Mágica verbena de San Juan
jueves, junio 29
Queridos amigos virtuales,
Estoy pletórica, extasiada de la vida. Hoy puedo ver las emociones que se esconden como duendecillos en cada pliegue de la existencia, que esperan risueños a que queramos descubrirlos y montarlos a nuestros hombros con el ademán de una sonrisa. Están en cada esquina, en cada sombra de cada copa, en cada soplo de aire y en el hueso de cada aceituna.
El viernes partí de Inglaterra a pesar de que no había terminado aún la Royal Ascot. Volé en mi jet hacia Mallorca para celebrar la verbena de San Juan. Gregor me había llamado para invitarme a la fiesta de una amiga suya que se celebraría entre una cala privada y una mansión situada en un lugar apartado de la costa. Me convenció de inmediato a pesar de que la compañía de Ernest me estaba resultando de lo más embriagadora y de que el enfrentamiento de pamelas estaba cada vez más interesante. Sé que resulta demasiado transgresor hasta para mí pero, no sé, algo me decía que debía estar en esa fiesta.
Ya era de noche cuando embarcaba con Gregor y Christopher en el yate que nos llevaría hasta la cala. Al parecer la única forma de acceder era por mar, pues estaba en una zona apartada rodeada de riscos. La luna brillaba en el cielo nocturno reflejándose en el agua donde moran las sirenas, entre montones de estrellas que brillaban como pequeños diamantes. Las partículas de agua salada que desprendían las olas flotaban en la brisa acariciando mi rubio cabello.
La emoción me recorrió cuando vislumbré la agitación que había en la playa. ¿Y si allí estaba el hombre de mi vida, el que conseguiría que abriese mi alma como un capullo de pitiminí? Entusiasmada, me asomé cuanto pude por la borda, sujetando la pamela para no saliera volando. Alrededor de una hoguera bailaban varias personas a ritmo de un suave chill out mientras otras tomaban cócteles en barras instaladas en la arena. Iban vestidas con ropas de lino blanco que ondeaban haciendo titilar sus largas sombras.
Cuando desembarcamos mi pecho latía trastornado por la excitación. Para que no se mojara mi exquisito atuendo, un caballero se acercó y me cogió en brazos para llevarme a la orilla. Era masculino, joven y apuesto, con una mandíbula poblada por una barba de dos días días que, si os soy sincera, hizo que se me hiciera la boca agua. Mientras me sostenía en sus robustos brazos, apoyé la mano en su nuca y noté la caricia de su melena. Por mi piel corrieron los lascivos duendes de la noche y el fuego, haciendo que mi vello se erizara por allí donde pasaban. Su olor me embriagó con efecto hipnótico. No dejó de mirarme fijamente ni un solo momento, y me ruboricé. Estábamos a punto de alcanzar la orilla cuando me sonrió y grité sin poder evitarlo. Fue por sus dientes o, mejor dicho, por el hueco que dejaban los que no estaban. Asustado por mi reacción, me dejó caer y acabé empapada de arriba abajo. Todos dejaron de bailar y me miraron atónitos. ¡Qué vergüenza tan espantosa! Me puse roja como un tomate marino. No entendía qué tenían los dioses contra mí para que siempre acabara haciendo el ridículo de esa manera.
Me descalcé y Christopher me ayudó a llegar a la arena. Avancé hecha una pena ocultándome bajo la chorreante pamela y dejando un rastro de tristeza líquida. Mi preciosa ropa y mis zapatos estaban empapados de agua salada y recé para que en la tintorería fueran capaces de arreglar semejante estropicio. Qué depresión.
Con Gregor a la cabeza, empezamos el ascenso por el camino que llevaba a la mansión. Se internaba por un bosque alumbrado con pequeños farolillos japoneses. Era precioso, mas no tanto como la mansión que se alzaba majestuosa en lo alto del acantilado. Un halo de misterio la rodeaba como si una leyenda de película antigua se cerniese sobre su silueta recortada contra la luna.
