La mansión del terror
lunes, julio 23
Tras mi cita con Linus, regresé al hotel, hice apresuradamente la maleta y me dirigí al aeropuerto para coger el primer vuelo que partiera rumbo al Reino Unido. Estaba concentrada y no había duda en mi corazón. Ignoro por qué, pero algo en mi ser sabía que debía dirigirme allí, así que no opuse ninguna resistencia y me dejé llevar por las corrientes que impulsaban mi alma.
A veces, queridos, hay algo dentro de una misma, como una brújula que casi nunca podemos escuchar, pero que cuando el mar está lo suficientemente en calma se puede oír con toda claridad. Y a través de las nubes se ve la luz de una estrella alumbrando el camino.
Cuando hube llegado al hotel en Londres, cogí el teléfono y mis uñas perfectas revolotearon con presteza marcando el número del internado donde me crié. Sentí cómo estaba haciendo girar la rueda del destino con pulso firme. Hice que me pusieran con Mary Breen, la directora, y tras prometer una cuantiosa donación a la institución conseguí que cediera a, tal como ella la llamó, mi poco habitual propuesta. Le dije que quería instalarme allí unos días para ver cómo funcionaba ahora el colegio y recordar la “maravillosa” infancia que pasé entre sus paredes. Lo sé, queridos, dudo que resultara muy verosímil, y más tratándose de mí, pero lo cierto es que la promesa del dinero acabó surtiendo efecto, a pesar de que como ella dijo yo no pertenecía a la AOGA –Ascot Old Girls Association–. Sin duda un nombre con muy poco glamour para una asociación, estaréis de acuerdo conmigo.
Abandonaba Londres en mi limusina, echando muy en falta a mi fiel Christopher, cuando vi una salida hacia Birmingham. Sentí la adrenalina recorrer mis delicadas venas en un torrente que hizo que cada vello de mi cuerpo se irguiera y una pequeña mariposa de fuego se prendió en mi corazón. Pedí al chofer que cambiara el rumbo y se dirigiera hacia allí. Estaba presa de una hipnótica obsesión: enfrentarme a un fragmento del espejo del pasado.
Bastantes horas después, a las afueras de Birmingham, la limusina se detenía tras la verja de una horrible mansión, muy parecida a mis ojos a las de los filmes de terror. La mansión de mis pesadillas. El sonido de mis zapatos de tacón rompía el silencio que rodeaba la casa como mil copas de cristal de bohemia chocando contra el suelo, haciéndome sentir como si estuviera atrayendo la atención de todos los demonios del averno. Alargué la mano y, temblando como si fuera a morderme, levanté el tirador en forma de mano y lo hice impactar. Uno, dos, tres... Me di la vuelta y empecé a correr hacia la limusina presa de un súbito pánico, pero me obligué a detenerme, concentrándome en la mariposa de fuego que, desde el fondo de mi corazón, me daba la fuerza que necesitaba.
Una sirvienta inglesa con una indumentaria perfectamente pulcra me abrió y, tras indicarle quién era, me llevó a una salita de estar totalmente pasada de moda y me ofreció una taza de té. En aquellos momentos me puse a sudar rodeada de gatos que me miraban desde todos los ángulos posibles con ojos amenazantes. Estaba sofocada y aturdida, no soportaba el ambiente opresivo y obsesivamente ordenado de aquella estancia.
Entonces vi la fotografía. Mi madre, jovencísima, estaba sentada en una silla de madera y, tras ella, de pie, estaban su hermana y mi padre. Él tenía la mano posada sobre su hombro y ella se la tomaba con visible cariño. Eran tiempos felices, había sonrisas en sus miradas. Las lágrimas afloraron a mis ojos, apagando la mariposa de fuego que momentos antes ardía en mi interior. Al coger la fotografía entre mis manos pude ver que mi madre lucía un colgante en el cuello, el mismo del que yo me había desprendido en la capilla del internado cuando era pequeña, el mismo que me dejó al morir.
Recordé.
Escuché que alguien bajaba por la escalera del piso de arriba. Me enjuagué las lágrimas mientras corría silenciosamente, pues mis pasos quedaban amortiguados sobre la moqueta, y huí sin mirar atrás. Hasta que estuve a bastantes kilómetros de distancia no volví a respirar con normalidad.
En esa mansión vivía una persona a la que tenía un pavor irracional, cuya raíz se remontaba a mi más tierna infancia. La dueña de la mansión era... mi tía. La señora de los gatos, la hermana de mi madre.
Siempre vuestra, y acongojada
Pamela
Etiquetas: Mi vida
martes, julio 24, 2007 11:59:00 a. m.
Vaya vaya, así que tu tía es una leona. Preséntamela, me gustan las maduras que toman la iniciativa. De paso anímate tu también y te presento a mi amigo el nardo. Tengo amor para todas