La jorobada de Notre-Dame
viernes, abril 4
Queridos amigos virtuales,
Al día siguiente, estaba en una camilla intentando alcanzarme los pies con las yemas de los dedos cuando Michael irrumpió en mis pensamientos. Al parecer se había enterado de tenía que hacerme una radiografía por boca de su amigo Jabes, y había venido directamente al Centro Hospitalario Teknon tras averiguar la hora en que me visitaba. Fue todo un detalle por su parte y, de hecho, me alegró el día.
Ahora se encontraba fuera, esperándome, mientras la doctora me examinaba la espalda para darme los resultados. Yo le había dicho que no era necesario, pero él se había empeñado en acompañarme. Debo reconocer que, en el fondo, y también en la superficie, por qué negarlo, deseaba que no me dejara sola y le estaba absolutamente agradecida por brindarme su compañía. Tener la columna desviada era una tara a la que no sabía si sería capaz de enfrentarme yo sola.
– Eso es, manténgase recta y estirada. No suelte los pies. Sólo será un momento –dijo la doctora.
Acto seguido su mano empezó a trepar por mi espalda propinándome pequeños golpes. De repente, una serpiente de creciente dolor realizó una carrera contra ella. En cuestión de segundos el malestar fue tan intenso que tuve que incorporarme, exhalando un improperio de lo menos adecuado para una dama.
Después de vestirme, la doctora colgó la radiografía y me diagnosticó lo que llamó escoliosis doble compensada, lo que quiera que significase eso. Empezó a exponer un galimatías sin sentido que resbaló por mis canales auditivos como sirope de chocolate deslizándose por una copa. Entre la confusión, sólo una idea se abrió paso para anidar en mi pamela: ahora era una jorobada. Supe que iba a perder mi estilizada figura para convertirme en un ser encorvado e indigno de los vestidos de alta costura que tanto me gustaban. En un instante desfilaron por mis ojos todas y cada una de las exquisitas telas que habían acariciado mi piel. Mi vida se había terminado. Abandonaría el país para habitar en el campanario de alguna catedral perdida en la que mi reputación se mantuviera intacta para siempre. Hasta acabaría comiendo con las manos y lavándome con jabón de coco, que me resecaría la piel hasta dejarla áspera y rugosa.
– ¿Por qué llora? –me preguntó la doctora.
Me levanté y salí del despacho corriendo desesperada. Michael se puso en pie nada más verme. Gimoteé mientras me lanzaba a abrazarle con el rimel formando una cortina sobre mi cara.
– ¡¿Qué ocurre?! –preguntó alarmado.
– ¡Soy una jorobada!
Sensiblemente vuestra,
Pamela
Al día siguiente, estaba en una camilla intentando alcanzarme los pies con las yemas de los dedos cuando Michael irrumpió en mis pensamientos. Al parecer se había enterado de tenía que hacerme una radiografía por boca de su amigo Jabes, y había venido directamente al Centro Hospitalario Teknon tras averiguar la hora en que me visitaba. Fue todo un detalle por su parte y, de hecho, me alegró el día.
Ahora se encontraba fuera, esperándome, mientras la doctora me examinaba la espalda para darme los resultados. Yo le había dicho que no era necesario, pero él se había empeñado en acompañarme. Debo reconocer que, en el fondo, y también en la superficie, por qué negarlo, deseaba que no me dejara sola y le estaba absolutamente agradecida por brindarme su compañía. Tener la columna desviada era una tara a la que no sabía si sería capaz de enfrentarme yo sola.
– Eso es, manténgase recta y estirada. No suelte los pies. Sólo será un momento –dijo la doctora.
Acto seguido su mano empezó a trepar por mi espalda propinándome pequeños golpes. De repente, una serpiente de creciente dolor realizó una carrera contra ella. En cuestión de segundos el malestar fue tan intenso que tuve que incorporarme, exhalando un improperio de lo menos adecuado para una dama.
Después de vestirme, la doctora colgó la radiografía y me diagnosticó lo que llamó escoliosis doble compensada, lo que quiera que significase eso. Empezó a exponer un galimatías sin sentido que resbaló por mis canales auditivos como sirope de chocolate deslizándose por una copa. Entre la confusión, sólo una idea se abrió paso para anidar en mi pamela: ahora era una jorobada. Supe que iba a perder mi estilizada figura para convertirme en un ser encorvado e indigno de los vestidos de alta costura que tanto me gustaban. En un instante desfilaron por mis ojos todas y cada una de las exquisitas telas que habían acariciado mi piel. Mi vida se había terminado. Abandonaría el país para habitar en el campanario de alguna catedral perdida en la que mi reputación se mantuviera intacta para siempre. Hasta acabaría comiendo con las manos y lavándome con jabón de coco, que me resecaría la piel hasta dejarla áspera y rugosa.
– ¿Por qué llora? –me preguntó la doctora.
Me levanté y salí del despacho corriendo desesperada. Michael se puso en pie nada más verme. Gimoteé mientras me lanzaba a abrazarle con el rimel formando una cortina sobre mi cara.
– ¡¿Qué ocurre?! –preguntó alarmado.
– ¡Soy una jorobada!
Sensiblemente vuestra,
Pamela
Etiquetas: Mi vida