Un escarabajo en la memoria

jueves, julio 24


Queridos amigos virtuales,

El reproductor se tragó la cinta y yo, por más que me frotase los brazos, no conseguía entrar en calor. Mi psicoanalista había dicho que no debía estar nerviosa porque en esta ocasión no haría ningún descubrimiento traumático. Aún así, tuve miedo cuando aparecí en la televisión con Linus induciéndome un estado de hipnosis, tumbada en el diván y magníficamente vestida, debo reconocerlo.

—Pamela, ¿puedes oírme? —preguntó Linus en el video.
—Sí —contestó mi yo de la pantalla, muy relajada.
—Quiero que viajes, Pamela. Quiero que vayas a tu niñez. A un momento en el que te hayas sentido angustiada. ¿Podrás hacerlo?
—No lo sé.
—Relájate y respira —ordenó amablemente el Linus del televisor. Luego hubo un rato de silencio—. Dime, ¿dónde estás?
—¡Papá! —grité. De pronto me puse a llorar a borbotones, desesperada.
—¿Estás con tu padre?
—No, no... —balbucí—. No lo encuentro.
—¿Te has perdido?
—Creo que sí —gemí—, y tengo mucho miedo. No me gusta este sitio.
—No pasa nada, Pamela. Yo estoy contigo —aseguró, conciliador.
—¡No! El hombre del ojo raro me está mirando —sollocé entre hipos retorciéndome las manos y el vestido. Parecía tan desesperada y asustada que inspiraba una profunda lástima—. ¡Papá!
—¿Quién es el hombre del ojo raro?
¿Where are you, daddy? —pregunté en inglés.
—Pamela, escúchame. ¿A qué te refieres con el ojo raro?
—Al ojo que no se mueve. ¡Oh, my God! —chillé en inglés, pataleando en el diván y llorando más todavía—. ¡Viene a por mí!
—Tranquila. No olvides que estoy aquí —aseveró Linus con tono firme y sosegado, cogiéndome la mano con fuerza—. Escucha mi voz. Concéntrate en mi voz.
—Aquí no podrá... —dije nerviosa, acabando la frase con un cuchicheo ininteligible. Estaba temblando de miedo—. Seguro.
—¿Que no podrá qué?
—No podrá encontrarme.
—¿Dónde estás?
—Escondida detrás de una estantería.
—Sí, pero dónde has ido con tu padre.
—A Francia. Estamos en Francia —sonreí de placer y dejé de temblar—. Oh, qué bonitos son los collares. Papá ha dicho que si me porto bien me comprará uno.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Linus. No respondí porque parecía distraída con algo, así que insistió—: Pamela, ¿cuántos años tienes?
—Nueve.
—Y dime, ¿qué hay a tu alrededor?
—Está lleno de cosas raras. Tumbas. No me gusta la gente muerta —negué con la cabeza—. Y las estatuas con cara de gato me dan cosa porque me recuerdan a mi tía Serena.
—Collares, tumbas y estatuas con cara de gato... —murmuró Linus para sí mismo, llevándose la mano a la barbilla—. Podría ser la Diosa Bastet. Egipto. Sarcófagos. ¡Estás en un museo! —dedujo con entusiasmo.
—Que me he perdido y no... —lloriqueé—. No encuentro a mi papá. Sí, Señor.
—Pamela, ¿con quién hablas?
—Con el hombre del ojo raro.
—¿Qué quiere?
—Que vaya con él. Dice que él también tiene una hija pequeña. Quiere que le dé la mano para llevarme con papá, y que si lo hago me dará un caramelo —apunté con cierta desconfianza.
—¿Sabes quién es ese hombre?
—Sí, el señor del museo —murmuré. Alcé la mano como para dársela a alguien y Linus la agarró—. Me ha llevado a una habitación donde hay otro niño. Es pequeño. ¡Ay! Y muy malo. Me está tirando del pelo. ¡Ouch, leave me alone! —gimoteé, forcejeando sola. De súbito mi expresión cambió del llanto a la furia—. ¡Idiota!
—¿Qué pasa?
—El niño está llorando porque le he pegado una patada. Así aprenderá que no se debe subir la falda a las niñas. Eso no es de caballeros —alegué, cruzando los brazos—. ¿Papá?
—¿Has encontrado a tu padre?
—No, pero está cerca. Le oigo. Está gritando. No me gusta que grite.
—¿Qué dice?
—No sé. No lo oigo bien porque hay una puerta. La estoy abriendo. Papá está discutiendo con el señor del museo. ¡Está enfadado! —exclamé, temblando de miedo—. ¡Ha dado un puñetazo en la mesa!
—Tranquila, Pamela. Escúchame. Escucha mi voz. No puede pasarte nada —me calmó Linus—. ¿Qué dice tu padre?
—Quiere que el señor del museo le dé un bicho.
—¿Un bicho? ¿Qué clase de bicho?
—No sé. Un escarabajo. No me gustan los bichos.
—Ya lo sé. Pamela, y el hombre del museo, el del ojo raro, ¿qué dice?
—Que el bicho es del museo. Mi papá dice que no, que es suyo. Dice que se lo robaron y ha sacado un papel que lo pone. Dice que tiene mucho dinero y se lo pagará —describí. Después me quedé callada.
—¿Qué pasa ahora?
—Hablan. No paran de hablar. Todo el rato dicen lo mismo. El señor ha abierto un armario cerrado con llave y está sacando una cosa. Parece un... un... —No acabé la frase porque se me pusieron los ojos en blanco y el cuerpo se me tensó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Era como si me hubiera dado un ataque epiléptico o algo parecido. Linus, sorprendido y preocupado, se puso en pie y me agitaba para sacarme del trance.

Yo, alucinada de verme a mí misma gesticulando como si fuera pequeña, me había deslizado de la silla mientras veíamos el vídeo y miraba la televisión de cerca para analizarlo todo al detalle. Al ver que a mi yo pasado se le ponían los ojos en blanco, acerqué la mano a la pantalla y sentí la energía electroestática que fluía por su superficie.

Fue entonces cuando algo atravesó mi cráneo produciéndome tal dolor de cabeza que me obligó a cerrar los ojos y llevarme las manos a las sienes. Sólo fue una décima de segundo, antes de que se escurriera de nuevo entre los pliegues de mi cerebro, pero lo vi tan claro como la aceituna que descansa en el fondo de un Dry Martini. Era un insecto que volaba sobre una nube de jeroglíficos con dos pequeñas alas irisadas. Un bicho color verde oscuro con seis veloces patas de oro. Un escarabajo que, por algún motivo, intentaba ocultarse en los pliegues de mi memoria.

No sé por qué, pero sentí miedo. Un miedo oscuro y profundo.

Anonadadamente vuestra,
Pamela

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