Recuerdos rotos
viernes, septiembre 28
Un tinto joven inundó mi paladar mientras el silencio me envolvía. Sus ojos, fijos en mí, no me decían palabras en secreto ni hacían crecer flores de deliciosas fragancias. ¿Un jardín yermo? A veces puede parecerlo a primera vista y ocultar bajo la tierra semillas de colores. No era éste el caso.
Un sugerente encuentro puede plantar una idea que con el abono de los años crezca hasta formar un valioso recuerdo de aura dorada. A veces es mejor no seguir ahondando en esa idea y mantener así su magia intacta, porque si no puedes descubrir que no era más que una ilusión. Y un atrevido chiquillo puede convertirse en el insulso guardia de seguridad de un internado.
Robert me invitó a cenar, y hubiera sido muy poco considerado por mi parte declinar su ofrecimiento tras el caballeroso detalle que tuvo conmigo. Era lo menos que podía hacer tras haberme encubierto por el destrozo de la capilla.
Durante la cena le conté las razones que me llevaron a aquella situación y él me explicó los motivos por los que no me había delatado. Cuando me vio entrar en la habitación donde realizaba los interrogatorios, al instante supo que yo era la niña de doce años cuya mano había besado aquella mañana en la capilla. Se quedó estupefacto. Aquella niña se quedó en su memoria hasta el día de hoy, y al tenerla delante convertida en una elegante mujer sintió que quería conocerla. Además, él también había contribuido a que el ángel se rompiera al asustarme, haciendo que se me cayera de las manos.
El primer latigazo, de desilusión, sobrevino cuando empezó a flirtear conmigo descaradamente cuando momentos antes me había estado hablando cariñosamente de su mujer. Yo no entendía nada, queridos. No sé cómo Robert podía estar hablando de lo mucho que quería a su esposa y momentos después estar insinuándose a la mujer a la que se lo estaba contando. El hastío se instaló en mi pamela cual pájaro de mal agüero y a partir de entonces todo lo percibí a través del filtro del egoísmo y de una falta total de valores morales.
El segundo latigazo, de incomodidad, llegó al comprobar que nuestra conversación era tan poco fluida como inconexa. Nuestras palabras eran como agua y aceite intentando componer una cadena cuyos eslabones se rompían al cabo de segundos. Me pregunté por qué sería, e imaginé que era cuestión de química. Es curioso, queridos, pues hay algo que no podemos ver pero que intuimos, y que afecta a nuestras relaciones personales a todos los niveles.
Cuando llegamos a las inmediaciones del internado, Robert intentó besarme, pero me refugié bajo el ala de mi pamela. Antes de que pudiese decir nada, me disculpé y me fui atravesando el velo de la noche. Cuando llegué a mi habitación, los fragmentos de un bonito recuerdo de la infancia estaban desperdigados por el suelo.
Vuestra eternamente,
Pamela
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