Demonio rojo

domingo, junio 15


Queridos amigos virtuales,

Me desperté de madrugada, sedienta. La luz de alguna farola se filtraba por la ventana haciéndome creer que el camino de baldosas amarillas partía hacia Oz desde el pie de mi cama. Lo seguí, y en unos pasos me hallé echándome ambrosía en una copa de cristal con pulso tembloroso. Cuando me di cuenta de que había cogido la botella de martini en lugar de la jarra de agua, rectifiqué y cogí una nueva copa, muy a mi pesar, porque mi psicoanalista me había prohibido beber. El agua me besó al deslizarse entre mis labios.

Me pareció ver por el rabillo del ojo que algo se movía tras la barra americana. No le di importancia, puesto que debía tratarse de Orlov, mi pantera negra imaginaria, que había decidido salir otra vez a vigilarme. Fue cuando regresaba a la habitación cuando supe que no se trataba de él.

Una pequeña sombra se desprendió de un rincón y, como un pedacito de sangre en movimiento, se dirigió directa hacia mí con la intención de destruir mi karma. Primero me entró el pánico pero, cuando estaba a punto de alcanzarme y creía que tendría que irme a urgencias para someterme a una desinfección integral, mi instinto de súper heroína se anudó a mis piernas haciéndome subir a la barra de un salto. Me quedé sentada sobre la fría superficie, inmóvil, muerta de miedo. Ni tan solo grité.

Completamente horripilada, vi pasar al demonio bajo mis pies. Era un repugnante espanto de seis peludas patas que se movían con increíble celeridad. Sus grandes cuernos rojos le permitían verlo todo, aún en la oscuridad. En mi lista mental de criaturas nauseabundas y detestables, aquella era sin duda la primera. De hecho, si hubiera un cataclismo nuclear, sería uno de los pocos seres que sobreviviría. Incluso sin cabeza era capaz de subsistir durante días, hasta morir de inanición. Era el horror más pavoroso. Era una cucaracha.

El pequeño demonio desapareció bajo uno de los muebles. Salté hacia la puerta de la cocina cual atleta olímpica a punto de conseguir la medalla de oro y, desafiando a la oscuridad, entré en la caseta donde Adam guardaba los productos de jardinería. Sólo cuando lo tuve en la mano respiré tranquila. No estaba dispuesta a convivir con aquella criatura bajo el mismo techo, así que, aún a costa de mi propia integridad higiénica, cogí el insecticida y regresé. Coloqué una silla en la entrada de la cocina y esperé sentada con los pies en alto.

—¿Dónde te has metido, pequeña Marquesa de Roncesvalles? —dije, hablando con la cucaracha en un tono aparentemente amable, pero que pretendía camuflar una amenaza de muerte.

No iba a perder aquella guerra. Exorcicé con mi líquido sagrado los bajos de los muebles y, cada vez que veía una sombra sospechosa, la rociaba con el spray desde una distancia prudencial. Tal vez aquellos seres fueran capaces de resistir un holocausto nuclear, pero no podrían resistir el huracán Pamela.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando quise darme cuenta había amanecido y Christopher intentaba arrebatarme el arma de las manos. Yo seguía obsesionada con la idea de aniquilarlo. De hecho, no podía pensar más que en tres cosas: enviar de vuelta al infierno a ese demonio rojo, dar un rapapolvo a mi ama de llaves por permitir su existencia y, evidentemente, avisar con urgencia a mi jardinero para que fumigara.

Siempre vuestra, y repugnada
Pamela

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