La Marquesa de Roncesvalles
domingo, abril 6
Queridos amigos virtuales,
La Marquesa de Roncesvalles tenía un curioso don, el de la oportunidad inoportuna. Si un día tenía estropeada la máscara de mis pestañas, allí aparecía ella para recordarme, con exquisita amabilidad, eso sí, que debía ir al tocador a retocarme. Si alguna vez había sufrido el infortunio de que un soplo de viento arruinara mi peinado, allí asomaba ella su pequeña cabeza para indicármelo con impecable cordialidad. Y si un día cometía el terrible error de cogerme de la mano con un amigo en público, allí estaba ella para tomar buena nota y, con toda seguridad, hacer que antes de que asomara el sol de un nuevo día estuviera en boca, sin excepciones, de todo nuestro club social.
Y luego estaba su odioso perro de pedigrí, al que por suerte no permitían la entrada en el club social. Se trataba de un caniche que tenía por costumbre lanzarse contra mis piernas para convertir las más delicadas medias en harapos llenos de carreras.
– ¿Es amor lo que ven mis ojos? –insistió la Marquesa. Sus ojillos me miraban con atención, inexpresivos, esperando el menor desliz en mis palabras para lanzarse al ataque.
– No –respondió Michael al ver que me la quedaba mirando fijamente sin decir nada–. Nada me duele más que desilusionar a una dama, todo el mundo lo sabe, es cierto, pero no es amor lo que ve usted, sino sincera amistad.
– En efecto –reafirmé, dando gracias al cielo por haber dado a Michael una lengua locuaz y la iniciativa para utilizarla. Lo cierto era que ese día no me sentía con fuerzas para enfrentarme a la Marquesa.
– Y elocuente, además de apuesto. Mis disculpas, Débora –me dijo sin apartar la vista de Michael. A pesar de rectificarla en numerosas ocasiones, siempre acostumbraba a llamarme por mi segundo nombre–, me complace sinceramente por ti.
– Gracias –contestó él con galantería–. Y usted, si me permite la osadía de alabar sus virtudes, que no parecen pocas a primera vista, además de vestir con elegancia se mueve con soltura. –Ante el comentario de Michael me atraganté y empecé a toser, pues la Marquesa de Roncesvalles tenía los hombros caídos y una incipiente joroba que le daban muchas cosas, pero un aire distinguido no era una de ellas.
– Perdón. Me he atragantado con la aceituna –aclaré.
– ¿Y a qué se dedica usted, si no es demasiado preguntar? –prosiguió la Marquesa tras mirarme con desdén.
– Claro que no. Soy cirujano plástico.
– Ah, ya veo, ahora lo entiendo todo –sentenció ella, mirando mi cuerpo por encima de su hombro encorvado.
– ¿Qué quiere decir? – Yo sabía que no debía picar el anzuelo, pero su insinuación me pareció tan ofensiva que no lo pude evitar. Aquello era más de lo que estaba dispuesta a soportar.
– Oh, nada.
– No, diga. ¿Qué ha querido decir? ¿Qué es lo que entiende ahora? –exigí.
– Nada, Débora –alegó con una risita nerviosa–. No he dicho nada.
– Seguro que no ha querido decir nada –intervino Michael para apaciguar la creciente tensión–. Ha sido sólo una forma de hablar, ¿verdad?
– No lo creo –persistí sin dejar de mirar a la Marquesa, muy seria.
– De verdad que no quería decir nada, lo he dicho sin pensar –corroboró ella con candidez.
– No estaría insinuando, por un casual, que la escultura que es mi cuerpo tiene algo que ver con las manos y el talento de Michael.
– No, pero ahora que lo sugieres...
– Nuestra amistad no tiene nada que ver con su trabajo –afirmé tajantemente–, y mucho menos mi maravilloso cuerpo.
– Débora –continuó la Marquesa mientras se llevaba la mano al escote en señal de sinceridad–, en ningún momento he querido decir...
– Sé muy bien lo que ha querido decir –la corté.
– ¡Oh! No entiendo por qué me hablas así –afirmó ofendida.
– Será porque se lo merece –repliqué.
– No entiendo por qué me atacas. Michael, ¿no le parece que Débora está un poco susceptible?
– No, creo que Pamela tiene razón –me apoyó Michael para sorpresa de la Marquesa, quien se quedó con cara de haber recibido una profunda herida en su dignidad–, se ha excedido con su comentario.
– Oh –dijo perpleja. Se había quedado sin palabras–. Está bien, creo que será mejor que me marche.
– Sí, será lo mejor –repitió Michael.
– Buenas tardes –dije yo.
La Marquesa de Roncesvalles se marchó con su aura cargada de negatividad y su caminar incierto, dejándome aliviada por un lado e inquieta por otro.