Llegamos a la puerta y Christopher regresó al yate para recoger las maletas. Gregor y yo entramos y me condujo a una habitación para que pudiera cambiarme. Cruzamos un pasillo. De repente estaba sola y a oscuras. Con el ruido de los tacones no me había dado cuenta de que los pasos de Gregor habían desaparecido.
―Gregor, ¿estás ahí? ―pregunté. No hubo respuesta.
Volví sobre mis pasos y llegué a la entrada del pasillo, pero estaba cerrada. Una sensación de peligro me recorrió como un latigazo de vodka. Me di cuenta de que me había puesto en manos de un completo desconocido, porque en realidad no conocía a Gregor más que del trato cordial que habíamos mantenido por mi diario íntimo y personal. ¿Y si era un asesino en serie o un maníaco sexual? ¿Y si quería abusar de mi cuerpo desnudo? Oh, qué ingenua fui, queridos. Me sentí indefensa y no pude evitar imaginarme desnuda, ensartada en la pared con un cuchillo como si fuera un broche con forma de mariposa en una solapa.
Avancé tanteando la pared. No sabéis cómo agradecí la compañía del sonido de mis tacones de aguja en aquella cerrada oscuridad, por mucho que estuviera acompañado del chapoteo del agua. Qué extraño: el pasillo era excesivamente largo para que no hubiera encontrado todavía una salida y daba giros de lo más inesperados. Finalmente llegué a una puerta. Coloqué la mano sobre el pomo mientras mi pecho subía y bajaba. Abrí con cautela y miré al otro lado. Todo estaba igual de oscuro. No podía hacer otra cosa, así que entré dando pequeños pasos. De repente tuve unas irrefrenables ganas de reír porque me imaginé a mí misma como una de aquellas antiguas muñecas, pero engalanada con ropa mojada.
Vi un brillo en la oscuridad y la risa se me rompió. Algo se me estaba acercando. Instintivamente me quité uno de los zapatos y lo dispuse a modo de arma. El tamborileo del corazón latía con fuerza en mis sienes. Apreté los dientes. Fuera lo que fuera iba a recibir el mayor taconazo que nada hubiera recibido jamás.
Noté una respiración detrás de mí. Varios brillos más me rodearon. Estaba a punto de dar el mayor grito de mi vida cuando se hizo la luz y pude ver lo que me rodeaba. Ya había hecho dos veces el ridículo en un mismo día.
―¡Feliz cumpleaños Pamela! ―gritaron al unísono Marco, Michael, Gregor, Alessandro y Christopher.
Estallaron en sonoras carcajadas al ver mi postura: con el tacón en alto, el pelo pegado a la cara como un pulpo, toda mojada, nerviosa y descolocada.
Mientras Christopher me quitaba el zapato de la mano y Michael me cubría con una manta, Marco me dio el abrazo más dulce de toda mi vida y, sin saber por qué, eché a llorar como una niña. Estaba tan emocionada que no podía contener las lágrimas. Ahí estaba yo, una frágil mujer, entre los hombres más apuestos y maravillosos del mundo, en una fiesta sorpresa de cumpleaños organizada en una mansión posada en la cima de un acantilado de la costa mallorquina. Pensado así sonaba de lo más glamuroso, así que me ruboricé de placer y me abracé lo más fuerte que pude a la espalda de Marco. Estaban todos guapísimos vestidos de blanco.
Tras los abrazos me di cuenta de que en el centro del salón había una enorme tarta de cartón piedra. Una música estilosa a la par que sensual empezó a sonar. Las luces se atenuaron. Mis amigos me empujaron hacia la tarta y me dieron un encendedor para que prendiera la vela que la coronaba. Me acerqué, alucinada, y en el mismo instante en que con pulso tembloroso prendí la vela la tarta estalló lanzando pétalos de rosa.
No podía creerlo, allí estaba él: el tantas veces anhelado y soñado. ¿Cómo lo habían sabido? ¿Cómo sabían que ese era el mejor regalo que podían ofrecerme? ¿Y cómo lo habían logrado? Daba igual, no importaba. La cuestión era que estaba ahí, delante de mí: ¡el auténtico chico martini!
