Tinieblas en la noche
viernes, agosto 18
Queridos amigos virtuales,
Siento no haber escrito hasta ahora sin daros antes una explicación, pero ha sido debido a causas que escapaban a mi control. Lamentablemente, he estado ingresada en el hospital. Tranquilos, no sufráis por mí, porque ya me he recuperado de las magulladuras, los moratones, la torcedura de tobillo y la fractura de clavícula. Mi alma, sin embargo, tardará un poco más en sanar.
Todo empezó el día en que me reuní con Christopher porque quería hablar conmigo de un asunto de suma importancia. Yo me moría de curiosidad. ¿De qué podía querer hablar conmigo? No se me ocurría nada. Hasta se me pasaron por la cabeza ideas tan descabelladas como que quisiera dejar de trabajar para mí, cosa del todo improbable y que deseché de inmediato.
Me citó a las seis de la tarde en la entrada del hotel y allí me presenté puntual como un girasol que se abre con el primer rayo del sol de agosto. Ahí estaba él, siempre tan atractivo. Había una diferencia que no me pasó desapercibida: no llevaba corbata y algunos de los botones de su camisa dejaban entrever un poderoso pectoral cubierto de corto vello. Mi piel se erizó como un microscópico escándalo cuando me puso la mano sobre la espalda para invitarme a entrar en la limusina.
―Vamos a un sitio que te va a gustar ―anunció al arrancar.
―¿Sí, dónde? ―pregunté llena de emoción.
―Es una sorpresa. Hoy voy a darte tu regalo de cumpleaños.
Me di cuenta de que era su día libre y que en realidad no tenía por qué estar conmigo. El corazón me latió como un caballo desbocado. Nos cruzamos la vista varias veces través del espejo retrovisor. Su perfilada nuca era un obsequio para la vista que me costaba grandes esfuerzos no lanzarme a acariciar.
Alrededor de hora y media después, la limusina se internó en un bosque y se detuvo en una hípica apartada.
―Hemos llegado ―dijo al abrirme la puerta.
―Es precioso.
―Lo es ―afirmó cerrando los ojos y respirando profundamente. Su pechó se hinchó―. Aquí es donde vengo a montar cuando siento nostalgia de los viejos tiempos. Aquellos en los que me dedicaba a la equitación.
―¿Vienes a menudo?
―De vez en cuando, sobre todo para cuidar de mi caballo. Necesita que lo monten de vez en cuando. Ven, sígueme, te presentaré a Edain.
―¿Edain? ―le pregunté mientras lo seguía hasta una cuadra cercana.
―Sí, Edain. Es mi caballo.
Edain era un purasangre hispanoárabe de crines del color de una noche sin luna, de pelaje tan suave como un suspiro. Christopher le puso la montura y se subió. Corría tan rápido que parecía una sombra. Desprendía una fuerza salvaje. El caballo, quiero decir. Sé lo que estáis pensando, queridos, y sí, Christopher también, para qué negarlo.
No me costó subir a lomos de Edain. Adopté una postura digna de elogio: como toda una dama. Mi tía habría estado orgullosa si me hubiera visto. Nos adentramos en el bosque. La robusta espalda de Christopher me servía de apoyo para no caer. Las estrellas fueron ocupando su lugar, observándonos tímidamente desde el cielo. Fue un paseo realmente encantador.
Ya era bastante tarde cuando regresamos. Como agradecimiento por tan genuino regalo de cumpleaños, me atreví a invitarle a tomar una copa en mi mansión, lugar al que no suelo ir porque no acabo de acostumbrarme a estar sola, y más cuando en el hotel tengo toda la diversión que mi alma necesita.
