La bella y la bestia
lunes, octubre 22
Queridos amigos virtuales,
Nada más salir de la casa cometí un grave sacrilegio: me quité los manolos. Era imposible correr con ellos puestos, los tacones de aguja se clavaban en la tierra y corría el peligro de torcerme uno de mis gráciles tobillos. Lo sé, queridos, es una horrible blasfemia lo que escribo, pero debéis entenderlo, no podía dejar que Robert me cogiera porque no me sentía capaz de volver a rechazarle, y me negaba a ser la causa de la ruptura de un matrimonio feliz sin más motivo que un fantasma del pasado que ni siquiera existía. Estaba segura de que a Robert no le gustaba yo, sino un espejismo que había compuesto con las arenas del tiempo y el calor del deseo.
Cuando ya hacía rato que no escuchaba los gritos de Robert llamándome, me detuve. Entonces me di cuenta de que no sabía dónde estaba. Me había perdido. En medio del bosque, descalza en la oscuridad y con el cuerpo helado, sintiéndome como una vagabunda, intenté deducir hacia dónde debía encontrarse la carretera o la casa, pero lo cierto era que no tenía ni idea, estaba totalmente desorientada.
—¡Serás estúpida Pamela Débora Serena Von Mismarch Stropenhauen! —me dije en voz alta, enfadada conmigo misma—. ¿No eres capaz de pensar un poquito antes de actuar? —Se escuchó un ruido. El miedo rodeó mi corazón como una tenaza mientras mi respiración se aceleraba—. Por Dior, esto no puede estar pasando... Tranquila Pamela, tranquila. Siéntate. Tranquila...
Me quedé en silencio sentada en el suelo. Escuchando. Intentando mantener la calma. La noche estaba llena de todo tipo de sonidos siniestros. Pero había uno que destacaba sobre los demás. Estaba muy cerca.
Muerta de miedo, introduje la mano en mi bolso palpando todo lo que había en él hasta que hallé el bolsillo oculto en el forro. Nunca pensé que fuera a necesitarla, pero no imaginaba una situación en que la necesitara más que ahora, esto era una emergencia en toda regla.
Confieso que desde que sufrí el acoso de Alfred no he vuelto a sentirme segura, así que un día decidí comprarla y llevarla siempre conmigo, en secreto. Nadie debía saberlo nunca. Nunca. Si llegaban a saberlo mi reputación estaría acabada. Me considerarían poco más que una vulgar delincuente. Qué horror, no puedo ni imaginarlo.
La toqué, estaba fría como la muerte, pero sentir que estaba ahí me infundió valor. Me puse en pie y eché a andar lo más sigilosamente que pude, pero me daba la impresión de que el crepitar de la hojarasca era ensordecedor. Me coloqué detrás de un árbol, muy quieta.
Lo que fuera que había en el bosque llegó al otro lado del tronco, lo sabía porque escuchaba sus pasos sobre las hojas muertas, sutiles pero claramente distinguibles. Entonces lo oí. Un gruñido. Hasta ese momento había albergado la esperanza de que se tratara de Robert, que de alguna forma hubiera sido capaz de seguir mi rastro, pero ahora estaba segura de que se trataba de alguna bestia salvaje.
De repente me sentí como una amazona, y el miedo se transformó en determinación. Todo dependía de mí, ningún apuesto galán iba a salvarme, así que más me valía pensar algo. La bestia estaba dando la vuelta, probablemente porque detectaba en el aire la deliciosa fragancia de Clive Christian que llevaba puesta. Necesitaba un plan, y rápido, pero nada acudía a mi mente en blanco.
Sé lo que estáis pensando, queridos, pero he dicho que llevaba el arma en el bolso para sentirme segura, no que tuviera valor para utilizarla, así que no me miréis así.
Sin saber qué hacía, tomé todo el aire que pude y grité. Sí, grité, y fue el sonido más fantasmagórico y siniestro que nunca había salido de mis labios, digno de una película de terror japonesa. Sabía que el animal se había asustado porque hasta yo lo estaba, que era la que había gritado. No me detuve a comprobar si así fue, porque salí corriendo en dirección contraria como si me persiguiera Ágata Ruiz de la Prada.
No me detuve, corrí y corrí, agradeciendo de nuevo las horas invertidas en el gimnasio, y sólo volví a razonar cuando escuché el claxon de un coche. Era Robert, mi caballero salvador, que me estaba buscando desde la carretera. Cuando llegué me abracé a él con tanta fuerza que no me percaté de que casi le asfixio. Me eché a llorar histéricamente, expulsando toda la tensión acumulada.
—¡Pamela, estás llena de arañazos! ¿Qué ha pasado, por qué lloras? —Robert estaba preocupado. Le miré con los ojos llenos de una mezcla de agradecimiento y pena.
—Robert, he perdido mis manolos.
Absolutamente vuestra, y entristecida por la pérdida
Pamela
Nada más salir de la casa cometí un grave sacrilegio: me quité los manolos. Era imposible correr con ellos puestos, los tacones de aguja se clavaban en la tierra y corría el peligro de torcerme uno de mis gráciles tobillos. Lo sé, queridos, es una horrible blasfemia lo que escribo, pero debéis entenderlo, no podía dejar que Robert me cogiera porque no me sentía capaz de volver a rechazarle, y me negaba a ser la causa de la ruptura de un matrimonio feliz sin más motivo que un fantasma del pasado que ni siquiera existía. Estaba segura de que a Robert no le gustaba yo, sino un espejismo que había compuesto con las arenas del tiempo y el calor del deseo.
