Arte contemporáneo
viernes, marzo 9
Cuando pienso en cómo vuelan los días lanzándose al infinito cual mariposas que nunca volverán, no puedo más que plantearme si estoy aprovechando la vida de la forma más idónea. Supongo que la pregunta adecuada sería si estoy contenta con lo que hago y lo que soy, si soy feliz, pues no dudo que la felicidad es la emoción más maravillosa, lo reúne absoluta y completamente todo, y la respuesta a tan peliaguda pregunta es algo que no estoy segura de saber responder. Imagino que el hecho de plantearse tal cuestión ya implica una cierta carencia de felicidad, queridos.
Con este último pensamiento paseando tímidamente entre mis neuronas, deslicé la última fresa cubierta de nata entre mis labios y decidí irme de compras para, cómo decirlo... cubrirme de una felicidad con forma de zapatos de tacón de aguja, de perfumes tan preciosos como el oro líquido y de vestidos hechos con telas formadas por hilos tan extremadamente suaves que estoy segura de que están entretejidos con la mismísima felicidad. Oh, sublime y maravillosa la sensación de que te masajeen el cuerpo unas manos masculinas y expertas, de que te cubran de una segunda piel de chocolate y de que te dejen la epidermis tan tersa y aterciopelada que los duendes que acostumbran a correr por encima de ella se resbalen sin remedio deslizándose con tristeza hasta el suelo. Cómo no iba a existir la felicidad, pensé.
Y mientras paseaba por la calle bajo los rayos de un sol radiante que propagaban un magnífico calor por todo mi cuerpo, cogida del brazo de mi apuesto Christopher ante las miradas de envidia de las transeúntes, mi precioso móvil de diseño empezó a cantar con su melodiosa voz desde el fondo de mi bolso de Armani. Cuando al fin conseguí encontrarlo entre el irremediable caos que mora en él, había dejado de sonar. “Número desconocido”, me decía mi obediente móvil desde la pantalla. Lo deslicé de nuevo en el bolso y continuamos paseando rodeados de ese silencio que sólo hace acto de presencia cuando te ha embargado el relax y la paz interior, pero al cabo de unos segundos el teléfono reanudó su canción rompiendo de nuevo la burbuja de silencio. Esta vez descolgué antes de que dejara de sonar, pero a pesar de preguntar una y otra vez, nadie respondió al otro lado, así que al final me cansé y colgué. Debían de haberse equivocado, o no debía haber buena cobertura.
Nos sentamos en una maravillosa terraza a tomar un frugal tentempié, me apetecía muchísimo saborear un cóctel cosmopolitan, y de nuevo volvió a sonar mi celular. Otra vez nadie respondió. No debía ser buen día para las comunicaciones inalámbricas. Por cuarta vez llamaron y lo mismo. Quién fuera estaba empezando a destrozarme todas las terminaciones nerviosas del cuerpo y a obstruirme los chakras, si es que existían, así que me disponía a apagar definitivamente el aparato cuando volvió a sonar.
—¿No tiene nada mejor que hacer? —Dije enojada—. La vida es muy corta para andar desperdiciando su tiempo molestando a los demás.
—¿Pamela, eres tú?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Yo, quién va a ser.
—¡Ah, Michael, qué gusto oírte!
—Pamela, ¿se puede saber qué haces con tu teléfono para que esté siempre comunicando? Me pregunto con quién debes estar hablando, ¡me mata la curiosidad!
—Michael, Michael... pórtate bien —era él quién había estado llamando para hacerme esta jugarreta y divertirse a mi costa, era muy típico de su carácter gastar bromas cuando estaba de buen humor, pero no le iba a dar el gusto de permitirle saborear su pequeño triunfo.
—En serio, necesito saberlo, es una cuestión de vida o muerte —la ironía era una de las armas preferidas de Michael, y ahora rebosaba en el tono de su voz.
—Veo que te encuentras de muy buen humor hoy, ¿no es así?
—En efecto, mi querida Pamela, pero no desvíes el tema, ¿con quién hablabas? Venga, no seas tímida, dímelo, que hay confianza. ¿Era alguno de tus amantes secretos?
—Michael, a veces eres un diablo.
—Qué va, si tendrían que ponerme un pedestal. Soy un santo.
—Ya será para menos —cargué de sarcasmo mis palabras.
—Bueno, te llamaba para hacerte una proposición.
—Ah, qué interesante. ¿Y de qué se trata, mi querido amigo?
—Pues te invito formalmente a ir conmigo a París a pasar este fin de semana.
—Uy, formalmente, ¿no son un poco antiguas estas formas hasta para ti?
