La Reina de Corazones

jueves, junio 5


Queridos amigos virtuales,

Los días transcurrían relativamente tranquilos en mi mansión, y digo relativamente porque en realidad seguía habiendo una inquietud dentro de mí. Era una inquietud pequeña, de esas que se supone que una puede coger por las orejas y zarandearla hasta dejarla lo suficientemente desorientada para que no sepa encontrar el camino de vuelta, pero ésta tenía algo diferente y siempre conseguía escabullirse de mis manos.

Estaba abriendo la verja de mi mansión, haciendo malabares con mis compras en los brazos, cuando aquella inquietud utilizó mi espalda como pista de esquí y descendió hasta mis piernas. Noté unos fuertes arañazos en los gemelos y mis medias se abrieron, llenándose de antiestéticas carreras para mi espanto. Al mirar abajo encontré a un pequeño ser de pelaje blanco y rizado, de piel rosada, que meneaba la cola de pura felicidad. No paraba de saltar, presa de una feroz energía, y me miraba con dos ojillos traviesos que mendigaban aunque fuera una caricia.

– ¿Qué es lo que ven mis ojos? –inquirió una vocecilla estridente más allá de mi campo visual–. Pero si es mi amiga Débora. Dichosos los ojos. ¿Sigues igual de madura que siempre?
– Sí, ¿y usted? –contesté desafiante, intentando disimular mi hastío.
– No, lo digo porque como soy mayor que tú... –insinuó la Marquesa de Roncesvalles–. Salem, por favor, no molestes a nuestra convecina –ordenó a su caniche, que seguía arruinándome las medias en un exceso de absurda alegría.
– ¿Y qué quiere decir con eso?
– No, me refiero a que la edad proporciona una sabiduría que las jovenzuelas como tú ni siquiera sospecháis que existe –dijo con un repulsivo aire de marisabidilla–. Al fin y al cabo, son las vivencias de los años las que dan experiencia.
– Ah, yo pensaba que la madurez no procede de la cantidad de experiencias que una vive, sino de lo que aprende de ellas –repliqué–. En mi corta vida he visto jóvenes con una cabeza muy bien vestida y personas mayores a las que no les vendría nada mal unas lecciones de Christian Dior. Lo que jamás hubiera pensado es que la sabiduría viniera volando a posarse en mi pamela como regalo de cumpleaños a los... ¿Qué edad ha dicho? –pregunté con cara de ingenua falta de experiencias.
– Débora, no sé si te has dado cuenta, y lo último que quisiera sería importunarte, tú lo sabes –afirmó, ignorando mi pregunta con fingida cortesía–, pero me parece que has sufrido un pequeño percance con las medias. Yo jamás te juzgaría por algo así, desde luego, pero hay personas por aquí que no son tan benévolas como yo. Y luego a la gente, ya sabes, le gusta mucho hablar.
– Qué amable por su parte, Marquesa, se lo agradezco mucho –fingí con exagerada gentileza–. Pero mira, el pobrecito, ¡mira qué uñas tiene! –exclamé a viva voz acariciando al can para que todo el mundo me oyera–. ¿A que quieres ir conmigo a la peluquería a cortarte las uñas?, ¿a que sí Salem? Porque es ése tu nombre, ¿no?
– Salem Saberhagen para ser exactos –soltó la Marquesa.
– ¿De qué me suena ese nombre? –me pregunté llevándome el dedo a los labios. Me sonaba de algo y no sabía de qué–. ¿No se llamaba así el gato de aquella bruja? –apunté sin pensar. Por su cara me di cuenta de que la Marquesa debía estar pensando que la estaba llamando bruja descaradamente, y yo, sinceramente, jamás hubiera hecho algo así. Estoy demasiado bien educada–. ¡Oh, no quería decir...! –intenté rectificar antes de que me quitara la palabra.
– No sé, fue mi sobrina quien eligió el nombre –escupió colocando los labios en un extraño rictus–. Por cierto, hace mucho que no vienes por el club social.
– Sí, es que estoy muy ocupada últimamente. Marquesa, antes no he querido decir...
– Oh, entonces no sabrás lo último –comentó, cortándome de nuevo. Los ojos le brillaban de excitación.
– No, ¿qué es? –pregunté con interés, desistiendo de mi vano intento de explicarme. En compensación, decidí darle el protagonismo que buscaba con sus habituales cotilleos. Además, si algo no se podía negar era que la Marquesa se enteraba de todo lo que sucedía en su reino.
– Dicen que hay un socio, un doctor –susurró. Acerqué mi oreja para escucharla mejor–, que opera a cambio de favores.
– ¿Favores? No comprendo –comenté sin caer en la cuenta de a qué se refería.
– Sí, ya sabes, favores indecentes –masculló, tapando una risilla con la mano. Sus dientes se arrastraban como si degustaran un suculento manjar. Su lengua viperina resplandecía de veneno.

