente vuestra,
Pamela

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