Mar de oscuridad
martes, octubre 31
Queridos amigos virtuales,
Con gran esfuerzo, he decidido encender mi portátil para dejar fluir las letras a través de mis dedos a pesar de la gran energía que me requiere en este oscuro momento.
Estoy deprimida, ése es el motivo por el que no he escrito desde agosto. Mi alegría se niega a despertar del sueño en el que parece haberse sumido desde que Alfred me atacó. Es como si hubiera entrado en coma, como si se hubiera arremangado la falda y se hubiera ido de puntillas por la puerta de atrás para no volver jamás.
Ocurrió poco a poco. Casi ni me di cuenta de que me sumía en las profundidades del mar de penumbras en el que me encuentro cual sirena ciega. Es como si yo fuera una tienda de moda que poco a poco ha ido perdiendo clientes, cuya ropa se ha quedado silenciosamente anticuada, hasta que un buen día te das cuenta de que has cerrado la persiana. ¡Horrible, queridos míos!
En la soledad de mi habitación sólo una presencia me hace compañía: mi copa de cristal de bohemia y mi imprescindible botella de martini, que día tras día aparece llena como por arte de magia. Ni siquiera oso mirarme al espejo porque tengo miedo de encontrarme con otra en el cristal que no sea yo. Puede ser que la Pamela que yo era se haya diluido en aquella cama en la que Alfred me intentó ultrajar, diluida como unas gotas de zumo de arándanos en un cosmopolitan, perdida para siempre.
De seguro debo estar horrible como nunca porque desde la última sesión con mi psicoanalista no he vuelto a hacerme la manicura ni a peinarme. ¡Sí, queridos, sé que es pecado mortal! No puedo soportar lo que debéis estar pensando de mí. Incluso los ojos se me humedecen de la vergüenza. ¡Tres días sin ir a la peluquería ni hacerme la manicura! Mis uñas perfectas ya no están perfectas. Ni siquiera yo misma puedo soportarme.
Me gustaría desaparecer y que Christopher, Michael, Marco, Gregor o Alessandro no volvieran a picar a mi puerta. No pueden verme en este estado; nunca lo permitiré. Quisiera convertirme en mota de polvo para escapar con el primer soplo de brisa que salga por la ventana. Ah, mis queridos y masculinos amigos, si supierais cuánto os necesito en la distancia.
Y esa maldita mujer, esa Samantha, ¿quién se cree que es para venir a llamar a mi puerta? Ella es la más insistente. Cada día vuelve sin falta para que le abra la puerta, para ayudarme, dice. ¿Cree que es un duende de la suerte que podrá solucionar mis quebraderos mentales con su varita mágica cual hada madrina? Además, ella tiene pinta de ser la malvada bruja del cuento camuflada bajo la piel de una atractiva mujer, enigmática y seductora. Pero no morderé la manzana.
Ahora os debo dejar, queridos. Mi psicoanalista está a punto de llegar y aún tengo que esconder todo rastro del martini porque me lo ha prohibido. Dice que en este momento no me ayuda, aunque para mí es el yate que me mantiene a flote.
Siempre vuestra, y sumida en la oscuridad
Pamela
Con gran esfuerzo, he decidido encender mi portátil para dejar fluir las letras a través de mis dedos a pesar de la gran energía que me requiere en este oscuro momento.
Estoy deprimida, ése es el motivo por el que no he escrito desde agosto. Mi alegría se niega a despertar del sueño en el que parece haberse sumido desde que Alfred me atacó. Es como si hubiera entrado en coma, como si se hubiera arremangado la falda y se hubiera ido de puntillas por la puerta de atrás para no volver jamás.
Ocurrió poco a poco. Casi ni me di cuenta de que me sumía en las profundidades del mar de penumbras en el que me encuentro cual sirena ciega. Es como si yo fuera una tienda de moda que poco a poco ha ido perdiendo clientes, cuya ropa se ha quedado silenciosamente anticuada, hasta que un buen día te das cuenta de que has cerrado la persiana. ¡Horrible, queridos míos!
En la soledad de mi habitación sólo una presencia me hace compañía: mi copa de cristal de bohemia y mi imprescindible botella de martini, que día tras día aparece llena como por arte de magia. Ni siquiera oso mirarme al espejo porque tengo miedo de encontrarme con otra en el cristal que no sea yo. Puede ser que la Pamela que yo era se haya diluido en aquella cama en la que Alfred me intentó ultrajar, diluida como unas gotas de zumo de arándanos en un cosmopolitan, perdida para siempre.
De seguro debo estar horrible como nunca porque desde la última sesión con mi psicoanalista no he vuelto a hacerme la manicura ni a peinarme. ¡Sí, queridos, sé que es pecado mortal! No puedo soportar lo que debéis estar pensando de mí. Incluso los ojos se me humedecen de la vergüenza. ¡Tres días sin ir a la peluquería ni hacerme la manicura! Mis uñas perfectas ya no están perfectas. Ni siquiera yo misma puedo soportarme.
Me gustaría desaparecer y que Christopher, Michael, Marco, Gregor o Alessandro no volvieran a picar a mi puerta. No pueden verme en este estado; nunca lo permitiré. Quisiera convertirme en mota de polvo para escapar con el primer soplo de brisa que salga por la ventana. Ah, mis queridos y masculinos amigos, si supierais cuánto os necesito en la distancia.
Y esa maldita mujer, esa Samantha, ¿quién se cree que es para venir a llamar a mi puerta? Ella es la más insistente. Cada día vuelve sin falta para que le abra la puerta, para ayudarme, dice. ¿Cree que es un duende de la suerte que podrá solucionar mis quebraderos mentales con su varita mágica cual hada madrina? Además, ella tiene pinta de ser la malvada bruja del cuento camuflada bajo la piel de una atractiva mujer, enigmática y seductora. Pero no morderé la manzana.
Ahora os debo dejar, queridos. Mi psicoanalista está a punto de llegar y aún tengo que esconder todo rastro del martini porque me lo ha prohibido. Dice que en este momento no me ayuda, aunque para mí es el yate que me mantiene a flote.
Siempre vuestra, y sumida en la oscuridad
Pamela
Etiquetas: Mi vida