Llorando entre extraños

viernes, febrero 15


Queridos amigos virtuales,

Conseguí moverme como una autómata, carente de toda emoción, hasta que caí derrumbada en el asiento del avión. Una vez allí, la visión se me nubló a causa de las lágrimas. Me cubrí la cara con las manos y empecé a sufrir unos pequeños espasmos. No quería llorar estando rodeada de gente, pero la presa que había construido para mantener a raya mis emociones estaba desmoronándose por momentos. Mi corazón era un nido de mariposas negras que pugnaban por echar a volar como murciélagos.

No podía dejar de ver a mis dos príncipes envueltos en aquel torbellino de pasión. Una y otra vez la imagen giraba ante mis ojos hasta acaparar cada uno de mis pensamientos.

La presa se rompió. En silencio, rompí a llorar, sintiendo que los ojos me ardían.

– ¿Se encuentra bien? –me preguntó la voz de un hombre con ligero acento alemán. No respondí, el nudo que tenía en la garganta me lo impedía. Debió interpretar que quería que me dejase tranquila, porque la voz no dijo nada más. Hasta pasado un largo rato.
– Praga es una ciudad preciosa. La ciudad de las cien cúpulas, la llaman. Su historia está ligada a la de su castillo, la fortificación medieval más grande del mundo, que fue construida el año 870 por la dinastía premyslida. Ah, cuán majestuoso, ¿lo ha visitado? –Seguí con las manos en la cara, no podía permitir que nadie viera mi rostro en el estado tan lamentable en el que debía encontrarse. ¿Y si era el hombre de mi vida?–. Si no lo ha hecho, hágalo, es una visita imprescindible. En el Callejón del Oro vivió Kafka dos años, ¿lo sabía?
– Sí –respondí con un gemido agónico que casi pareció un lamento.
– ¿Y sabía que también se le llama el Callejón de los Orfebres? –Imágenes de impresionantes joyas cruzaron volando mi pamela, causándome una inmediata sensación de bienestar. Bajé las manos sin darme cuenta.
– ¿Joyas? –La voz me brotó débil y lastimera de la garganta.
– Ah, suponía que le interesarían las joyas, mi señora. Las joyas de la Corona checa se guardan sobre la puerta Dorada, en la cámara de la Coronación, al final de unas escaleras a las que se accede desde una puerta cerrada con siete llaves, oculta en el flanco sur de la capilla de San Wenceslao, una de las capillas más importantes de la Catedral de San Vito. Dígame, ¿se encuentra mejor? –Lo cierto era que el hipo había desaparecido.
– Sí, pero no vuelva a llamarme señora –le increpé sin fuerzas mientras me enjugaba las lágrimas con un pañuelo. El hombre se echó a reír.
– Y, si me permite, ¿cómo quiere que la llame? –me preguntó con un tonillo irónico.
– Señorita está bien, gracias. También puede llamarme Pamela, si lo prefiere.
– Yo soy Verner, Verner Drexler. Disculpe, señorita –puso un énfasis extraño en la palabra mientras examinaba exhaustivamente mi rostro–, pero su cara me resulta familiar, ¿nos conocemos?
– No lo creo –respondí evasivamente, haciendo ver que no me daba cuenta de que sus ojos ligeramente saltones me estaban recorriendo.

Nos miramos en silencio. Era un hombre que debía hacer unos años que había traspasado la treintena, de rasgos varoniles aunque no demasiado atractivos. Tenía los ojos de un color azul frío y el pelo, de un rubio oscuro, hacía años que le había empezado a ralear. Una perilla afilada le enmarcaba los finos labios, en los que se dibujaba una sonrisa aviesa.

Entonces nos reconocimos: era el hombre al que le había tirado encima el café en mi último vuelo.

Sincerely yours, and sad
Pamela

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