Henchida de espíritu, con el pelo cubierto por una pamela llena de margaritas, vestida de blanco y calzada con unas exclusivas sandalias de Christian Dior, me dirigí hacia la puerta de la mansión del brazo del maravilloso chico martini para ir a la fiesta de la playa. Aunque ya hiciera unos años de aquel anuncio en que posara junto a Charlize Therón, él seguía igual de gallardo. Para mí siempre sería especial.
No. Los dioses se habían propuesto que aquel día no fuera perfecto bajo ningún concepto. Yo, en mi ingenua ignorancia, había creído que al estar en su compañía ya nada podía ir mal. Qué equivocada estaba. Abrí la puerta y cual fue mi sorpresa al encontrarme de cara con ella. Me quedé petrificada. No podía ser: aquello era impensable, una pesadilla. Pero no había bebido tanto como para estar alucinando. En el club social, en mi hotel, y ahora allí estaba Samantha. Con las llaves de la mansión en la mano, me sonrió con el acostumbrado desafío latiendo en su mirada. No conseguí moverme cuando me saludó.
Resulta que ella era la amiga a la que se había referido Gregor cuando hablaba de la fiesta. Cuando Samantha había sabido por Alessandro que era mi cumpleaños y que querían hacerme una fiesta sorpresa, se ofreció a que la hicieran en su casa de Mallorca aprovechando la verbena de San Juan. Aceptaron sin dudar tras escuchar la descripción del lugar. Incluso les ayudó con sus contactos a encontrar al chico martini. Yo no entendía nada. ¿Samantha les había ayudado? ¿Con qué fin? No podía ver por dónde iba aquella mujer.
La noche fue mágica. Al final, entre bailes, risas y copas, y después de intercambiar alguna que otra frase con Samantha, empecé a pensar que quizá, sólo quizá, no tuviera malas intenciones.
Fue una noche para guardar en la memoria siempre.
Siempre vuestra, y encantada
Pamela
Estoy pletórica, extasiada de la vida. Hoy puedo ver las emociones que se esconden como duendecillos en cada pliegue de la existencia, que esperan risueños a que queramos descubrirlos y montarlos a nuestros hombros con el ademán de una sonrisa. Están en cada esquina, en cada sombra de cada copa, en cada soplo de aire y en el hueso de cada aceituna.
El viernes partí de Inglaterra a pesar de que no había terminado aún la Royal Ascot. Volé en mi jet hacia Mallorca para celebrar la verbena de San Juan. Gregor me había llamado para invitarme a la fiesta de una amiga suya que se celebraría entre una cala privada y una mansión situada en un lugar apartado de la costa. Me convenció de inmediato a pesar de que la compañía de Ernest me estaba resultando de lo más embriagadora y de que el enfrentamiento de pamelas estaba cada vez más interesante. Sé que resulta demasiado transgresor hasta para mí pero, no sé, algo me decía que debía estar en esa fiesta.
Ya era de noche cuando embarcaba con Gregor y Christopher en el yate que nos llevaría hasta la cala. Al parecer la única forma de acceder era por mar, pues estaba en una zona apartada rodeada de riscos. La luna brillaba en el cielo nocturno reflejándose en el agua donde moran las sirenas, entre montones de estrellas que brillaban como pequeños diamantes. Las partículas de agua salada que desprendían las olas flotaban en la brisa acariciando mi rubio cabello.
La emoción me recorrió cuando vislumbré la agitación que había en la playa. ¿Y si allí estaba el hombre de mi vida, el que conseguiría que abriese mi alma como un capullo de pitiminí? Entusiasmada, me asomé cuanto pude por la borda, sujetando la pamela para no saliera volando. Alrededor de una hoguera bailaban varias personas a ritmo de un suave chill out mientras otras tomaban cócteles en barras instaladas en la arena. Iban vestidas con ropas de lino blanco que ondeaban haciendo titilar sus largas sombras.
