El don de Isabella

jueves, agosto 7


Queridos amigos virtuales,

Me subí las gafas de sol para espiar un rato desde detrás de la cortina. Hubiera sido mejor subir al piso de arriba, pero aún me temblaban las piernas cuando lo intentaba. El fantasma de Alfred todavía vivía por allí.

No parecía haber nadie vigilando la mansión, así que salí por la puerta de atrás, atravesé el jardín usando los setos para esconderme y, casi sin abrir la verja, llegué a la calle. Abrí la guía de Barcelona para huir discretamente como si fuera una turista confusa. Estaba segura de que tal como iba vestida nadie podría reconocerme porque había usado mi poder camaleónico para disfrazarme. En lugar de pamela me había cubierto la cabeza con un pañuelo anudado a la barbilla; en vez de tacones llevaba unas sandalias desgastadas que me había puesto, por lo menos, tres veces; y un vestido ancho ocultaba mi fantástica silueta, sin mencionar que no me había puesto maquillaje. Si alguien pretendía seguirme lo iba a tener muy difícil. Un arrebato de emoción me recorrió al pensar en mi intrepidez.

En cuanto llegué a la avenida tomé un taxi y me perdí entre el tráfico, camino a mi destino. Había decidido irme sola a la playa para relajarme y aclarar mis ideas. No me miréis así, queridos. Sé que es una locura salir como una transeúnte más, sin limusina ni guardaespaldas, disfrazada y siendo acosada por una familia de dementes, pero qué queríais que hiciera si el corazón me decía que debía concederme el antojo, y yo, pobre de mí, no tenía fuerzas para desobedecer sus designios.

Ya en la playa, pedí un cosmopolitan al garçon y fui al servicio, aunque al salir ya no era la misma que había entrado. Había vuelto a usar mi poder camaleónico y ya no llevaba vestido, sino un precioso bañador estampado de tulipanes que se abrazaba apasionadamente a mi cuello. El pañuelo se había convertido en una pamela adornada con flores y el tono de mis labios hacía juego de nuevo con el de mis párpados.

