Felicidades
jueves, junio 22
Escribo totalmente desconsolada. Me siento como un tulipán mustio, como una pobre flor que se han olvidado de regar. Luego os contaré por qué, ahora prefiero escribir sobre cosas más gratificantes.
Gregor me llamó la semana pasada porque quería citarme para hablar acerca de los adelantos que podíamos incorporar en mi diario íntimo y personal. Como ya sabéis no estaba con fuerzas por todo lo ocurrido, muy a mi pesar, así que fue él quien se acercó a mi hotel. Estuvimos hablando en la sala de fiestas, donde Alessandro nos preparó dos exquisitos cócteles y tocó el piano para ambientar la velada. Christopher nos observaba desde la distancia, siempre tan apuesto. Desde que le conté mi último encuentro con Alfred no me quita la vista de encima, y tengo que admitir que no me molesta en absoluto ser objeto de la perpetua atención de esos dos preciosos ojos castaños.
Bebí un sorbo de mi copa mientras le miraba. Una corbata azul se abrazaba a su cuello apasionadamente, resaltando su prominente nuez. El efusivo parloteo de Gregor se mezclaba con la música que tejían los ágiles dedos de Alessandro. De repente me sentí indescriptiblemente sexy, rodeada por aquellos hombres cuya atención se centraba únicamente en mí. Sentí en la curva de mis pestañas la electricidad estática que flotaba en el aire.
El piano se quedó mudo y su repentino silencio rompió la burbuja de champán de mi ensoñación. Alessandro había dejado de tocar para acercarse a la mesa en la que Gregor y yo trabajábamos impulsado por la curiosidad de saber qué estábamos haciendo, supuse. Bajé las pantallas de ambos ordenadores con actitud despreocupada e inicié una conversación casual. No quería que supiese que tengo un diario en la red en el que escribo de él entre muchas otras cosas. Si alguna vez leyera lo que escribo me moriría de vergüenza.
La conversación fluyó muy natural. Me resultó sorprendente estar hablando los tres porque entonces fui consciente de que estaba mezclando mundos que hasta ahora habían estado separados. No sé, es como combinar un bolso de Chanel y unos zapatos de Armani o un vestido de Christian Dior, nunca sabes si podría salir bien. Me animé e invité a Christopher a que se sentara también con nosotros, y la verdad es que surgió una conversación de lo más agradable.
Cambiando de tema, queridos, quería comentarios que desde ayer estoy en Londres. No sé cómo se me ha podido pasar, ¡es algo que no me perdonaré nunca! Aunque os parezca increíble y ni yo misma pueda explicármelo, me olvidé de este evento tan importante. ¡Me he perdido la inauguración de la Royal Ascot! Fue ayer cuando caí en la cuenta de que era veintiuno de junio. Creí que desfallecía al recordar que había comenzado el día anterior. Me sentí menguar por dentro como aquel día que me quedé dormida y no fui al examen de historia de la moda para el que me había preparado tanto.
A toda prisa, fui a comprar la más exuberante pamela que pude encontrar y volé en mi jet privado a Inglaterra acompañada de Christopher. Queridos, ¡una de mis peores pesadillas hechas realidad! Imperdonable. Cómo he podido olvidar el evento más importante del calendario hípico internacional, el torneo de pamelas por excelencia, el punto de reunión del lujo y el glamour preferido por la alta sociedad inglesa y los miembros de la Familia Real: ¡la Royal Ascot! ¡Y yo improvisando!
Llegamos a Londres y partimos hacia Ascot, en el Condado de Berkshire. Sólo respiré tranquila cuando por fin entré cogida del brazo de Christopher ―que iba engalanado con un precioso sombrero de copa―. Era como si hubiera vuelto al medio natural del que nunca debí salir. Allí todo era elegancia. Las apuestas por los caballos se efectuaban entre copas de vino español y champagne, salmón ahumado, fresas con nata y sorbos de Pimms; siempre bajo la mirada atenta de la reina, que se encargaba de preservar el buen vestir.

Christopher me ayudó a elegir el caballo por el que debía apostar, pues, como sabéis, antes de ser guardaespaldas se había dedicado profesionalmente al mundo de la equitación y entendía muy bien de todo eso. Se fue a hacer las apuestas y yo respiré hondo, ya más calmada.
Hacía sol, sólo había unas pocas nubes en el cielo que lo manchaban aquí y allá como si se estuviera desmaquillando con pedacitos de algodón. Yo estaba a la sombra de mi pamela, una enorme y preciosa pamela de color anaranjado que combinaba a la perfección con mi vestido, mis manolos y mis pendientes.
―Un estupendo día, ¿no le parece? ―dijo una voz a mis espaldas en perfecto inglés. Me di la vuelta. No era consciente del gran tamaño de mi pamela y golpeé a aquella persona en pleno rostro con el ala haciendo que sus gafas salieran despedidas por el aire.
Mientras se reponía del golpe pude observarlo con detenimiento. Era un hombre moreno de mediana edad muy bien conservado, apuesto, tan esbelto como un junco en su traje negro, intrínsecamente elegante y seguro de sí mismo por su forma de moverse. Lucía bigote y perilla exquisitamente recortados. Su cara era de facciones rectas como las de una estatua griega.
―¡Oh, discúlpeme! ¡Ha sido un lamentable accidente! ―Me sonrojé al ver sus ojos. La luz se reflejaba en ellos como se refleja en una laguna de ensueño, formando un arco iris en tonos verdes. Me apresuré a recoger sus gafas y nuestras manos se rozaron al hacer el mismo ademán.
―No, no. Discúlpeme usted por haberla importunado así ―se disculpó mientras se colocaba los anteojos. En lugar de lo que se pudiera pensar, las gafas contribuían a que su cautivadora mirada se hiciera más interesante aún. Cada uno de sus movimientos era armónico, ni lento ni rápido, como si tuviera que ser exactamente así y no de ninguna otra forma―. Permítame que me presente: soy Ernest, Ernest Jones. ―Se retiró el sombrero y me besó la mano como un caballero. Me di cuenta de que esos ojos me estaban embrujando porque no podía apartar la vista de ellos.
Ernest me contó que se dedicaba a la abogacía. Se había tomado unos días de descanso para venir a la Royal Ascot porque le encantaban las carreras de caballos. Tenía una conversación interesante y era muy divertido. Su humor era sarcástico e inteligente, capaz de hacerme reír a carcajadas con sutiles atrevimientos.
Tras varias horas nos despedimos, dando por hecho que nos volveríamos a ver allí. Después Christopher me llevó al hotel. No fue hasta que estuve entre las sábanas de mi cama y encendí la televisión cuando me percaté del día que era ayer. En las noticias, un montón de gente se agrupaba en torno a uno de los misterios de la Tierra que se halla en Inglaterra, Stonehenge, para ver salir el primer sol del verano.
Veintiuno de junio. Solsticio de verano. Era el día de mi cumpleaños y nadie me había felicitado.
Siempre vuestra, y decepcionada
Pamela
Etiquetas: Alessandro, Christopher, Ernest, Mi vida
domingo, junio 25, 2006 4:50:00 p. m.
Siento que nadie te felicitara. Felicidades aunque sea tarde.
He encontrado esta web por casualidad, quizás te interese: www.in-the-spirit.co.uk
Espero que te animes, un saludo,
Föed