Un Picasso en movimiento

lunes, marzo 24


Queridos amigos virtuales,

James se fue y yo suspiré de alivio. Sin embargo, cuando me puse en pie me di cuenta de que no había previsto cómo iba a salir de allí sin hacer el ridículo. Lo intenté, pero seguía sin poder mirar hacia delante. Respiré hondo e incliné mi pamela lo suficiente como para conseguir bajar del avión sin llamar demasiado la atención, si bien es cierto que mis tacones estuvieron a punto de traicionarme en las escaleras.

Me retrasé haciendo ver que revolvía mi bolso para quedarme en la retaguardia del grupo. Debo reconocer que en mi postura no me resultó difícil asomarme a través de la pared para ver si James se había marchado ya de la zona de recogida de equipajes.

Cuando casi no quedaba nadie, recogí mi maleta y salí del aeropuerto sintiéndome como un Picasso en movimiento, no sin antes chocarme con varias personas por el camino. Estaba tan desesperada por irme de allí que, en lugar de llamar a un transporte adecuado, me dirigí a la cola de taxis. Fue entonces cuando una limusina empezó a avanzar a mi lado. Lo supe, queridos, porque mi cabeza no me dejaba mirar en otra dirección.

– ¿Me permite acompañarla? –preguntó James cuando bajó la ventanilla.
– ¡¿Otra vez usted?! –exclamé sin detenerme–. ¿Es que nunca se rinde?
– No si la cuestión merece la pena.
– Ah, y dígame, ¿cuál es exactamente la cuestión?
– A cuántos taxistas voy a tener sobornar para que me deje escoltarla a su destino. Por cierto, yo que usted tendría cuidado con esa... –James no consiguió acabar la frase antes de que me chocara contra una papelera y me cayera al suelo. En un segundo, salió del coche y me ayudó a levantarme–. ¿Se ha hecho daño? –preguntó. Debo reconocer que me sorprendió que lo dijera con tanta preocupación.
– Estoy bien.
– ¡Su cuello! ¿Qué le ocurre?
– Nada –mentí.
– Ah, ahora comprendo, por eso llevaba collarín. Vamos, suba –ofreció, y su tono de voz dio a entender que me ofrecía una tregua.
– Le agradezco el ofrecimiento, pero creo que tomaré un taxi.
– Nada de eso. Y no admitiré un no por respuesta. Suba. –Prácticamente por la fuerza, James me hizo subir a la limusina–. ¿Un martini?
– Créame, nunca pensé que diría esto, pero no puedo. Estoy tomando calmantes.
– Como quiera. Aunque uno suave no le vendría mal –sugirió pasando el dedo por el borde de una copa, con ese tentador tono de voz que tan bien se le daba utilizar.
– Disculpe, tengo que hacer una llamada, espero que no le importe.
– No, en absoluto. Adelante.

Cogí el móvil y llamé a mi cirujano plástico, aunque no puedo negar que resultaba muy extraño tener que hablar mirando de lado, en dirección a James.

– ¡Pamela! –exclamó Michael desde el otro lado del teléfono.
– Buenos días, querido –dije en español.
– ¿Me disculpas? Es una llamada urgente. Enseguida estoy contigo. Gracias.
– ¿Me lo dices a mí?
– No, espera. –Escuché el ruido de una puerta–. Hablaba con una clienta. ¿Se puede saber dónde te habías metido? Estábamos muy preocupados –afirmó con aire ofendido.
– Oh, lo siento. Es que he tenido inconvenientes que atender fuera del país.
– ¿Estás bien?
– Bueno, más o menos. Sí.
– ¿Dónde estás? Puede dejarlo ahí. Lo firmaré enseguida –susurró Michael, probablemente hablando con su secretaria.
– De camino a tu consulta, en la limusina de un amigo. Llamaba para cerciorarme de que estarías ahí.
– ¿Ah, sí? ¿Un amigo? –preguntó Michael con su tonillo de niño travieso–. Ahora entiendo a qué tipo de inconvenientes te referías. ¿Y es guapo ese... amigo?
– Michael, no empieces, que nos conocemos –le advertí.
– ¿No me vas a decir si es guapo?
– Michael –dije a modo de reproche.
– Vamos, sólo quiero saber si es guapo. No es mucho pedir.

Me detuve a mirar con detalle a James por primera vez, quien miraba distraído por la ventanilla. Su pelo, que llevaba levantado hacia delante con algún tipo de fijador que apenas se apreciaba, era tan negro como sus cejas. Éstas eran gruesas aunque bien delimitadas, y cubrían unos ojos de un verde radiante que contrastaban con el moreno color de su piel. Sus labios eran generosos y quedaban perfectamente delimitados por su barba de un par de días. Tenía la cara redonda, aunque sus mandíbulas se intuían fuertes, y la nuez que sobresalía junto al nudo de la corbata subía y bajaba sugerentemente con cada sorbo que daba a la copa que acababa de servirse. Las manos eran varoniles, y los movimientos que dibujaban en el aire transmitían una certera seguridad.

– Sí, se podría decir que es guapo, aunque demasiado insolente para mi gusto –respondí.
– ¿Vienes para aquí? –preguntó Michael.
– Sí.
– Perfecto. Así lo compruebo por mí mismo. Necesitas mi visto bueno.
– ¿Cómo?
– No pretenderás que el futuro Señor Von Mismarch salga contigo sin mi beneplácito.
– ¡Michael, acabo de conocerlo! –aclaré indignada.
– Con más razón. Así estás a tiempo de pensártelo antes de comprometerte.
– Michael, ¿se puede saber de qué hablas? ¡Me refiero a que acabo de conocerlo en el avión!
– Vaya, nunca pensé que fueras tan rápida. Chica, qué sex-appeal.
– Oh, Michael. –Me eché a reír–. Nos vemos ahora.
– Hasta ahora.

Guardé el teléfono y miré a James. Sus ojos tenían un brillo distinto, algo parecido a la osadía o al descaro. Lentamente, bebió de su copa y se relamió sensualmente los labios.

– ¿Así que insolente? –dijo James en un perfecto español. Lo había entendido todo.
– ¿Eh? –sólo acerté a decir. Estaba tan boquiabierta, que me quedé muda.

Absolutamente vuestra, y enmudecida
Pamela

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