—¡Pamela! —gritó una voz. Era Isabella, la amiga de Alessandro, hecha un ciclón de energía—. ¿Cómo tú por aquí? Oh, qué gusto verte. A ver, ponte de pie —me pidió cogiéndome de la mano. Cuando me levanté sentenció—: Absolutamente maravillosa. ¿Puedo sentarme contigo, verdad? No sabes cuánto me apetece. Camarero, tomaré lo mismo que ella —gritó—. Es que tiene muy buena pinta, querida.
—¿Cómo estás? —pregunté cuando Isabella se detuvo a respirar.
—Mmmm... Me gusta que me hagas esa pregunta porque suena sincera en tus labios, ¿sabes? Hoy en día la gente ya no pregunta como están los demás con sinceridad. Es una pena que se haya convertido en una fórmula sin sentido. El típico qué tal que no pretende saber en realidad como te encuentras ni nada —explicó poniendo los ojos en blanco—. Pues querida, estoy bien, aunque siempre se puede estar mejor, claro. Ya sabes que soy una pobre inmigrante africana que nadie quiere aquí —dijo escandalosamente en tono jocoso, gesticulando con las manos—. Pero hablemos de ti: ¿cómo estás?
—Yo muy bien.
—¡Oh! ¿Y cómo se llama ese bien? —indagó con ojillos risueños y aquella sonrisa traviesa suya, poniéndome los dedos sobre la mano y quedándose en silencio, como si se hubiera quedado congelada de repente.
—¿Eh?, o sea, ¿qué quieres decir?
—Venga, no te hagas la tonta, Pamela, que lo veo en el brillo de tus ojos. Estás con alguien. ¿A ver?, mírame. —Sus ojos negros se anclaron en los míos, desnudándome. Sin embargo su mirada no resultaba incómoda—. Mmmm, ¡qué diablesa! ¡Pretendías ocultárselo a Isabella! Sí, se ve claramente que hay alguien, y me alegro mucho por ti, querida. ¿Tienes una foto suya?
—¿Cómo lo haces? ¿Eres adivina o algo así?
—¡Pero claro que no! —soltó una estruendosa carcajada—. Simplemente tengo los ojos abiertos y soy intuitiva.
—Isabella, eso no es intuición.
—Que sí, Pamela. Es intuición echándole un poco de imaginación.
—¿Para qué quieres una foto suya? —indagué.
—Te lo digo si no se lo cuentas a nadie. Es que me da vergüenza, ¿sabes? Yo en realidad soy muy tímida.
—Tranquila, sé guardar un secreto —aseguré.
—Pues verás, es que tengo un pequeño don —susurró, acercándose a mí y mirando hacia los lados. Sus trencitas se mecieron al son de su cabeza.
—¿En serio? ¿Cuál?
—¡Oh, qué vergüenza! No tenía que habértelo dicho —se mordió los labios, arrepentida.
—¡Ahora tienes que contármelo! —exigí.
—Mmmm, pues... Pero es insignificante, ¿eh?
—No importa.
—Verás, es que al ver la cara de un hombre puedo saber cosas de él.
—¿Qué cosas?
—Puedo saber, entre otras cosas —me susurró al oído—, como son sus atributos.
—¿Sus atributos?
—Sí, ya sabes, sus atributos masculinos —insinuó con una sonrisa, mirando al suelo con fingida ingenuidad. Sus dientes se veían radiantes en contraste con su oscura piel. Su expresión era como la del gato de Cheshire.
—¡¿Qué?! —me atraganté con el Cosmopolitan.
—¡Lo sé! ¿No es absurdo? Me pasa desde adolescente. Veo la cara de un hombre y ¡zás!, lo sé todo: tamaño, forma... todos los detalles. Da igual quién sea. La verdad es que no es un don muy útil, pero es el que me ha tocado a mí. ¿Qué le voy a hacer?
—¡¿Hablas en serio?!
—Totalmente.
—Qué impacto —me dije. Mis vellos organizaron una fiesta sobre mi piel mientras meditaba las posibilidades de semejante don—. ¡Qué emocionante! Ojalá yo tuviera un don tan extraordinario. Yo no tengo poderes sobrenaturales.
—¿Te parece extraordinario? —se sorprendió Isabella.
—Desde luego. Cualquier don sobrenatural lo es.
—Y yo creyendo hasta ahora que era simplemente ordinario, sin extra —carcajeó.
—¡Si eres como una súper heroína!
—Querida, ¡no se puede salvar a nadie con un don como ése!
—¡Claro que se puede! O sea, puedes prevenir a tus amigas antes de que salgan con el hombre inadecuado y salvarlas de decepciones amorosas, ¿no? ¿Te parece poco?
—Nunca me lo había planteado así —meditó.
—Ten, aquí está la foto —busqué en mi bolso, nerviosa—. Se llama Adam.
—¿Es reciente? —inquirió Isabella al mirar la foto.
—Sí.
—Estoy confusa —afirmó con seriedad—. Por la foto diría que este hombre está increíblemente triste por culpa del amor. Diría que ha sufrido una decepción amorosa recientemente, tan grande que incluso sus atributos sexuales han dejado de funcionar. Pero no puede ser si está contigo. Lo siento, Pamela. Me parece que hoy mi don está estropeado.

¿Pero y si no lo estaba? A mí también me había parecido otear cierta tristeza en la actitud de Adam estos últimos días e incluso le había descubierto evitándome. ¿Y si por eso no había querido hacerme suya? ¿Sufría Adam los estragos de un fracaso amoroso?

Curiosamente vuestra,
Pamela

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Diamantes... 2

  1. Escrito por Blogger Deprisa

    lunes, septiembre 07, 2009 11:05:00 p. m.

    No nos dejes con la intriga... Aunque una bebida tan elegante como el Martini se saborea poco a poco :)
    Un saludo,
    Deprisa

     
  1. Escrito por Anonymous Pamela

    miércoles, febrero 03, 2010 2:33:00 p. m.

    Querida Deprisa,

    Lamento muchísimo la espera y deseo fervientemente que mi retorno haya sido de tu agrado. Sin duda tienes razón cuando mencionas que un martini se saborea poco a poco... Dior sabe que así es.

    Siempre tuya,
    Pamela

     

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