—Touché, mi querida Pamela. Pero eso sí, si vienes tiene que ser sin Christopher —no pude evitar mirar a los ojos de Christopher cuando dijo esto. Él miraba alrededor como si no escuchara, era sumamente discreto, a veces hasta el punto de parecer sólo una sombra, pero seguro que estaba escuchando la conversación con atención—. No es que no me caiga bien, tú sabes que lo aprecio mucho, pero es que desde que te conozco siempre he tenido el secreto deseo de ser tu chofer durante un fin de semana. Sé buena y déjame hacerlo realidad.
—Iré encantada, de hecho hasta me estoy emocionando sólo con pensarlo. Mira, se me han puesto los vellos de punta.
—¡Fantástico! Pues te iré a recoger hoy, viernes dos de marzo, a las seis de la tarde en punto a la puerta de tu hotel. No te demores, querida, o perderemos el avión.
—Despreocúpate, estaré lista.
Siete horas después aterrizaba en París y Michael, haciendo las veces de chauffeur, me conducía hasta el hotel donde nos hospedaríamos el fin de semana. Por supuesto, descansaríamos en habitaciones separadas, pues sólo habíamos venido juntos como amigos y aquello que sucedió entre nosotros en la fiesta secreta no se repetiría jamás, como acordamos. Aunque mentiría si dijera que no deseé que Michael abriera la puerta que unía nuestras dos habitaciones.
Esa misma noche Michael me llevó a un lugar que, según decía, era de lo más cool, aunque me advirtió que quizá yo no estuviera acostumbrada a lugares como aquél, en el que nadie salía a recibirte o a quitarte y colgarte el abrigo. Se llamaba el Palacio de Tokio, y se trataba de un centro que había sido rehabilitado en forma de museo de arte contemporáneo y de local de moda, una mezcla nada habitual pero de lo más transgresora y deliciosa.
Cuando llegamos, me llamó la atención el enorme marcador luminoso que coronaba la puerta. Por lo que pude entender era un contador que, restándolos uno a uno, indicaba los segundos que faltaban para que el tiempo que había tardado en formarse el universo se acabara. Queridos, una cosa de lo más conceptual no exenta de un alto grado de excentricidad, porque ni con las mejores cremas podrías mantenerte joven el tiempo necesario para sobrevivir a tal cantidad de segundos.
Una vez dentro de la exposición, cada obra me dejaba más estupefacta que la anterior. O mis neuronas se habían quedado adheridas al chocolate de mi sesión de belleza, abandonándome, o aquello carecía de un sentido claro y sencillo. En cambio, Michael y las personas que había por allí parecían entender todas las obras con una expresión de profundidad en el rostro que bien podía deberse a que habían descubierto la verdad sobre la formación del universo. Pero queridos, una pelusa gigante que parecía sacada de una película de serie B, una motocicleta tirada en el suelo cargada de cirios de colores, o un pinball gigante, no es lo que yo entiendo por arte, llamadme iletrada si queréis. Resultaba inquietante la bicicleta puesta del revés con las ruedas girando lenta e inexorablemente o el cubo en el que se escuchaba un goteo infinito resonando en la oscuridad. Había espaciosas salas con juegos de luces y filmaciones cinematográficas que parecían sacadas de la película Nosferatu. Además, los gritos que resonaban en la lejanía de vez en cuando me estaban poniendo los vellos de punta. Eso más que un museo parecía una escena de terror.
Estaba en la sala central de la exposición cuando vi a un niño encapuchado de cara a la pared. Preocupada, me acerqué para ver si le ocurría algo, tal vez hubiera perdido a su madre. Cuando estaba a punto de alcanzarle el hombro, contemplé espeluznada cómo empezó a golpearse la cabeza contra la pared de yeso que tenía enfrente como si fuera un pájaro carpintero. Horrorizada vi que había taladrado en ella —literalmente— un gran agujero a base de golpes. Me tapé la boca y di un sonoro grito mientras me caía al suelo, justo después de darme cuenta de que en lugar de un niño se trataba de un ingenio mecánico que componía otra de las obras de la exposición. Demasiado tarde, todos me miraban ya y se echaron a reír a mi costa. Fue horrible, queridos, porque además estaba sola, había perdido a Michael en alguna parte.
Me oculté como pude bajo mi pamela hasta que vi unos pies a mi lado, momento en el que alcé la vista para comprobar que eran los de un apuesto hombre que, aunque era maduro y no demasiado guapo, me ofrecía su mano para ayudarme a levantarme. La acepté gustosa y, cuando me besó el dorso de la mía, olvidé instantáneamente el mal rato que acababa de pasar. Se presentó como Antoine, era empresario y por su acento estaba claro que también era francés. A pesar de no ser demasiado agraciado, tenía un atractivo que no sería capaz de describir. Era un magnetismo en la mirada, un toque desafiante y provocador en su actitud, algo rebelde a pesar de su impecable atuendo italiano que invitaba a querer descubrir más acerca de su persona.