Con una copa de martini en la mano, descubrí que Christopher era mucho más interesante de lo que creía. Sentados en el sofá me desveló algunos de los trazos que me faltaban para comprender el intrincado dibujo de su alma. Normalmente acostumbraba a ser un hombre de lo más reservado para su vida personal, por eso me cogió desprevenida cuando comentó que una vez había estado casado. ¿Tal vez el whisky estaba haciendo mella en su armadura? Era la quinta copa que se tomaba y nunca le había visto beber. Me contó que nunca había sido tan feliz como en los tiempos en que estuvo casado con Felicia. Tuvo todo lo que cualquier hombre podía desear: la mujer de su vida, una preciosa hija y una pasión con la que ganarse holgadamente el pan, la equitación. Cuando le pregunté por qué se acabó todo aquello palpé la desesperación que se aglutinó en su mirada. Inmediatamente supe que no debía haber hecho aquella pregunta y, ante mi asombro, echó a llorar como un niño roto. No podía creer que un hombre que traslucía una seguridad tan desbordante se estuviera viniendo abajo delante de mí. No sabía qué hacer, así que le abracé y, sin poder evitarlo, yo también eché a llorar. Me pregunté qué habría pasado con su mujer y su hija para que tuviera tan intenso dolor en el corazón.
Mis lágrimas cayeron sobre su mejilla mientras las suyas resbalaban por mi escote, uniéndose ambas en una melancólica danza. Nos desahogamos unos largos minutos en los que consumimos tensiones acumuladas y, cuando quise decirle algo, vi que se había quedado dormido. Le recosté como pude en el sofá y le tapé con una sábana. Estaba tan sexy con la camisa abierta y ese mechón cayéndole sobre la frente que de repente me inundó una corriente de calor eléctrico. Haciendo caso omiso, le limpié las lágrimas con mi fular y subí a mi habitación a acostarme entre suspiros de anhelo que se perdieron en un sueño intranquilo.
Me despertó un ruido en la oscuridad. ¿Christopher tal vez? Sin saber por qué, me puse el collar de perlas que había dejado sobre la mesita de noche. Por encima del picardías de encaje negro me quedaba completamente arrebatador. Casi sin darme cuenta, adopté una sugerente postura y esperé. La luz de la luna se filtraba por el ventanal. Pasaron los minutos y nadie llegaba, así que decidí ir a ver qué había sido ese ruido.
―¿Christopher? ―pregunté mientras bajaba las escaleras que llevaban al salón. Nadie respondió. Christopher no estaba en el sofá y la puerta de la calle estaba abierta―. Qué extraño...
No era propio de él irse en mitad de la noche sin despedirse. Ni siquiera había dejado una nota. «Claro que tampoco es propio de él ponerse a llorar como un niño», pensé. Cerré la puerta y regresé a la habitación. Estaba a punto de llegar a la cama cuando un brazo se deslizó por detrás y me cerró la boca. Otro se cerró con fuerza sobre mis brazos.
―¿Sorprendida, querida? ¿De verdad pensabas que no ibas a volver a verme? ―susurró el hombre que me sujetaba. Su voz estaba sembrada de odio y traslucía una advertencia más que evidente―. Ahora voy a quitarte la mano de la boca, pero más vale que no grites, porque si lo haces, o si te portas mal de alguna otra forma, me veré obligado a hacerte daño. Y eso es algo que no quiero hacer, al menos de momento...
―¿Alfred? ―pregunté con incredulidad cuando pude hablar.
―Ah, querida, no sé por qué te empeñas en hacer las cosas tan difíciles.
―¿Qué? Alfred, por favor, suéltame.
―He soñado tantas veces con poder acariciarte de nuevo, Pamela ―susurró mientras me rozaba el rostro con el dorso de la mano. Un torrente de repugnancia me invadió por dentro, pero el terror hizo las veces de presa conteniendo cualquier impulso―. Ah, si no te hubieras apartado de mí como si fuera un delincuente, si te hubieras quedado a mi lado... Como amiga nada más. Nos podíamos haber divertido tanto, Pamela.
―Alfred, suéltame. Me estás asustando.
―¿Asustando? No, querida, no te asustes. Sólo quiero que juguemos un rato. La otra vez te gustó que jugáramos, ¿recuerdas? Tu eras la gata ramera, y yo... el lobo. ¿Eh, pequeña furcia?
