Meditando en alta mar

domingo, abril 27


Queridos amigos virtuales,

¿Mi madre, nazi? Cuánto más lo pensaba más difícil se me hacía asimilarlo. ¿Pero qué otro motivo podía haber para que hubiera una svástica oculta en su colgante? Se me había llenado el corazón de alfileres y tenía un nudo en la boca del estómago que me impedía hasta dar un sorbo al martini que tenía delante. Sentía un malestar que emanaba de lo más profundo de mi ser hasta abarcar todos y cada uno de los poros de mi piel.

¿Nazi? La idea que yo había tejido de mi madre con los años se correspondía con una mujer dulce y sincera que gozaba de copiosos dones, de manos firmes pero gráciles a la que no le temblaba el pulso a la hora de tomar decisiones. Era una persona de gran sensibilidad artística que creó con sus dedos bellísimas obras de arte capaces de dejar huella en el corazón de la gente. Su oído musical le confirió la habilidad de cantar con un estilo muy particular y de acariciar la guitarra española para dibujar sutiles melodías en el aire. Según tenía entendido, su sentido del humor y su belleza natural hacía que se ganase el aprecio de los que la rodeaban con facilidad. Mi madre era una mujer extraordinaria, sin ninguna duda. Mi querido Ambrosio me había hablado de ella tanto y tan bien, que no podía creer que hubiera omitido el pequeño detalle de que fuera nazi. No podía.

A pesar de los que años que hacía de su muerte, aún recordaba su expresividad, la sencillez de sus juegos y el olor a lavanda de su pelo. Recordaba cómo me contaba cuentos que ella misma inventaba para mí y cómo me enseñó a poner un pie delante del otro con la cabeza erguida y la espalda recta, cosa por la que le estaré eternamente agradecida, pues gracias a ello luzco con brillantez mis pamelas y zapatos de tacón.

La idea que yo había tejido de mi madre formaba parte de mí de una forma tan profunda como el color de mi piel o el de mis ojos, tan profunda como el placer que me inspiraba un suculento martini. Esa idea estaba tan arraigada dentro de mí que era imposible cambiarla sin malograrla por completo.

De repente me sentí mareada, como si mi cerebro estuviera de crucero en alta mar, en un yate que navegaba en plena tormenta, sin rumbo fijo ni esperanza de hallar tierra. Notaba la lengua salada y los ojos me escocían. Una oleada de náuseas me dobló y vomité. Me sentía febril, mi cuerpo se debatía entre el frío y el calor. Mis piernas cedieron, dejándome caer sobre la cama a duras penas y, entre temblores, creo que me dormí.

Agitadamente vuestra,
Pamela

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