Cuando desembarcamos mi pecho latía trastornado por la excitación. Para que no se mojara mi exquisito atuendo, un caballero se acercó y me cogió en brazos para llevarme a la orilla. Era masculino, joven y apuesto, con una mandíbula poblada por una barba de dos días días que, si os soy sincera, hizo que se me hiciera la boca agua. Mientras me sostenía en sus robustos brazos, apoyé la mano en su nuca y noté la caricia de su melena. Por mi piel corrieron los lascivos duendes de la noche y el fuego, haciendo que mi vello se erizara por allí donde pasaban. Su olor me embriagó con efecto hipnótico. No dejó de mirarme fijamente ni un solo momento, y me ruboricé. Estábamos a punto de alcanzar la orilla cuando me sonrió y grité sin poder evitarlo. Fue por sus dientes o, mejor dicho, por el hueco que dejaban los que no estaban. Asustado por mi reacción, me dejó caer y acabé empapada de arriba abajo. Todos dejaron de bailar y me miraron atónitos. ¡Qué vergüenza tan espantosa! Me puse roja como un tomate marino. No entendía qué tenían los dioses contra mí para que siempre acabara haciendo el ridículo de esa manera.
Me descalcé y Christopher me ayudó a llegar a la arena. Avancé hecha una pena ocultándome bajo la chorreante pamela y dejando un rastro de tristeza líquida. Mi preciosa ropa y mis zapatos estaban empapados de agua salada y recé para que en la tintorería fueran capaces de arreglar semejante estropicio. Qué depresión.
Con Gregor a la cabeza, empezamos el ascenso por el camino que llevaba a la mansión. Se internaba por un bosque alumbrado con pequeños farolillos japoneses. Era precioso, mas no tanto como la mansión que se alzaba majestuosa en lo alto del acantilado. Un halo de misterio la rodeaba como si una leyenda de película antigua se cerniese sobre su silueta recortada contra la luna.
Llegamos a la puerta y Christopher regresó al yate para recoger las maletas. Gregor y yo entramos y me condujo a una habitación para que pudiera cambiarme. Cruzamos un pasillo. De repente estaba sola y a oscuras. Con el ruido de los tacones no me había dado cuenta de que los pasos de Gregor habían desaparecido.
―Gregor, ¿estás ahí? ―pregunté. No hubo respuesta.
Volví sobre mis pasos y llegué a la entrada del pasillo, pero estaba cerrada. Una sensación de peligro me recorrió como un latigazo de vodka. Me di cuenta de que me había puesto en manos de un completo desconocido, porque en realidad no conocía a Gregor más que del trato cordial que habíamos mantenido por mi diario íntimo y personal. ¿Y si era un asesino en serie o un maníaco sexual? ¿Y si quería abusar de mi cuerpo desnudo? Oh, qué ingenua fui, queridos. Me sentí indefensa y no pude evitar imaginarme desnuda, ensartada en la pared con un cuchillo como si fuera un broche con forma de mariposa en una solapa.
Avancé tanteando la pared. No sabéis cómo agradecí la compañía del sonido de mis tacones de aguja en aquella cerrada oscuridad, por mucho que estuviera acompañado del chapoteo del agua. Qué extraño: el pasillo era excesivamente largo para que no hubiera encontrado todavía una salida y daba giros de lo más inesperados. Finalmente llegué a una puerta. Coloqué la mano sobre el pomo mientras mi pecho subía y bajaba. Abrí con cautela y miré al otro lado. Todo estaba igual de oscuro. No podía hacer otra cosa, así que entré dando pequeños pasos. De repente tuve unas irrefrenables ganas de reír porque me imaginé a mí misma como una de aquellas antiguas muñecas, pero engalanada con ropa mojada.
Vi un brillo en la oscuridad y la risa se me rompió. Algo se me estaba acercando. Instintivamente me quité uno de los zapatos y lo dispuse a modo de arma. El tamborileo del corazón latía con fuerza en mis sienes. Apreté los dientes. Fuera lo que fuera iba a recibir el mayor taconazo que nada hubiera recibido jamás.