Cuando ya hacía rato que no escuchaba los gritos de Robert llamándome, me detuve. Entonces me di cuenta de que no sabía dónde estaba. Me había perdido. En medio del bosque, descalza en la oscuridad y con el cuerpo helado, sintiéndome como una vagabunda, intenté deducir hacia dónde debía encontrarse la carretera o la casa, pero lo cierto era que no tenía ni idea, estaba totalmente desorientada.
—¡Serás estúpida Pamela Débora Serena Von Mismarch Stropenhauen! —me dije en voz alta, enfadada conmigo misma—. ¿No eres capaz de pensar un poquito antes de actuar? —Se escuchó un ruido. El miedo rodeó mi corazón como una tenaza mientras mi respiración se aceleraba—. Por Dior, esto no puede estar pasando... Tranquila Pamela, tranquila. Siéntate. Tranquila...
Me quedé en silencio sentada en el suelo. Escuchando. Intentando mantener la calma. La noche estaba llena de todo tipo de sonidos siniestros. Pero había uno que destacaba sobre los demás. Estaba muy cerca.
Muerta de miedo, introduje la mano en mi bolso palpando todo lo que había en él hasta que hallé el bolsillo oculto en el forro. Nunca pensé que fuera a necesitarla, pero no imaginaba una situación en que la necesitara más que ahora, esto era una emergencia en toda regla.
Confieso que desde que sufrí el acoso de Alfred no he vuelto a sentirme segura, así que un día decidí comprarla y llevarla siempre conmigo, en secreto. Nadie debía saberlo nunca. Nunca. Si llegaban a saberlo mi reputación estaría acabada. Me considerarían poco más que una vulgar delincuente. Qué horror, no puedo ni imaginarlo.
La toqué, estaba fría como la muerte, pero sentir que estaba ahí me infundió valor. Me puse en pie y eché a andar lo más sigilosamente que pude, pero me daba la impresión de que el crepitar de la hojarasca era ensordecedor. Me coloqué detrás de un árbol, muy quieta.
Lo que fuera que había en el bosque llegó al otro lado del tronco, lo sabía porque escuchaba sus pasos sobre las hojas muertas, sutiles pero claramente distinguibles. Entonces lo oí. Un gruñido. Hasta ese momento había albergado la esperanza de que se tratara de Robert, que de alguna forma hubiera sido capaz de seguir mi rastro, pero ahora estaba segura de que se trataba de alguna bestia salvaje.
De repente me sentí como una amazona, y el miedo se transformó en determinación. Todo dependía de mí, ningún apuesto galán iba a salvarme, así que más me valía pensar algo. La bestia estaba dando la vuelta, probablemente porque detectaba en el aire la deliciosa fragancia de Clive Christian que llevaba puesta. Necesitaba un plan, y rápido, pero nada acudía a mi mente en blanco.
Sé lo que estáis pensando, queridos, pero he dicho que llevaba el arma en el bolso para sentirme segura, no que tuviera valor para utilizarla, así que no me miréis así.
Sin saber qué hacía, tomé todo el aire que pude y grité. Sí, grité, y fue el sonido más fantasmagórico y siniestro que nunca había salido de mis labios, digno de una película de terror japonesa. Sabía que el animal se había asustado porque hasta yo lo estaba, que era la que había gritado. No me detuve a comprobar si así fue, porque salí corriendo en dirección contraria como si me persiguiera Ágata Ruiz de la Prada.
No me detuve, corrí y corrí, agradeciendo de nuevo las horas invertidas en el gimnasio, y sólo volví a razonar cuando escuché el claxon de un coche. Era Robert, mi caballero salvador, que me estaba buscando desde la carretera. Cuando llegué me abracé a él con tanta fuerza que no me percaté de que casi le asfixio. Me eché a llorar histéricamente, expulsando toda la tensión acumulada.
—¡Pamela, estás llena de arañazos! ¿Qué ha pasado, por qué lloras? —Robert estaba preocupado. Le miré con los ojos llenos de una mezcla de agradecimiento y pena.
—Robert, he perdido mis manolos.
Absolutamente vuestra, y entristecida por la pérdida
Pamela
Etiquetas: Mi vida
viernes, diciembre 14, 2007 10:22:00 p. m.
Rosada Pamela,
algo ha pasado entre las truculencias de mi cuerpo biónico. Cuando esta mañana desperté noté en mi lengua un embriagador sabor a Dioniso.
Un momento de lucidez traspasó mis placas de titantio y llegó a mi cerebro para advertirme que toda esa lucidez conseguida durante varios meses se iba a ir. Debo darme prisa en acabar este escrito, ya que el deseo de oprimir mi jarra de sangría y acabar con tan preciado cóctel me nubla la vista.
Para que nunca se me olvide, hoy escribo con mis últimos pensamientos libres, con una lágrima que cae por mi mejilla hasta dibujar un sendero descendiente a los infiernos. Las cadenas de la esclavitud que me tienen preso del Chico Sangría comienzan a pesarme.
Nunca olvides quien he sido durante este tiempo.
Siempre intoxicado, y nunca más lúcido...
Sangría de Rubíes