Pantera negra

lunes, mayo 12


Queridos amigos virtuales,

Estaba sentada en comisaría, esperando noticias de Christopher. Me mantenía callada, con los brazos cruzados y la vista fija en la puerta del Subinspector Castillo, tensa, sintiéndome dura y fría como la piedra del panteón de mi familia. Mi buen humor debía estar enterrado junto a mi madre, en el cementerio, y mis ganas de hablar habían echado a volar. Alessandro había cejado en su empeño por crear conversación al recibir sólo monosílabos por mi parte y me iba mirando de reojo de vez en cuando.

Una pantera negra entró por la puerta, meciéndose con gracia felina, lenta a la par que implacable. ¡Una pantera negra! Di por hecho que debía estar soñando porque aquello sencillamente no podía ser real. Quedé fascinada por la belleza salvaje de sus ojos verdes y, cuando intenté ponerme en pie, supe que estaba paralizada de miedo, hasta que me di cuenta de que nadie le hacía caso. Al parecer sólo yo podía verla. Se instaló a mi lado, interponiéndose entre Alessandro y yo, y mostró los dientes en una mueca despiadada y feroz cuando miró hacia la puerta del Subinspector. Haciendo acopio de valor, me atreví a acariciarla para intentar apaciguar su ira. Estaba segura de que no me había quedado dormida, o sea que probablemente lo que sucedía era que estaba perdiendo el juicio y, a decir verdad, me daba completamente igual.

– Voy a comer algo –sentencié con dureza sin mirar a Alessandro–. ¿Esperas aquí por si hay noticias? –Ni siquiera esperé a que respondiese antes de ponerme en pie, dado que la pregunta era puramente retórica.

Salí de comisaría en compañía del animal, que parecía haber decidido seguirme, y atravesé la calzada por el medio en lugar de hacerlo por el paso de cebra, a riesgo de que me atropellasen. Hice caso omiso cuando alguien me tocó el claxon haciendo alarde de mala educación. Entré en el primer restaurante que encontré y ni siquiera sonreí al camarero cuando le pedí un café acompañado de un croissant con mermelada de naranja amarga, a falta de algo mejor. En otras circunstancias jamás hubiese entrado en un sitio tan poco chic, pero no quería alejarme demasiado de comisaría, por si acaso.

Mientras esperaba a que me sirvieran, observé al felino con curiosidad. Mecía la cola rítmicamente sin quitar ojo a lo que ocurría en la calle. Decidí llamarlo Orlov, en honor al diamante negro cuya maldición provocaba la muerte de sus poseedores. Además, se me antojó de lo más adecuado porque en el cuello llevaba un collar de brillantes que contrastaba con el negro satinado de su pelaje.

La niebla que enturbiaba mis pensamientos se empezó a desvanecer cuando el primer bocado regado de café llegó a mi estómago. Mis neuronas hubieran estado contentas de no ser por el molesto murmullo de los coches que llegaba a través del cristal. Un ruidoso motorista incluso abandonó la calzada para aparcar su vehículo frente al restaurante. Ante semejante desfachatez, Orlov se irguió, erizando el cabello.

«¿Qué pasa, precioso?», dije para mis adentros, hablando mentalmente con Orlov. «Te molesta ese desagradable ruido, ¿no es así?».

Orlov himpló cuando el motorista apagó el motor y se apeó de espaldas a mí. Su atuendo era de lo más vulgar. Llevaba una cazadora color verde guerra con unos tejanos, rotos y sucios, de los que pendían cosas metálicas como lágrimas de acero. Usaba botas grandes de suelas de goma y sus manos estaban cubiertas por unos guantes tan desgastados que lo mejor hubiera sido tirarlos directamente a la basura. Cuando se quitó el casco, cuya superficie brillaba con vivos colores, me percaté de que Orlov había salido fuera y se acercaba al extraño, husmeando.

Cruzó la calle, directo a la comisaría de policía. Entonces se dio la vuelta para mirar atrás y pude ver que en realidad no era un motorista, sino una motorista muy poco femenina.

Irracionalmente vuestra, y sufriendo alucinaciones
Pamela

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