Una rosa entre las sábanas
martes, abril 25
Queridos amigos virtuales,
Siento horrores haberme tenido que ir así el último día dejando a medias lo que me pasó la otra semana, pero es que me sucedió una tragedia. No podía hacer otra cosa que irme a toda prisa. Qué horror, queridos, cuando miré hacia abajo y me di cuenta de que se me había roto una uña en el frenesí de teclear para escribir. Tuve que coger inmediatamente mi jet privado e irme al único lugar en el que pueden atender una emergencia así como es debido: mi centro de belleza de París. Así que cerré mi portátil, me despedí de Marco apresuradamente y estuve allí en un par de horas arreglando ese desastre. Ya más calmada, no pude evitar pasar unos días de compras por las tiendas de París. Las prendas de ropa me llamaban desde los escaparates. ¡No podía irme sin más!
Ahora voy a seguir contando lo que me pasó en la fiesta de Alfred. Siento la intriga y os pido disculpas porque no era mi intención haceros sufrir.
Avancé por el pasillo justo cuando sonaba la doceava campanada y me abalancé sobre la primera puerta que encontré. La habitación era preciosa. Suaves destellos se dispersaban por la habitación rompiendo la penumbra de la noche, haciéndome sentir como si de repente me encontrara en el fondo del mar. Los destellos procedían del capullo de cristal de una gran rosa de cristal sobre la que impactaba un rayo de luz.
Cerré la puerta y di unos pasos. La suavidad del suelo y la ausencia del sonido de mis tacones me llamaron la atención. Entonces me di cuenta de que todo estaba lleno de pétalos de rosa. El perfume resultaba embriagador. Había pétalos hasta en la gran cama redonda situada en el centro de la habitación, que giraba impulsada por alguna suerte de mecanismo.
Entonces escuché ruido a mis espaldas, tras la puerta. Corrí a ocultarme tras los cortinajes de seda color bermellón que cubrían el ventanal. Su tacto y la emoción del momento hicieron que se me erizara el escaso vello de mi grácil cuerpo. Mi pecho subía y bajaba impulsado por mi acelerada respiración.
Pude ver cómo dos hombres entraban en la habitación. Uno llevaba una máscara de lobo ―Alfred, sin duda― y el otro una de halcón. Estaban buscándome. Miraban alrededor como si realmente fueran los depredadores que representaban sus máscaras. Y yo tan sólo era una gatita indefensa... El rubor ascendió a mis mejillas ante ese pensamiento.
Se estaban acercando cada vez más. Alfred buscaba en el armario mientras el desconocido abría la puerta del tocador. Recordé que no era la primera vez que veía al hombre de la máscara de halcón. En más de una ocasión lo había visto observándome durante esa noche, en la fiesta, aunque no había hablado conmigo en ningún momento.
―¡Te encontré! ―gritó Alfred al dejarme al descubierto.
El grito que emergió de mi boca rompió el silencio y salí corriendo hacia la puerta tan rápido como pude, pero el otro hombre me cortó el paso. Me estaban acorralando contra la cama redonda, así que me desprendí de mis preciosos manolos rosas y trepé por los cojines intentando alcanzar el otro lado. No calculé bien y el giro mecánico de la cama me hizo acabar en los brazos de Alfred, quien me tumbó sobre ella. No sabía qué hacer, si gritar o echarme a llorar, y finalmente no reaccioné y me quedé callada. No sé si fue el perfume de las rosas o el martini que corría por mis venas, pero me sentí tan embriagada que fui incapaz de retirar mis manos de la nuca de Alfred cuando me besó, tímidamente al principio y apasionadamente después. Me sentí como una flor que se abre a sensaciones desconocidas con la primera luz del amanecer. Y me recorrió una marea de fuego más abajo del corazón.
Con la violencia propia de los amantes que se descubren por primera vez, me vi liberada de mi vestido negro. La caricia del satén de las sábanas me envolvió con la delicadeza propia de una diosa. Sólo que allí la diosa era yo. Una diosa de la lujuria y del pecado rodeada de placeres prohibidos por las normas sociales y los estúpidos patrones de conducta que nos meten en la cabeza con el calzador de unos zapatos de tacón. Mi cuerpo se vio rodeado de sensaciones tan impactantes que sería inútil intentar describirlas aquí con palabras.
Tras largos minutos de excitantes juegos entre dos hombres vestidos de etiqueta, quedé frente al hombre de la máscara de halcón. Era extraño, pero había en sus ojos algo familiar que no conseguía descifrar. Me dio la vuelta con violencia mientras Alfred sujetaba mis brazos y me continuaba besando con pasión. Entonces vi las manos rodeando mis senos, los antebrazos cubiertos por el esmoquin blanco, y supe quién era el desconocido. Su nombre se marchitó en mis labios a causa del gemido que me provocó sentirme penetrada por él en ese mismo instante.
―Michael...
Era mi apreciado cirujano plástico.
Ni siquiera sé como he sido capaz de plasmar aquí todo esto. Una mezcla de vergüenza y atrevido nerviosismo zarandean mi corazón. Supongo que necesitaba compartirlo con alguien. ¿He hecho mal? ¿Acaso está mal dejarse llevar por una vez? Algo me dice que no, pero otra parte de mí se ve acosada por oscuros remordimientos.