Noté una respiración detrás de mí. Varios brillos más me rodearon. Estaba a punto de dar el mayor grito de mi vida cuando se hizo la luz y pude ver lo que me rodeaba. Ya había hecho dos veces el ridículo en un mismo día.
―¡Feliz cumpleaños Pamela! ―gritaron al unísono Marco, Michael, Gregor, Alessandro y Christopher.
Estallaron en sonoras carcajadas al ver mi postura: con el tacón en alto, el pelo pegado a la cara como un pulpo, toda mojada, nerviosa y descolocada.
Mientras Christopher me quitaba el zapato de la mano y Michael me cubría con una manta, Marco me dio el abrazo más dulce de toda mi vida y, sin saber por qué, eché a llorar como una niña. Estaba tan emocionada que no podía contener las lágrimas. Ahí estaba yo, una frágil mujer, entre los hombres más apuestos y maravillosos del mundo, en una fiesta sorpresa de cumpleaños organizada en una mansión posada en la cima de un acantilado de la costa mallorquina. Pensado así sonaba de lo más glamuroso, así que me ruboricé de placer y me abracé lo más fuerte que pude a la espalda de Marco. Estaban todos guapísimos vestidos de blanco.
Tras los abrazos me di cuenta de que en el centro del salón había una enorme tarta de cartón piedra. Una música estilosa a la par que sensual empezó a sonar. Las luces se atenuaron. Mis amigos me empujaron hacia la tarta y me dieron un encendedor para que prendiera la vela que la coronaba. Me acerqué, alucinada, y en el mismo instante en que con pulso tembloroso prendí la vela la tarta estalló lanzando pétalos de rosa.
No podía creerlo, allí estaba él: el tantas veces anhelado y soñado. ¿Cómo lo habían sabido? ¿Cómo sabían que ese era el mejor regalo que podían ofrecerme? ¿Y cómo lo habían logrado? Daba igual, no importaba. La cuestión era que estaba ahí, delante de mí: ¡el auténtico chico martini!
Henchida de espíritu, con el pelo cubierto por una pamela llena de margaritas, vestida de blanco y calzada con unas exclusivas sandalias de Christian Dior, me dirigí hacia la puerta de la mansión del brazo del maravilloso chico martini para ir a la fiesta de la playa. Aunque ya hiciera unos años de aquel anuncio en que posara junto a Charlize Therón, él seguía igual de gallardo. Para mí siempre sería especial.
No. Los dioses se habían propuesto que aquel día no fuera perfecto bajo ningún concepto. Yo, en mi ingenua ignorancia, había creído que al estar en su compañía ya nada podía ir mal. Qué equivocada estaba. Abrí la puerta y cual fue mi sorpresa al encontrarme de cara con ella. Me quedé petrificada. No podía ser: aquello era impensable, una pesadilla. Pero no había bebido tanto como para estar alucinando. En el club social, en mi hotel, y ahora allí estaba Samantha. Con las llaves de la mansión en la mano, me sonrió con el acostumbrado desafío latiendo en su mirada. No conseguí moverme cuando me saludó.
Resulta que ella era la amiga a la que se había referido Gregor cuando hablaba de la fiesta. Cuando Samantha había sabido por Alessandro que era mi cumpleaños y que querían hacerme una fiesta sorpresa, se ofreció a que la hicieran en su casa de Mallorca aprovechando la verbena de San Juan. Aceptaron sin dudar tras escuchar la descripción del lugar. Incluso les ayudó con sus contactos a encontrar al chico martini. Yo no entendía nada. ¿Samantha les había ayudado? ¿Con qué fin? No podía ver por dónde iba aquella mujer.
La noche fue mágica. Al final, entre bailes, risas y copas, y después de intercambiar alguna que otra frase con Samantha, empecé a pensar que quizá, sólo quizá, no tuviera malas intenciones.
Fue una noche para guardar en la memoria siempre.
Siempre vuestra, y encantada
Pamela
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