El zapato de Cenicienta

viernes, agosto 1


Queridos amigos virtuales,

No me creía lo que había hecho. Sin asomo de pudor había seducido a mi jardinero como una Mata Hari acostumbrada a devorar a los hombres. Y en lugar de estar avergonzada, como cualquier dama que se precie hubiera hecho, me sentía orgullosa. De hecho estaba tan relajada como no lo estaba desde hacía tiempo. Al final Linus tenía razón y lo que necesitaba era un gran momento de relax.

Mis pies se mecían en el agua de la piscina trazando pequeños círculos mientras el sol hacía que mi piel se tornara aún más morena. El lazo de mi bañador se movía cada vez que un soplo de brisa lo acariciaba. Y encima una maravillosa copa de fresas impregnadas en martini me inundaba el paladar cada vez que yo quería. Aquello sí que era relax.

¿Estaba dormida? ¿Estaba sumida en un sueño? ¿O acaso sufría de nuevo una extraña alucinación? Eso pensé cuando vi que el mismísimo James aparecía en el jardín y venía hacia mí con una sonrisa socarrona. Iba vestido con ropa informal en lugar de ir enfundado en un traje como siempre. En la mano llevaba un zapato de tacón. Se agachó a mi lado y me sacó un pie de la piscina.

—Si me permite, hermosa dama —dijo con voz seductora sin apartar sus ojos azules de los míos.

¿Azules? Pero si estaba convencida de que los ojos de James eran verdes. De un increíble verde esmeralda. Lo recordaba perfectamente. Estaba tan estupefacta que no pude decir nada. Aún no estaba segura de que fuera real, así que le dejé actuar. Con gran delicadeza enfundó mi pie mojado en el zapato. Su tacto me pareció real, porque la piel me ardió, como siempre que él me tocaba.

—Sí, está claro que sois la damisela que andaba buscando. Es suyo este zapato de cristal, ¿no es así? —preguntó con sus grandes labios.

Miré el zapato. Lo cierto es que me resultaba familiar. Sí, aquel tacón de aguja era mío sin ninguna duda. Era el zapato que perdí cuando salí corriendo el último día que estuve con James, el día en que le besé en la clínica de Michael.

—Parece que al fin he encontrado a Cenicienta —añadió, risueño.

Un fogonazo de ira se metió en mi cuerpo a través de mis enormes gafas de sol. ¿Cómo se atrevía a colarse en mi casa sin permiso el hermano de Samantha? ¡Qué intolerable desfachatez! ¿Pero quién se creía que era?

Me levanté lenta e implacablemente, notando cómo iba perdiendo el control. Le miré con desprecio mientras me arrancaba el zapato del pie. Con un rápido movimiento, se lo tiré. Después le empujé y empecé a gritarle cosas que ni yo misma entendía, tantas eran las palabras que se me agolpaban en la lengua. James cayó de espaldas, asustado por mi reacción. Se levantó como pudo y salió corriendo.

—¡Largo! —fue lo único que se entendió del galimatías que grité.

Me quedé ahí de pie, alterada, sin saber con certeza si todo aquello había sido real. Pero una cosa me demostró que sí lo había sido: a James se le había caído la cartera. La cogí y vi varias fotografías. En una de ella se veía a un hombre en compañía de unos niños. Un latigazo me perforó la pamela y vi un hombre en mi mente. Era un hombre con un ojo raro, un ojo que no se movía porque era de cristal. Sobreponiéndome al fuerte dolor de cabeza, miré la cartera otra vez. El hombre de la fotografía de James era el mismo hombre que había visto en mi cabeza, el mismo del que había hablado en la sesión de hipnosis con mi psicoanalista, el que cuando era pequeña me encontró en aquel museo francés, el que había discutido con mi padre por un escarabajo.

Devastadamente vuestra, y enterrada bajo los escombros de la memoria
Pamela

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