Silencio y ruido

viernes, febrero 23


Queridos amigos virtuales,

De nada me sirvieron mis conversaciones con Ambrosio en la Toscana, porque una y otra vez su cabeza le traicionaba en el momento menos oportuno haciéndole incapaz de recordar lo que tanto yo ansiaba saber. Ambrosio, mi ángel. Y así, con algo de frustración recorriendo mis delicadas venas, Christopher y yo desandamos el camino andado volviendo atrás en el tiempo para regresar a Barcelona.

Mi querida Barcelona. Esta ciudad me ha ofrecido tantísimo y, sin embargo, a veces parece cobrarse con creces lo que una vez me dio, arrebatándome de las manos sentimientos que ni siquiera sabía que anhelaba mi corazón hambriento. Yo creo que las ciudades tienen alma, alma de Chanel y Christian Dior, alma de Versace y Gucci, un alma con una fragancia única e irrepetible, que nos envuelve sin que nos demos cuenta y que marca el ritmo de nuestras vidas de alguna forma, misteriosa y mística. Sin embargo, normalmente no nos damos cuenta de nada de esto porque solemos estar demasiado ocupados con la elección de los zapatos perfectos para una determinada ocasión o la sombra de ojos que hará que nuestros párpados hagan juego con el color del cielo del atardecer, y cerramos nuestra sensibilidad privándonos así del maravilloso abanico de sensaciones que está a nuestro alcance en todo momento, al alcance de unas uñas perfectamente lacadas.

Todo esto cruzaba mi mente cuando mi limusina se detuvo de nuevo frente a la consulta de Michael. Esperaba que Samantha no hiciera acto de presencia esta vez, o acabaría irremediablemente con los nervios tan destrozados como las medias que usé cuando Christopher me llevó a cabalgar por el bosque. Subí de nuevo en el ascensor, aunque esta vez no estaba sola. Junto al sonido de mis zapatos de tacón de aguja, otro sonido se mezcló en el aire, el de la suela de unos impolutos zapatos de piel color crema a juego con un traje del mismo color, que me susurraban con aire sensual. Mis ojos saltaron con discreción de la dorada pinza de su corbata a los gemelos que hacían juego con ella y que sellaban el acceso a unos marcados antebrazos. Sus manos eran... eran las manos de un escultor de vida, fuertes pero elegantes, como su torso. Su cuello quizá excesivamente ancho se detenía en una mandíbula cuadrada, en la que unos labios perfectamente delineados se abrían paso. El labio superior sobresalía un poco del inferior, dándole un aire infantil que me resultaba de lo más enternecedor. Su nariz era algo más grande de lo normal y su recto perfil le daba un toque de fuerte determinación que quedaba tan bien en su cara, que no podía haber sido de otra forma. Los ojos eran almendrados y estaban separados la distancia justa. Su frente despejada estaba coronada por un oscuro cabello. Absorta como estaba, no me había percatado de que el hombre se había dado cuenta de que le miraba con atención.

—No me lo diga, me he dejado espuma de afeitar en la cara —dijo mientras se apresuraba a pasarse la mano por la hidratada piel. Su voz tenía un timbre grave que se grabó en la memoria de mis tímpanos.
—No, no. No tiene nada en la cara —me apresuré a decir mientras me reía tontamente.
—Ah, como me estaba mirando tan fijamente, pensé...
—Discúlpeme, es que estaba pensando en el vestido que me pondré para ir a una fiesta a la que acudiré próximamente, no sé si el último Versace que me compré o el Gucci... —no pensaba lo que estaba diciendo, y en el mismo instante en que las palabras salían de mi boca me sentí totalmente ridícula.
—Ah —se rió, su risa era un sonido celestial, un poco rota.
—Lo siento, debo parecer completamente tonta —bajé la mirada y me ajusté la pamela mientras sentía cómo enrojecía hasta las pestañas.
—No, no, nada de eso —pero se seguía riendo—. Es que, verá, le va a sonar raro lo que le voy a decir, pero es que es usted muy graciosa. Su forma de gesticular quiero decir. Y como la situación es un poco surrealista me ha entrado la risa, ahora tendrá que disculparme usted —no supe qué decir, así que me quedé callada recreándome en su cara mientras se reía. Enseguida sonó un pitido indicando que el ascensor había llegado a su destino. Qué mala suerte, pensé.
—Aquí bajo yo —dije—. Bueno, encantada y que tenga usted un muy buen día —le tendí la mano, y él en vez de limitarse a darme la suya, la cogió y me dio un besó en el dorso. El calor que sentí fue considerable, y noté que la piel donde me habían tocado sus labios me ardía.

