Sonríe a la vida
miércoles, abril 30
Día tras día me despertaba cansada e inquieta, sin fuerzas para moverme. Un día me pasé toda la mañana sentada en el canapé con una copa de martini en la mano y mirándome al espejo, intentando que mi reflejo me dijera lo que necesitaba escuchar. Obviamente no movió los labios y, al final, llegué a una clara conclusión: debía relativizar las cosas. No sabía qué hacía ese símbolo en el colgante de mi madre, ni si fue nazi o no. Podía tener muchas explicaciones y hasta que no las descubriera –cosa que podéis estar seguros que haré, queridos–, hasta ese momento, la vida seguiría su curso. Lo que no podía permitir era que mi salud pagara las consecuencias.
En un día como ése sólo se podían hacer dos cosas para terminar de refortalecer el espíritu. Una, proporcionarse un tratamiento de belleza integral, y dos, hacer una visita al sacerdote del santuario divino de tu joyería predilecta. Lo sé, sé lo que estáis pensando, queridos, que también podría mezclarme anónimamente entre los selectos huéspedes de mi hotel, a mí también se me ha pasado por la cabeza. Podría recorrer la zona deportiva en la que los ejecutivos suelen luchar contra el estrés o perderme en las aguas del spa como una sirena, pero la verdad era que no me apetecía quedarme.
Así que, sin más dilación, elegí el atuendo que decoraría mi estilizada figura, me metí en la ducha de hidromasaje, me hidraté, me vestí de Prada y Chanel, me maquillé, escogí cuidadosamente mis complementos, enfundé mis piernas en unas largas medias de seda, me subí a los zapatos de tacón, me perfumé, revisé mi maquillaje y me marché por la puerta sintiendo la vida vibrar a mi alrededor, preparada para desenvolver cualquier sorpresa que se me pusiera por delante.
Llegué al ascensor y saludé al botones. Me di cuenta de que no sabía su nombre, así que se lo pregunté. Se llamaba John y tenía veinticuatro años. El repiqueteo del ascensor indicó que habíamos llegado a la planta baja, por lo que sonreí y me dispuse a salir, pero había un hombre delante de la puerta.
– Pase, por favor –me pidió el hombre.
– Oh, no, usted primero –respondí.
– De ninguna manera, insisto –repitió, acompañando las palabras con la mano.
– No, de veras, pase usted –reiteré.
Entonces me di cuenta de que la puerta del ascensor era lo suficientemente ancha como para que cupiésemos los dos y que debíamos estar haciendo el ridículo. Me adelanté, y él debió pensar lo mismo, porque se adelantó a la vez que yo. Pasamos muy cerca el uno del otro, tanto que sentí su elegante fragancia y sus ojos se clavaron en los míos. Supongo que el impacto que me causó se debió a la cercanía, porque no era un hombre especialmente atractivo. Nos sonreímos antes de que cada uno siguiera su camino, aunque ahora nuestros corazones eran más ligeros que antes de cruzarnos.
Me sujeté la pamela mientras aceleraba el paso. Mis tacones aplaudieron con alegría, y yo, sonreí a la vida.
Encantadoramente vuestra,
Pamela
Etiquetas: Mi vida
martes, noviembre 25, 2008 5:24:00 p. m.
mmmm ese encuentro en el ascensor con el hombre desconocido... Has pensado que podría ser tu futuro marido?
Querida Pamela, besos de
Jones