Volcán en erupción

lunes, julio 28


Queridos amigos virtuales,

Aunque debo confesaros que me reí varias veces al releer las locuras de James, metí la carta en un cajón y decidí olvidarme de ella. Decididamente, ese hombre estaba loco de remate. Después tuve la necesidad de llamar a Alessandro y le pedí que me contara en qué consistía un daiquiri y lo que sabía acerca de él. No tardé en sentir unas irrefrenables ganas de tomarme uno, así que, mientras hablaba por teléfono, fui al mueble bar y lo preparé. Me lo llevé a la boca mecánicamente, sin ser consciente de lo que hacía, pero cuando el líquido rozó mis labios sentí un éxtasis indescriptible. El primer sorbo me llevó al segundo, distraída con la conversación, y antes de darme cuenta la copa estaba vacía.

Entonces me percaté de lo que había hecho. ¡Linus me había prohibido tomar cualquier tipo de bebida alcohólica! La culpabilidad hizo mella en mi espíritu inmediatamente. En cualquier caso lo hecho, hecho estaba, por lo que no le di más vueltas y lo coloqué todo en su sitio para hacer ver que aquello no había sucedido. Mi cuerpo, en cambio, no opinaba lo mismo. Como llevaba tantos días sin beber, aquella copa se me subió a la cabeza con la fuerza de un tornado e hinchió mi pecho con un fuego abrasador. Las manos me temblaron conforme el corazón se me llenaba de valor.

—Me marcho ya —anunció Adam, que había entrado en casa para despedirse. Estaba algo abatido. Lo sabía porque hacía días que no silbaba al trabajar.
—¿Antes puedes venir un momento, por favor? —contesté. Mi voz sonó distinta, como desbordada de seguridad.
—Claro. ¿Qué pasa? —inquirió Adam con la cabeza gacha. Desde que me había visto los senos no osaba mirarme a la cara. O quizá era porque estaba avergonzado por la pelea.
—¿Por qué ya no me miras a los ojos?
—Lo siento, es que me da un poco de vergüenza.
—¿Es por la situación incómoda del otro día?
—Puede ser —titubeó.
—Mírame —ordené. Él obedeció lentamente, aunque no tardó en apartar la vista otra vez. Me acerqué y alcé su barbilla. Tenía una mandíbula espectacular—. Mira, yo no quiero que te sientas incómodo conmigo, así que vamos a tener que arreglar esto de alguna forma. ¿Se te ocurre cómo?
—No. Supongo que ya se me pasará —conjeturó. Se notaba que le estaba costando un gran esfuerzo mantenerme la mirada, aun obligándole con la mano.
—¿Supones? Eso no es suficiente —sentencié mientras le observaba de arriba abajo. Era un increíble espécimen de varón humano, hermoso y viril.

Con paso sereno, fui a la puerta y la cerré con llave. Adam se quedó paralizado. Entonces supe que era más fuerte que él. De alguna manera, como si fuera una vampiresa psíquica, había absorbido toda la seguridad que hubiera a un kilómetro a la redonda y tenía a mi jardinero presa de un poderoso hechizo.

Regresé a su lado y me situé a tan poca distancia que mi nariz casi rozaba su barbilla. Con movimientos pausados a la par que harmónicos, tomé sus grandes manos y, con un descaro del que nunca me hubiera creído capaz ni en mis más atrevidos pensamientos, las situé encima de mis pechos. Casi se podía palpar el latido de nuestros corazones en el ambiente.

Aquel instante se convirtió en una pequeña eternidad plagada de matices que vibraron en forma de pequeñas chispas danzarinas. Su pista de baile eran nuestros ojos, y el aire que desprendían sus pasos salía disparado a través de nuestra respiración.

Adam no pudo aguantar más la tensión. Sus labios devoraron los míos con tanta fuerza que su barba se clavó en mi piel como un milagro y, con el ímpetu de un búfalo, puso sus manos en mis piernas y me lanzó sobre él. Yo me colgué de su ancho cuello como Jane sobre Tarzán al saltar de liana en liana. Después me sentó sobre la mesa y de un tirón desgarró mi vestido y mi sujetador, dejando mis senos a merced de su apetito sin fin. Aquello me encendió como una estrella fugaz.

Adam devoró cada centímetro cuadrado de mi cuerpo con tanta ansia que a veces incluso me clavaba los dientes. No obstante, aquello no conseguía sino encender mi fuego todavía más. Deseé que me hiciera suya por encima del bien y del mal, mas no lo hizo. Siguió devorando mi carne sin límite sobre la mesa, como si fuera el único plato que necesitaba para saciar su hambre, hasta que estuve a punto de perder el conocimiento y exploté como un volcán.

A ti, mi ardiente Adam, te dedico este suspiro de papel.

Enardecidamente vuestra, y colapsada de placer
Pamela

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