Por el rabillo del ojo vi que una sombra de ira y deseo cruzó su cara, desfigurándola. Sin darme tiempo a reaccionar, me lanzó violentamente sobre la cama y se tiró encima de mí. Estaba tan aterrorizada que no podía hacer más que dar gritos de histeria y convulsionarme bajo su peso. Me agarró del pelo y me obligó a enterrar la cara en la almohada, ahogando mis gritos, mientras con la otra mano intentaba arrancarme el picardías. Quizá fuera la adrenalina que corría por mis venas, o quizá el impulso del asco que me dio sentir su lengua por el cuello envuelta en un aliento caliente, pero mi pierna derecha halló un espacio por el que doblarse para propinar una patada a pesar de encontrarme boca abajo. Golpeé con todas mi fuerzas. Mi tacón de aguja debió impactar sobre un lugar afortunado porque el peso y la fuerza que me retenían desaparecieron. Me tiré al suelo. Dando bandazos conseguí ponerme en pie. Todo me daba vueltas; no sabía dónde iba. A ciegas, mi mano encontró el sólido apoyo de una pared. Respiré unos segundos y me lancé en busca de la puerta de mi habitación.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba corriendo por el pasillo. Momentos después estaba asfixiándome porque mi collar de perlas tiraba en dirección contraria a la que me quería dirigir. Entonces se rompió. Las cuentas rodaron por el suelo con un millón de repiqueteos. Alcancé la barandilla de la escalera en el justo instante en que una sombra cruzaba detrás de mí. Cuando me giré, vi cómo el puño de un hombre se hundía en la mandíbula de Alfred. El hombre, fuera de sí, peleaba como un león. Algo me hizo perder el equilibrio. Rodé escaleras abajo. La negrura me engulló.
Cuando abrí los ojos de nuevo estaba en el hospital. La atenta mirada de Christopher me vigilaba. Lo había estado haciendo desde que me quedé inconsciente. Había sido él quien me había salvado de Alfred. Michael también estaba allí.
Fue horrible, queridos; tan horrible que las palabras se quedan cortas para expresar la tenebrosidad que envuelve todo cuanto sentí aquella fatídica noche.
Siempre vuestra, y compungida
Pamela
Siento no haber escrito hasta ahora sin daros antes una explicación, pero ha sido debido a causas que escapaban a mi control. Lamentablemente, he estado ingresada en el hospital. Tranquilos, no sufráis por mí, porque ya me he recuperado de las magulladuras, los moratones, la torcedura de tobillo y la fractura de clavícula. Mi alma, sin embargo, tardará un poco más en sanar.
Todo empezó el día en que me reuní con Christopher porque quería hablar conmigo de un asunto de suma importancia. Yo me moría de curiosidad. ¿De qué podía querer hablar conmigo? No se me ocurría nada. Hasta se me pasaron por la cabeza ideas tan descabelladas como que quisiera dejar de trabajar para mí, cosa del todo improbable y que deseché de inmediato.
Me citó a las seis de la tarde en la entrada del hotel y allí me presenté puntual como un girasol que se abre con el primer rayo del sol de agosto. Ahí estaba él, siempre tan atractivo. Había una diferencia que no me pasó desapercibida: no llevaba corbata y algunos de los botones de su camisa dejaban entrever un poderoso pectoral cubierto de corto vello. Mi piel se erizó como un microscópico escándalo cuando me puso la mano sobre la espalda para invitarme a entrar en la limusina.
―Vamos a un sitio que te va a gustar ―anunció al arrancar.
―¿Sí, dónde? ―pregunté llena de emoción.
―Es una sorpresa. Hoy voy a darte tu regalo de cumpleaños.
Me di cuenta de que era su día libre y que en realidad no tenía por qué estar conmigo. El corazón me latió como un caballo desbocado. Nos cruzamos la vista varias veces través del espejo retrovisor. Su perfilada nuca era un obsequio para la vista que me costaba grandes esfuerzos no lanzarme a acariciar.
Alrededor de hora y media después, la limusina se internó en un bosque y se detuvo en una hípica apartada.
―Hemos llegado ―dijo al abrirme la puerta.
―Es precioso.