Charlamos animadamente hasta que llegamos sin darnos cuenta a una pared completamente blanca que tenía un círculo en el centro. Llenos de un súbito interés, nos acercamos como exploradores para descubrir qué era aquello. No era más que un círculo recortado en una pared blanca, y por muy de cerca que lo mirara no le veía nada de especial, así que se me ocurrió tocarlo con el dedo. En buena hora se me ocurrió, porque instantáneamente sentí un calambrazo fruto de la velocidad con la que giraba esa pequeña plataforma circular que alguien había tenido la genial idea de colocar en la pared. Antoine, al ver mi reacción, se echó a reír sin parar, tanto que al final acabó transmitiéndome el ataque de risa y acabamos llorando prácticamente en el suelo con un fuerte dolor en el abdomen. Entonces llegó Michael y nos preguntó de qué nos reíamos con tanto énfasis, a lo que respondí que era por el círculo de la pared, que tenía un tacto tan extraño que hacía cosquillas. A Michael le faltó tiempo para tocarlo y le ocurrió lo mismo que a mí. Un nuevo ataque de risa nos dobló por la mitad. Michael no se reía, tan sólo me miraba con una sonrisa socarrona en los labios, señal de que reclamaría venganza más adelante.
Una vez estuvimos todos recuperados, presenté Antoine a Michael y tras unas palabras proseguimos con la exposición. No sé si era imaginación mía, pero me pareció advertir un aire de acritud en la actitud de Michael hacia él. ¿Quizá Michael estaba celoso por las atenciones que Antoine me brindaba, por su acentuada caballerosidad?
Llegamos a una sala completamente a oscuras. Al principio tuve miedo de entrar y me quedé en la puerta viendo cómo mis dos acompañantes se perdían en la oscuridad, pero al final me armé de valor y entré con las manos extendidas hacia delante. La sala era irregular, llena de rincones extraños, y al girar un tabique noté que unas manos me cogían de la cintura y me ponían con fuerza contra la pared. No tuve tiempo de alarmarme, antes de que pudiera reaccionar ya estaba recibiendo el beso más inesperado y sorprendente de toda mi vida. No podía creer que aquello me estuviera sucediendo, pero la verdad es que noté cómo la sangre me subía a la cabeza en una espiral de fuego, así que me dejé llevar y correspondí al beso con una pasión inusitada y frenética. Tras unos segundos, mi amante desapareció tal como había llegado. Busqué en la oscuridad y al fin encontré la salida del otro lado de la habitación oscura. Allí estaban Michael y Antoine hablando tranquilamente mientras me esperaban. Los miré con extrañeza, y por primera vez en mi vida deseé con todas mis fuerzas no haber usado lápiz de labios permanente.
Nada más ocurrió desde entonces. El resto del fin de semana lo pasé con Michael yendo al teatro o a cenar, pero si fue él quién me dio el beso, siempre lo disimuló con increíble maestría.
Siempre vuestra, y aturdida
Pamela
Etiquetas: Mi vida
viernes, marzo 09, 2007 11:34:00 p. m.
Querida Pam!
Acabo de terminar tu último post el cual ha sido uno de los que más he disfrutado. Me duele un poco la barriga de lo mucho que he reído. No te lo tomes a mal, la narración es graciosa, supongo que tu misma lo reconocerás, pero es que hace unos meses me paso lo mismo y has expresado lo mismo que pensé yo en mi día al ver lo mismo, y me ha parecido todavía más gracioso.
Esto viene a que hace un par de meses me escape con un amigo a Paris, pasamos unos días visitando la ciudad, y entre otras muchas cosas visitamos el Palacio de Tokio.
Aún recuerdo mi cara al ver la moto llena de cera, la bici boca arriba, y como no, al espelúznate muñeco dándose de cabezazos contra la dichosa pared, y sí, yo también puse el dedito en el dichoso circulito blanco.
Q grandes recuerdos, no los del museo sino de toda la semana vivida en Paris, quizás era mi cuarta visita a la capital vecina, pero sin duda fue la mejor de ellas, la que más disfruté y en gran parte por la compañía. Guardo aquella semana con grato recuerdo.
Bueno y sin alargarme más concluyo, no sin antes decirte, que cada día estoy más enganchado a tu diario, mas enganchado a ti vida virtual, y ahora en parte, a la vida real, al haber compartido un espacio en distinta temporalidad.
Un beso fuerte, Kim.
P.D: Acabo de recordar que ese mismo fin de semana que estuve en Paris también estuvo allí mi amigo rEd de technicolor_rgb, aunque desgraciadamente no pudimos coincidir para vernos allí.
Se que has tenido contacto con él en su fotolog y q ahora es seguidor tuyo, así que se me a ocurrido comentártelo.
See you!