Ángel de la oscuridad
jueves, septiembre 13
Como os decía, salí corriendo del bosque y llegué a la entrada de la capilla. Veloz como un esmalte de uñas de secado ultra rápido, metí la mano en el bolso y saqué la copia de la llave que había hecho el otro día. Abrí la puerta y entré, nerviosa y respirando agitadamente.
La capilla era como una catedral en miniatura. En la oscuridad, sólo rota por la luz de la luna que se filtraba a través de las vidrieras, tenía un aire tan tétrico que los vellos de mi nuca se alzaron en señal de protesta. El ambiente era frío debido a la piedra con la que había sido construida, y el vaho escapaba entre mis labios formando pequeñas nubecillas blancas. Las imágenes de Nuestra Señora de la Humildad y Santa Cecilia, como dos fantasmas emergiendo entre penumbras, me miraban con desaprobación y reproche por haber ultrajado su santuario. Me sentí culpable por un momento, pero luego deseché todo pensamiento religioso y avancé por el pasillo con intrepidez.
Llegué hasta el altar donde el capellán llevaba a cabo las misas. Acaricié la piedra y un recuerdo brotó de su lisa superficie y trepó por mis dedos hasta mi mente. Aquella mañana, cuando yo tenía doce años, me encontré por segunda vez con el chico misterioso en este mismo lugar. Yo estaba donde me encontraba ahora, escuché unos pasos y me di la vuelta. Él se acercó a mí con decisión. No dijo nada, tan sólo me miró, cogió mi mano y la llevó a sus labios. La luz atravesaba sus pupilas convirtiéndolas en vidrieras que se dibujaron en mi alma marchita, llenándola de un júbilo asombroso. El roce de ese primer beso me atravesó. Sus labios se convirtieron en las alas de una mariposa de fuego que se adentró bajo mi piel y se filtró hasta mi corazón, imprimiéndome para siempre una marca invisible. Luego, sin decir nada, el chico se marchó. Pero el ardor permaneció.
Abandoné los recuerdos. Avancé hasta la pared, coloqué bajo la imagen de uno de los ángeles una banqueta y me subí para alcanzarlo. Tenía que estar dentro del ángel todavía, podía sentirlo. Me resultó imposible deslizar mi mano por el hueco que había entre las alas de la estatua, así que la descolgué de la pared. No calculé bien su peso, queridos. La estatua era de piedra y pensé que se me partían los brazos bajo su peso, pero las horas que acertadamente invierto en el gimnasio me permitieron bajarla hasta la banqueta sin causar ningún estropicio. Tras recuperarme, soplé con fuerza para remover el polvo que cubría el interior. Grité horrorizada al recibir en la cara una nube de suciedad que hizo que casi perdiera el equilibrio. Una vez recuperé la calma y tomé nota mental sobre una próxima y urgente limpieza de cutis, comprobé que el reflejo de la luz de la luna arrancaba destellos dentro de la estatua. Efectivamente, ahí estaba.
Es curiosa la memoria, queridos, pues es capaz de recordar al detalle algunas cosas y dejar que otras sean arrastradas al olvido con la alquimia de los años. Estaba convencida de que lo lancé al suelo cuando me lo arranqué del cuello, pero cuando estuve frente a la fotografía de mi madre en la mansión del terror, lo recordé. No lo tiré, sino que lo sepulté en esa estatua hasta que se disipara el rencor que sentía contra mi madre, aguardando inconscientemente el día en que estuviera en paz.
—¿Hay alguien ahí? —una voz rompió el silencio. El guarda.
Los tacones me traicionaron haciéndome trastabillar en la banqueta. El ángel voló de mis manos en busca de libertad, pero sus años de antigüedad estallaron contra el suelo. Todo había acabado. El guarda me encontraría allí, me arrestaría y me acusarían de vandalismo. Iría a la cárcel y mi rostro aparecería en la prensa sensacionalista, acabando con mi reputación. Andaría todo el día como una pordiosera entre rejas, mi piel se arrugaría y mi cuerpo se marchitaría sin conocer el amor.
No. La mariposa de fuego se encendió, ardiendo con intensidad dentro de mí. Mi cerebro dejó de pensar y mi cuerpo reaccionó, poseído por un instinto animal. Cual pantera, salté de la banqueta y me deslicé rápidamente hacia el altar. La luz de la linterna inundó la pared paseándose de un lado a otro, buscándome.
—Sé que estás ahí —dijo el guarda con seguridad—. Sal, quién quiera que seas. No tienes escapatoria, maldito ladrón.
Me mantuve en silencio. Cada vez escuchaba sus pasos más cerca del altar. Metí la mano en el bolso y cogí un pequeño tubo que había puesto ahí por si se producía una emergencia. Abrí la tapa y vacié su contenido en mi mano. Aguardé agazapada en la oscuridad, acechando, sintiendo los latidos de mi corazón como una orquesta de tambores. Y cuando el guarda estuvo tan cerca del altar que pensé que lo tenía encima, salté hacia él gritando con furia y le lancé una nube de purpurina dorada que le dejó ciego.
Cogí el colgante con forma de estrella que yacía entre los restos del ángel y salí corriendo.
Cuando cerré la puerta de mi habitación, la adrenalina todavía inundaba mis venas.
Siempre vuestra, y llena de coraje
Pamela
Etiquetas: Mi vida
viernes, septiembre 14, 2007 1:46:00 p. m.
Estimada Pam,
de un tiempo atras que no te leia, y mis pensamientos me han llevado hasta la sensualidad de la sombra de ti misma, que es este blog.
Mira si ha pasado tiempo, que has tenido que vivir experiencias hasta ahora impensables.........
...aunque no he tenido el tiempo de ir atras en el tiempo para leer las historias pasadas...me llena de emocion ver que sigues con la intesidad de siempre.
Por los secretos que se comparten.
Besos
David