―Lo es ―afirmó cerrando los ojos y respirando profundamente. Su pechó se hinchó―. Aquí es donde vengo a montar cuando siento nostalgia de los viejos tiempos. Aquellos en los que me dedicaba a la equitación.
―¿Vienes a menudo?
―De vez en cuando, sobre todo para cuidar de mi caballo. Necesita que lo monten de vez en cuando. Ven, sígueme, te presentaré a Edain.
―¿Edain? ―le pregunté mientras lo seguía hasta una cuadra cercana.
―Sí, Edain. Es mi caballo.
Edain era un purasangre hispanoárabe de crines del color de una noche sin luna, de pelaje tan suave como un suspiro. Christopher le puso la montura y se subió. Corría tan rápido que parecía una sombra. Desprendía una fuerza salvaje. El caballo, quiero decir. Sé lo que estáis pensando, queridos, y sí, Christopher también, para qué negarlo.
No me costó subir a lomos de Edain. Adopté una postura digna de elogio: como toda una dama. Mi tía habría estado orgullosa si me hubiera visto. Nos adentramos en el bosque. La robusta espalda de Christopher me servía de apoyo para no caer. Las estrellas fueron ocupando su lugar, observándonos tímidamente desde el cielo. Fue un paseo realmente encantador.
Ya era bastante tarde cuando regresamos. Como agradecimiento por tan genuino regalo de cumpleaños, me atreví a invitarle a tomar una copa en mi mansión, lugar al que no suelo ir porque no acabo de acostumbrarme a estar sola, y más cuando en el hotel tengo toda la diversión que mi alma necesita.
Con una copa de martini en la mano, descubrí que Christopher era mucho más interesante de lo que creía. Sentados en el sofá me desveló algunos de los trazos que me faltaban para comprender el intrincado dibujo de su alma. Normalmente acostumbraba a ser un hombre de lo más reservado para su vida personal, por eso me cogió desprevenida cuando comentó que una vez había estado casado. ¿Tal vez el whisky estaba haciendo mella en su armadura? Era la quinta copa que se tomaba y nunca le había visto beber. Me contó que nunca había sido tan feliz como en los tiempos en que estuvo casado con Felicia. Tuvo todo lo que cualquier hombre podía desear: la mujer de su vida, una preciosa hija y una pasión con la que ganarse holgadamente el pan, la equitación. Cuando le pregunté por qué se acabó todo aquello palpé la desesperación que se aglutinó en su mirada. Inmediatamente supe que no debía haber hecho aquella pregunta y, ante mi asombro, echó a llorar como un niño roto. No podía creer que un hombre que traslucía una seguridad tan desbordante se estuviera viniendo abajo delante de mí. No sabía qué hacer, así que le abracé y, sin poder evitarlo, yo también eché a llorar. Me pregunté qué habría pasado con su mujer y su hija para que tuviera tan intenso dolor en el corazón.
Mis lágrimas cayeron sobre su mejilla mientras las suyas resbalaban por mi escote, uniéndose ambas en una melancólica danza. Nos desahogamos unos largos minutos en los que consumimos tensiones acumuladas y, cuando quise decirle algo, vi que se había quedado dormido. Le recosté como pude en el sofá y le tapé con una sábana. Estaba tan sexy con la camisa abierta y ese mechón cayéndole sobre la frente que de repente me inundó una corriente de calor eléctrico. Haciendo caso omiso, le limpié las lágrimas con mi fular y subí a mi habitación a acostarme entre suspiros de anhelo que se perdieron en un sueño intranquilo.
Me despertó un ruido en la oscuridad. ¿Christopher tal vez? Sin saber por qué, me puse el collar de perlas que había dejado sobre la mesita de noche. Por encima del picardías de encaje negro me quedaba completamente arrebatador. Casi sin darme cuenta, adopté una sugerente postura y esperé. La luz de la luna se filtraba por el ventanal. Pasaron los minutos y nadie llegaba, así que decidí ir a ver qué había sido ese ruido.
―¿Christopher? ―pregunté mientras bajaba las escaleras que llevaban al salón. Nadie respondió. Christopher no estaba en el sofá y la puerta de la calle estaba abierta―. Qué extraño...
