Un vuelo y un café
viernes, noviembre 2
Queridos amigos virtuales,
Partí con el alba porque no quería despedirme de nadie. Las despedidas no terminan de convencerme en los casos en los que cabe la posibilidad de que el maquillaje peligre, así que el internado se fue diluyendo en la distancia conforme el taxi se alejaba, dejando atrás a Robert, a Wendy y a todos los demás.
Era la primera vez en muchos años que iba a coger un avión sin más compañía que un considerable equipaje, así que debo reconocer que me sentía un poco perdida y que echaba de menos a mi maravilloso Christopher. En el aeropuerto de Heathrow todo el mundo iba y venía de un lado para otro mientras yo pasaba por delante de las colas gracias a los privilegios de la clase business. No me di cuenta de que había un hombre delante mío hasta que lamentablemente ya le había atropellado con el carrito. Le pedí disculpas, pero él como única respuesta me dedicó una mirada despectiva cargada de soberbia, acentuada por su afilada perilla. Sólo puedo decir que me pareció de lo más maleducado, queridos, y que con gusto hubiera hecho impactar mi fantástico bolso Louis Vuitton contra su sesera si no le tuviera tanto aprecio.
Tras conseguir mi tarjeta de embarque, atravesé el control de seguridad y me propuse relajarme visualizando escaparates con un capuccino en la mano.
Habían pasado muchas cosas en mi estancia en Berkshire, cosas inesperadas e interesantes, sobre las que meditaría debidamente más adelante con la tranquilidad de tener un martini humedeciendo mis labios, pero de lo que no me cabía ninguna duda es de que tenía el pecho henchido de orgullo. Estaba orgullosa de mí misma porque había demostrado valor y coraje para conseguir el colgante de mi madre, y no me había rendido a pesar de las numerosas dificultades.
Me estaba probando un delicioso vestido cuando de repente me detuve a escuchar el mensaje que emitían por megafonía: ¡me llamaban a mí! Era el último aviso para que embarcara en mi vuelo. ¿Cómo se me había pasado la hora? Había estado tan absorta en mis pensamientos y mirando escaparates que se me había hecho tardísimo.
A más velocidad de la que nunca hago uso para cambiarme de vestido, recuperé mi atuendo y salí corriendo como una desequilibrada hacia la puerta de embarque. Quise desfallecer cuando salí por la puerta de la tienda y empezó a sonar la alarma del sombrero que me había probado y que aún llevaba puesto bajo la pamela. Qué bochorno pasé, queridos, cuando todos me miraban como si fuera una vulgar ladrona.
Llegué justo cuando estaban cerrando, pero conseguí embarcar a tiempo. Alterada, nerviosa y exhausta, dejé mi abrigo a la azafata para que lo colgara y fui al asiento que me correspondía en el avión. Tropecé, y noté que mi rostro adquiría el tono de un bloody mary. Un hombre me miraba con altivez desde el asiento de al lado, con una mueca de sorpresa y aversión absoluta en la cara. Era el mismo hombre al que había atropellado frente al mostrador donde obtuve la tarjeta de embarque. Con gusto le hubiera propinado el golpe de bolso que no le di la primera vez... si no fuera porque había derramado sobre su camisa blanca el café que llevaba en la mano.
Siempre vuestra, y abochornada
Pamela
Partí con el alba porque no quería despedirme de nadie. Las despedidas no terminan de convencerme en los casos en los que cabe la posibilidad de que el maquillaje peligre, así que el internado se fue diluyendo en la distancia conforme el taxi se alejaba, dejando atrás a Robert, a Wendy y a todos los demás.
Era la primera vez en muchos años que iba a coger un avión sin más compañía que un considerable equipaje, así que debo reconocer que me sentía un poco perdida y que echaba de menos a mi maravilloso Christopher. En el aeropuerto de Heathrow todo el mundo iba y venía de un lado para otro mientras yo pasaba por delante de las colas gracias a los privilegios de la clase business. No me di cuenta de que había un hombre delante mío hasta que lamentablemente ya le había atropellado con el carrito. Le pedí disculpas, pero él como única respuesta me dedicó una mirada despectiva cargada de soberbia, acentuada por su afilada perilla. Sólo puedo decir que me pareció de lo más maleducado, queridos, y que con gusto hubiera hecho impactar mi fantástico bolso Louis Vuitton contra su sesera si no le tuviera tanto aprecio.
Tras conseguir mi tarjeta de embarque, atravesé el control de seguridad y me propuse relajarme visualizando escaparates con un capuccino en la mano.
Habían pasado muchas cosas en mi estancia en Berkshire, cosas inesperadas e interesantes, sobre las que meditaría debidamente más adelante con la tranquilidad de tener un martini humedeciendo mis labios, pero de lo que no me cabía ninguna duda es de que tenía el pecho henchido de orgullo. Estaba orgullosa de mí misma porque había demostrado valor y coraje para conseguir el colgante de mi madre, y no me había rendido a pesar de las numerosas dificultades.
Me estaba probando un delicioso vestido cuando de repente me detuve a escuchar el mensaje que emitían por megafonía: ¡me llamaban a mí! Era el último aviso para que embarcara en mi vuelo. ¿Cómo se me había pasado la hora? Había estado tan absorta en mis pensamientos y mirando escaparates que se me había hecho tardísimo.
A más velocidad de la que nunca hago uso para cambiarme de vestido, recuperé mi atuendo y salí corriendo como una desequilibrada hacia la puerta de embarque. Quise desfallecer cuando salí por la puerta de la tienda y empezó a sonar la alarma del sombrero que me había probado y que aún llevaba puesto bajo la pamela. Qué bochorno pasé, queridos, cuando todos me miraban como si fuera una vulgar ladrona.
Llegué justo cuando estaban cerrando, pero conseguí embarcar a tiempo. Alterada, nerviosa y exhausta, dejé mi abrigo a la azafata para que lo colgara y fui al asiento que me correspondía en el avión. Tropecé, y noté que mi rostro adquiría el tono de un bloody mary. Un hombre me miraba con altivez desde el asiento de al lado, con una mueca de sorpresa y aversión absoluta en la cara. Era el mismo hombre al que había atropellado frente al mostrador donde obtuve la tarjeta de embarque. Con gusto le hubiera propinado el golpe de bolso que no le di la primera vez... si no fuera porque había derramado sobre su camisa blanca el café que llevaba en la mano.
Siempre vuestra, y abochornada
Pamela
Etiquetas: Mi vida
lunes, junio 16, 2008 9:44:00 p. m.
good looking and interesting blog… it's nice to be here! Keep on nice post :)