Al entender a qué se refería sentí que me extirpaban el alma con un bisturí y la metían en un frasco de formol. Caí en la cuenta de que la Marquesa estaba hablando de mi amigo Michael. Hacía unas semanas, en el club social, se dijo que mi cirujano plástico me había operado a cambio de lujuriosos encuentros. ¡Operado a mí, que tengo un cuerpo esculpido a base de constancia y esfuerzo personal! ¡Háyase visto! Quise lanzarme al galope sobre la furia asesina que pugnaba por apoderarse de mis puños para obligar a la Marquesa a someter su lengua venenosa, pero, en lugar de eso, apreté las riendas y respondí con frialdad. Si la Reina de Corazones quería mi cabeza, primero tendría que ganarme al croquet, como a Alicia en el País de las Maravillas.

– Ah, sí, lo he oído –dije, escandalizada–. Menuda desfachatez, ¿no le parece? No sé adónde vamos a llegar. Esto en tiempos de Franco seguro que no ocurría.
– Débora, me veo en la obligación de contártelo. ¡Aunque no sabes cuánto me disgusta tener que hacerlo! Es por tu bien, claro, porque como buena amiga y vecina tuya debo alertarte –aseveró condescendientemente, muy orgullosa de lo buena samaritana que era.
– Oh, no se preocupe –corté su sarta de mentiras antes de que las uñas se me clavasen en las palmas de las manos de tanto apretarlas. No estaba dispuesta a darle el gusto de mancillarme, así que me adelanté–: No hace falta que me cuente nada porque ya sé qué es lo que dicen: que estoy operada, y por mi amigo el doctor, nada menos.
– ¿Ya lo sabías? –se sorprendió, muy decepcionada al ver que la presa se le había escapado. Mi inesperada reacción no le había gustado nada.
– Sí, hace tiempo en realidad –confirmé despreocupadamente–, por eso me ha extrañado que sea lo último de lo que se habla en el club. Cuando lo escuché recuerdo que pensé en lo desafortunada que se debía sentir la persona que había extendido tal calumnia. Alguien que necesita hacer algo así para sentirse feliz debe ser muy desgraciada, ¿no cree? Me atrevería a afirmar que debe tratarse de una mujer que se consume en su soledad mientras envejece poco a poco con la única compañía del servicio y, tal vez, de algún animal de compañía –aseguré con sinceridad, acompañando mi discurso con gestos melodramáticos. Incluso se me humedecieron los ojos al darme cuenta de que estaba hablando en parte de mí misma. Si no tenía cuidado yo también podía acabar de esa manera, así que tome nota mental de ello–. Oh, me da tanta pena... Seguro que llena sus días vacíos comprando alhajas, y las noches leyéndole novelas de amor a su corazón marchito.
– ¡Eso es mentira! –rezongó la Marquesa, muy enfadada.
– ¿El qué? –pregunté.
– ¡Sí que te has operado! –exclamó con vehemencia, como si fuera el delito más deleznable del universo y hasta mereciera que me torturasen por ello. La Marquesa respiraba agitadamente y se la veía muy nerviosa.
– Marquesa, ¿está usted bien? La noto un poco alterada –afirmé, dándome cuenta del extraño efecto que habían provocado en ella mis palabras.
– ¡Sí te has operado! –repitió.

Nos quedamos calladas, mirándonos como si a nuestro alrededor hubiera explotado una bomba nuclear y no quedara de la realidad más que un puñado de escombros. Poco a poco, la Marquesa se tranquilizó.

– No me he operado –sentencié, sin más–, es la verdad. El día que lo necesite pensaré en ello, pero de momento considero que tengo una genética muy afortunada.
– Lo siento, pero debo dejarte –resopló ella mientras ponía los ojos en blanco–. Buenos días.

Me quedé pensando por qué la Marquesa afirmaba con tanta rotundidad que me había operado a manos de Michael. Recordé los discursos psicológicos a los que Linus acostumbraba a someterme, y se me ocurrió que tal vez la pobre mujer estuviera proyectando en mí alguna de sus frustraciones personales. Era obvio que, si necesitaba atacarme con tanto ahínco, debía sentirse francamente mal en mi presencia. Reina de CorazonesProbablemente se sentía juzgada a través de mis pestañas. Lo que no entendía era por qué. En cualquier caso y fuera cual fuera el motivo, yo no tenía por qué soportar semejante trato. «Que se busque un psicoanalista, como todo el mundo. ¡Sólo faltaba!», pensé, muy indignada. Una cosa estaba clara, fue ella la que nos calumnió en el club social.

Entré en la mansión con la certeza de que tenía un importante naipe en el bolso: la Reina de Corazones. Lamentablemente para ella, si quería cortarme la cabeza tendría que esforzarse más.

Acorazonadamente vuestra,
Pamela

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