Me quedé estática sin poder decir nada antes de que las puertas del ascensor volvieran a cerrarse y el apuesto desconocido se perdiera en las alturas. Deseé que el aparato se estropeara, pero en lugar de eso un pensamiento se coló entre las puertas, cual rastro de perfume trazando en el aire una espiral, y fue interceptado por mi pamela. Son curiosas las cosas que pasan, queridos, puedes estar miles de veces en un ascensor y siempre te rodea el tenso silencio que acompaña a los desconocidos, plagado de pensamientos y miradas de soslayo, pero de repente, un día, todo es diferente y ocurre algo de lo más surrealista como acababa de pasarme a mí, y ni siquiera eres capaz de decir qué es lo que ha cambiado para que esta vez ocurra. ¿Cuáles son los ingredientes que hacen que se marque una diferencia sustancial? Como en la receta de Martini, es un secreto que sólo unos pocos deben conocer, y como en ese caso, yo sólo me ocupo de disfrutar el resultado.

Y la vida siguió girando, y de un giro de tacones me hallé sentada frente a Michael en su despacho, hablando animadamente sobre todo y sobre nada en especial, de mis extrañas jaquecas y de que según él necesitaba relajarme y liberarme de todo el estrés que estaba acumulando últimamente, por ejemplo con algo de deporte. Sin aceptar un no como respuesta, me vi arrastrada por sus manos hacia la limusina y de un giro de volante de Christopher me encontré en el club social combatiendo a golpe de raqueta la lluvia de pelotas de tenis que Michael me lanzaba implacable mientras las arpías de alrededor, como de costumbre, no paraban de mirarme de soslayo y cuchichearse al oído unas a otras, dando pequeños sorbos a sus refrescos bajos en calorías y viendo la vida pasar. En realidad se morían de envidia de que hombres apuestos como Christopher o Michael estuvieran siempre a mi alrededor, estaba convencida de ello, y ésa era su forma de expresarlo. De acuerdo que jugar a tenis con zapatos de tacón y pamela no fuera lo más adecuado, pero queridos, Michael no me permitió pasar por casa para recoger mis últimas deportivas y no podía ponerme de nuevo las antiguas.

Me estaba despidiendo de Michael para dirigirme a la ducha, cuando se me acercó y me besó en la mejilla. Eso no hubiera tenido nada de especial si no fuera porque me cogió del codo en una actitud íntima y me retuvo el tiempo suficiente para decirme algo al oído que no pude escuchar porque, justo en ese momento, a uno de los camareros se le cayó una bandeja llena de vasos de cristal. Cuando le pedí que me lo repitiera, sólo se dio la vuelta y se marchó luciendo en su cara una sonrisa socarrona.

Vuestra eternamente,
Pamela

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Diamantes... 2

  1. Escrito por Anonymous Anónimo

    miércoles, febrero 28, 2007 10:28:00 a. m.

    Querida Pamela.

    Que inoportuna la bandeja y el estallido de los vasos que te impidió conocer lo que tan intimamente te estaba diciendo. Seguro que acabarás por descubrirlo así como desenmarañar la verdadera paternidad de tu persona. El ofrecimiento que te hacía en mi fotolog es absolutamente sincero e incluso deseado, así que no dudes en hacérmelo saber si se da el caso.

    Saludos cordiales

     
  1. Escrito por Anonymous Anónimo

    miércoles, febrero 28, 2007 12:40:00 p. m.

    Querido Timeshock,

    Sin duda fue de lo más inoportuna la bandeja, oh, yo no podía creérlo, siempre me ocurren estas cosas de lo más telenovelescas, pero es que ya estoy acostumbrada, querido, así que no le doy mayor importancia. Es más, he aprendido a disfrutar de ellas porque he comprendido que son la sal que da sabor a la vida, junto al maravilloso martini. Quizá Michael no me dijo nada importante, yo siempre tiendo a pensar que malinterpreto las situaciones porque puede que los deseos de que me ocurran ciertas cosas me hagan ver lo que no es, aunque luego el tiempo me acabe dando la razón, en mi experiencia. Sí, he aprendido que debo fiarme más de mi intuición, hacerle caso, dejar que su viento hinche mis alas.

    Siempre tuya,
    Pamela

     

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