Incansablemente vuestra, y sutilmente agitada
Pamela
La Marquesa de Roncesvalles tenía un curioso don, el de la oportunidad inoportuna. Si un día tenía estropeada la máscara de mis pestañas, allí aparecía ella para recordarme, con exquisita amabilidad, eso sí, que debía ir al tocador a retocarme. Si alguna vez había sufrido el infortunio de que un soplo de viento arruinara mi peinado, allí asomaba ella su pequeña cabeza para indicármelo con impecable cordialidad. Y si un día cometía el terrible error de cogerme de la mano con un amigo en público, allí estaba ella para tomar buena nota y, con toda seguridad, hacer que antes de que asomara el sol de un nuevo día estuviera en boca, sin excepciones, de todo nuestro club social.
Y luego estaba su odioso perro de pedigrí, al que por suerte no permitían la entrada en el club social. Se trataba de un caniche que tenía por costumbre lanzarse contra mis piernas para convertir las más delicadas medias en harapos llenos de carreras.
– ¿Es amor lo que ven mis ojos? –insistió la Marquesa. Sus ojillos me miraban con atención, inexpresivos, esperando el menor desliz en mis palabras para lanzarse al ataque.
– No –respondió Michael al ver que me la quedaba mirando fijamente sin decir nada–. Nada me duele más que desilusionar a una dama, todo el mundo lo sabe, es cierto, pero no es amor lo que ve usted, sino sincera amistad.
– En efecto –reafirmé, dando gracias al cielo por haber dado a Michael una lengua locuaz y la iniciativa para utilizarla. Lo cierto era que ese día no me sentía con fuerzas para enfrentarme a la Marquesa.
– Y elocuente, además de apuesto. Mis disculpas, Débora –me dijo sin apartar la vista de Michael. A pesar de rectificarla en numerosas ocasiones, siempre acostumbraba a llamarme por mi segundo nombre–, me complace sinceramente por ti.
– Gracias –contestó él con galantería–. Y usted, si me permite la osadía de alabar sus virtudes, que no parecen pocas a primera vista, además de vestir con elegancia se mueve con soltura. –Ante el comentario de Michael me atraganté y empecé a toser, pues la Marquesa de Roncesvalles tenía los hombros caídos y una incipiente joroba que le daban muchas cosas, pero un aire distinguido no era una de ellas.
– Perdón. Me he atragantado con la aceituna –aclaré.
– ¿Y a qué se dedica usted, si no es demasiado preguntar? –prosiguió la Marquesa tras mirarme con desdén.
– Claro que no. Soy cirujano plástico.
– Ah, ya veo, ahora lo entiendo todo –sentenció ella, mirando mi cuerpo por encima de su hombro encorvado.
– ¿Qué quiere decir? – Yo sabía que no debía picar el anzuelo, pero su insinuación me pareció tan ofensiva que no lo pude evitar. Aquello era más de lo que estaba dispuesta a soportar.
– Oh, nada.
– No, diga. ¿Qué ha querido decir? ¿Qué es lo que entiende ahora? –exigí.
– Nada, Débora –alegó con una risita nerviosa–. No he dicho nada.
– Seguro que no ha querido decir nada –intervino Michael para apaciguar la creciente tensión–. Ha sido sólo una forma de hablar, ¿verdad?
– No lo creo –persistí sin dejar de mirar a la Marquesa, muy seria.
– De verdad que no quería decir nada, lo he dicho sin pensar –corroboró ella con candidez.
– No estaría insinuando, por un casual, que la escultura que es mi cuerpo tiene algo que ver con las manos y el talento de Michael.
– No, pero ahora que lo sugieres...
– Nuestra amistad no tiene nada que ver con su trabajo –afirmé tajantemente–, y mucho menos mi maravilloso cuerpo.
– Débora –continuó la Marquesa mientras se llevaba la mano al escote en señal de sinceridad–, en ningún momento he querido decir...
– Sé muy bien lo que ha querido decir –la corté.
– ¡Oh! No entiendo por qué me hablas así –afirmó ofendida.
– Será porque se lo merece –repliqué.
– No entiendo por qué me atacas. Michael, ¿no le parece que Débora está un poco susceptible?
– No, creo que Pamela tiene razón –me apoyó Michael para sorpresa de la Marquesa, quien se quedó con cara de haber recibido una profunda herida en su dignidad–, se ha excedido con su comentario.
– Oh –dijo perpleja. Se había quedado sin palabras–. Está bien, creo que será mejor que me marche.
– Sí, será lo mejor –repitió Michael.
– Buenas tardes –dije yo.
La Marquesa de Roncesvalles se marchó con su aura cargada de negatividad y su caminar incierto, dejándome aliviada por un lado e inquieta por otro.
Incansablemente vuestra, y sutilmente agitada
Pamela
Etiquetas: Mi vida
sábado, septiembre 13, 2008 12:21:00 a. m.
Cada quien cosecha lo q siembra, esa marquesa se lo merece por inoportuna, por inapropiada y simplemente por ser ella.. buen dia kerida..