Siempre vuestra, y abrumada
Pamela
Siento horrores haberme tenido que ir así el último día dejando a medias lo que me pasó la otra semana, pero es que me sucedió una tragedia. No podía hacer otra cosa que irme a toda prisa. Qué horror, queridos, cuando miré hacia abajo y me di cuenta de que se me había roto una uña en el frenesí de teclear para escribir. Tuve que coger inmediatamente mi jet privado e irme al único lugar en el que pueden atender una emergencia así como es debido: mi centro de belleza de París. Así que cerré mi portátil, me despedí de Marco apresuradamente y estuve allí en un par de horas arreglando ese desastre. Ya más calmada, no pude evitar pasar unos días de compras por las tiendas de París. Las prendas de ropa me llamaban desde los escaparates. ¡No podía irme sin más!
Ahora voy a seguir contando lo que me pasó en la fiesta de Alfred. Siento la intriga y os pido disculpas porque no era mi intención haceros sufrir.
Avancé por el pasillo justo cuando sonaba la doceava campanada y me abalancé sobre la primera puerta que encontré. La habitación era preciosa. Suaves destellos se dispersaban por la habitación rompiendo la penumbra de la noche, haciéndome sentir como si de repente me encontrara en el fondo del mar. Los destellos procedían del capullo de cristal de una gran rosa de cristal sobre la que impactaba un rayo de luz.
Cerré la puerta y di unos pasos. La suavidad del suelo y la ausencia del sonido de mis tacones me llamaron la atención. Entonces me di cuenta de que todo estaba lleno de pétalos de rosa. El perfume resultaba embriagador. Había pétalos hasta en la gran cama redonda situada en el centro de la habitación, que giraba impulsada por alguna suerte de mecanismo.
Entonces escuché ruido a mis espaldas, tras la puerta. Corrí a ocultarme tras los cortinajes de seda color bermellón que cubrían el ventanal. Su tacto y la emoción del momento hicieron que se me erizara el escaso vello de mi grácil cuerpo. Mi pecho subía y bajaba impulsado por mi acelerada respiración.
Pude ver cómo dos hombres entraban en la habitación. Uno llevaba una máscara de lobo ―Alfred, sin duda― y el otro una de halcón. Estaban buscándome. Miraban alrededor como si realmente fueran los depredadores que representaban sus máscaras. Y yo tan sólo era una gatita indefensa... El rubor ascendió a mis mejillas ante ese pensamiento.
Se estaban acercando cada vez más. Alfred buscaba en el armario mientras el desconocido abría la puerta del tocador. Recordé que no era la primera vez que veía al hombre de la máscara de halcón. En más de una ocasión lo había visto observándome durante esa noche, en la fiesta, aunque no había hablado conmigo en ningún momento.
―¡Te encontré! ―gritó Alfred al dejarme al descubierto.
El grito que emergió de mi boca rompió el silencio y salí corriendo hacia la puerta tan rápido como pude, pero el otro hombre me cortó el paso. Me estaban acorralando contra la cama redonda, así que me desprendí de mis preciosos manolos rosas y trepé por los cojines intentando alcanzar el otro lado. No calculé bien y el giro mecánico de la cama me hizo acabar en los brazos de Alfred, quien me tumbó sobre ella. No sabía qué hacer, si gritar o echarme a llorar, y finalmente no reaccioné y me quedé callada. No sé si fue el perfume de las rosas o el martini que corría por mis venas, pero me sentí tan embriagada que fui incapaz de retirar mis manos de la nuca de Alfred cuando me besó, tímidamente al principio y apasionadamente después. Me sentí como una flor que se abre a sensaciones desconocidas con la primera luz del amanecer. Y me recorrió una marea de fuego más abajo del corazón.
Con la violencia propia de los amantes que se descubren por primera vez, me vi liberada de mi vestido negro. La caricia del satén de las sábanas me envolvió con la delicadeza propia de una diosa. Sólo que allí la diosa era yo. Una diosa de la lujuria y del pecado rodeada de placeres prohibidos por las normas sociales y los estúpidos patrones de conducta que nos meten en la cabeza con el calzador de unos zapatos de tacón. Mi cuerpo se vio rodeado de sensaciones tan impactantes que sería inútil intentar describirlas aquí con palabras.
Tras largos minutos de excitantes juegos entre dos hombres vestidos de etiqueta, quedé frente al hombre de la máscara de halcón. Era extraño, pero había en sus ojos algo familiar que no conseguía descifrar. Me dio la vuelta con violencia mientras Alfred sujetaba mis brazos y me continuaba besando con pasión. Entonces vi las manos rodeando mis senos, los antebrazos cubiertos por el esmoquin blanco, y supe quién era el desconocido. Su nombre se marchitó en mis labios a causa del gemido que me provocó sentirme penetrada por él en ese mismo instante.
―Michael...
Era mi apreciado cirujano plástico.
Ni siquiera sé como he sido capaz de plasmar aquí todo esto. Una mezcla de vergüenza y atrevido nerviosismo zarandean mi corazón. Supongo que necesitaba compartirlo con alguien. ¿He hecho mal? ¿Acaso está mal dejarse llevar por una vez? Algo me dice que no, pero otra parte de mí se ve acosada por oscuros remordimientos.
Siempre vuestra, y abrumada
Pamela