No era propio de él irse en mitad de la noche sin despedirse. Ni siquiera había dejado una nota. «Claro que tampoco es propio de él ponerse a llorar como un niño», pensé. Cerré la puerta y regresé a la habitación. Estaba a punto de llegar a la cama cuando un brazo se deslizó por detrás y me cerró la boca. Otro se cerró con fuerza sobre mis brazos.
―¿Sorprendida, querida? ¿De verdad pensabas que no ibas a volver a verme? ―susurró el hombre que me sujetaba. Su voz estaba sembrada de odio y traslucía una advertencia más que evidente―. Ahora voy a quitarte la mano de la boca, pero más vale que no grites, porque si lo haces, o si te portas mal de alguna otra forma, me veré obligado a hacerte daño. Y eso es algo que no quiero hacer, al menos de momento...
―¿Alfred? ―pregunté con incredulidad cuando pude hablar.
―Ah, querida, no sé por qué te empeñas en hacer las cosas tan difíciles.
―¿Qué? Alfred, por favor, suéltame.
―He soñado tantas veces con poder acariciarte de nuevo, Pamela ―susurró mientras me rozaba el rostro con el dorso de la mano. Un torrente de repugnancia me invadió por dentro, pero el terror hizo las veces de presa conteniendo cualquier impulso―. Ah, si no te hubieras apartado de mí como si fuera un delincuente, si te hubieras quedado a mi lado... Como amiga nada más. Nos podíamos haber divertido tanto, Pamela.
―Alfred, suéltame. Me estás asustando.
―¿Asustando? No, querida, no te asustes. Sólo quiero que juguemos un rato. La otra vez te gustó que jugáramos, ¿recuerdas? Tu eras la gata ramera, y yo... el lobo. ¿Eh, pequeña furcia?
Por el rabillo del ojo vi que una sombra de ira y deseo cruzó su cara, desfigurándola. Sin darme tiempo a reaccionar, me lanzó violentamente sobre la cama y se tiró encima de mí. Estaba tan aterrorizada que no podía hacer más que dar gritos de histeria y convulsionarme bajo su peso. Me agarró del pelo y me obligó a enterrar la cara en la almohada, ahogando mis gritos, mientras con la otra mano intentaba arrancarme el picardías. Quizá fuera la adrenalina que corría por mis venas, o quizá el impulso del asco que me dio sentir su lengua por el cuello envuelta en un aliento caliente, pero mi pierna derecha halló un espacio por el que doblarse para propinar una patada a pesar de encontrarme boca abajo. Golpeé con todas mi fuerzas. Mi tacón de aguja debió impactar sobre un lugar afortunado porque el peso y la fuerza que me retenían desaparecieron. Me tiré al suelo. Dando bandazos conseguí ponerme en pie. Todo me daba vueltas; no sabía dónde iba. A ciegas, mi mano encontró el sólido apoyo de una pared. Respiré unos segundos y me lancé en busca de la puerta de mi habitación.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba corriendo por el pasillo. Momentos después estaba asfixiándome porque mi collar de perlas tiraba en dirección contraria a la que me quería dirigir. Entonces se rompió. Las cuentas rodaron por el suelo con un millón de repiqueteos. Alcancé la barandilla de la escalera en el justo instante en que una sombra cruzaba detrás de mí. Cuando me giré, vi cómo el puño de un hombre se hundía en la mandíbula de Alfred. El hombre, fuera de sí, peleaba como un león. Algo me hizo perder el equilibrio. Rodé escaleras abajo. La negrura me engulló.
Cuando abrí los ojos de nuevo estaba en el hospital. La atenta mirada de Christopher me vigilaba. Lo había estado haciendo desde que me quedé inconsciente. Había sido él quien me había salvado de Alfred. Michael también estaba allí.
Fue horrible, queridos; tan horrible que las palabras se quedan cortas para expresar la tenebrosidad que envuelve todo cuanto sentí aquella fatídica noche.
Siempre vuestra, y compungida
Pamela
Etiquetas: Alfred, Christopher, Mi vida, Michael