Burbujas del pasado
lunes, febrero 18
No alquilé una limusina, preferí caminar para sentir el aire frío, que contrastaba con el cálido ambiente de la ciudad. Las calles de Praga me transformaron en la princesa de un cuento medieval en el que no había ni brujas ni príncipes, sólo belleza. Las fachadas en tonos pastel de los edificios daban la sensación de estar en un bosque de casas de galleta y caramelo.
Ya oscurecía cuando atravesé el Puente de Carlos. Envueltas en la niebla, las estatuas resultaban magnificentes y poderosas, inspiraban un temor reverencial. Sus ojos inertes contenían una muda advertencia, me decían que tuviera respeto porque estaba atravesando un lugar que era suyo por derecho y que yo sólo era una invitada.
Me asomé por el puente para contemplar las aguas del río Moldava. En ellas se reflejaban recuerdos que ya creía olvidados, burbujas perezosas que ascendieron a la superficie con un gorgoteo. Un día, hacía muchos años, yo había recorrido estas aguas a la luz de las velas, en un yate, mientras cenaba con un hombre de gafas gruesas y aspecto antiguo que mi tía veía con buenos ojos...
Aunque era primavera, yo me sentía árida por dentro. Cada bocado era tan insípido como el anterior y el vino resbalaba por mi garganta sin dejar huella en el paladar. Las notas del violín caían por la borda y se hundían en la lánguida apatía del río, en un intento por disimular la inexistente conversación entre nosotros.
Cuando nunca se ha estado despierta, cómo saber que se está dormida. Yo, a mis dieciocho años acabados de cumplir, asumía mi gris realidad como la única posible y me conformaba con la compañía de ese hombre, la máxima a la creía que podía aspirar mi corazón. Así me habían educado. No me malinterpretéis, queridos, Andrew no era un mal hombre, todo lo contrario, era serio, responsable y de buen corazón, y según mi tía era el mejor partido al que una mujer de provecho podía ofrecerse en matrimonio, pues disponía del adecuado patrimonio y era de buena cuna.
Pero una parte de mí me increpaba silenciosamente, consternándome sin piedad, aunque yo me negara a escuchar. Me decía que Andrew era veinticinco años mayor que yo, que sería el homicida involuntario de mi felicidad, que sería el carcelero de una jaula de oro en la que me colmaría de riquezas pero me privaría de lo más importante: la libertad de amar.
Un día desperté y comprendí que la felicidad era un tesoro que sólo hallaría al final del arco iris, si seguía el dictado de mi corazón. Desaparecí como un pétalo acunado por el viento, en silencio, abandonándolo todo sin decir adiós. Así fue como llegué a mi querida España. Sé que obré mal, pero era tan joven... No supe cómo enfrentar tan espinosa situación.
Reanudé mi camino por el puente preguntándome qué sería ahora de Andrew, si sería feliz, si tendría hijos o si, por el contrario, no llegó a casarse. Entonces me di cuenta de que un pintor me miraba con intensidad. Al parecer me había inmortalizado acariciando el lienzo con su pincel.
En el cuadro había una estilosa mujer que miraba al horizonte, pero tenía los ojos apagados.
Eternamente vuestra,
Pamela
Etiquetas: Mi vida
jueves, abril 10, 2008 9:11:00 p. m.
I feel sad for you, pero te lo mereces. Cada ves que leo tus palabras las nauseas me asaltan.
You should have married Andrew. You idiot!