Aguas turbulentas
viernes, marzo 23
Queridos amigos virtuales,
Tras averiguar el lugar de origen del anillo, mis zapatos de tacón me deslizaron con presteza hasta mi elegante limusina pero, esta vez, en lugar de sentarme en la parte de atrás como solía hacer siempre, abrí la puerta y me senté junto al asiento del conductor, al lado de mi querido Christopher. Él miraba por la ventanilla, ausente, y lo miré fijamente sin pronunciar palabra hasta que mi mirada entró en contacto con la suya. Sus ojos eran pozos cargados de una increíble tristeza de color castaño, aunque seguían siendo increíblemente penetrantes y conservaban intacto su ímpetu salvaje.
Me preguntó qué ocurría, visiblemente extrañado porque hubiera entrado por la parte delantera del coche, y yo sólo le respondí que tenía una sorpresa para él, y que hoy iba a ser un día muy especial. Me sentí extraordinariamente bien cuando vi que sus labios trazaban una perfecta sonrisa, pues ello indicaba que no sólo estaba dispuesto a recibirla, sino que estaba contento de hacerlo. Mi alma se llenó de una corriente de súbita emoción contenida que se reflejó en una silenciosa carcajada en el estómago.
El coche arrancó, los neumáticos giraron como locos y el destino comenzó a girar con ellos, y en ese momento fui consciente de cómo su engranaje se ponía en marcha de nuevo. A pesar de los nubarrones que cubrían el cielo, podía sentir el brillo del sol, y por la perpetua sonrisa y las miradas de soslayo de curiosidad de Christopher, yo hubiera dicho que él también.
Un par de horas después, la limusina llegó a su destino y se adentró entre las paredes sagradas de mi más importante santuario después de la joyería: mi maravilloso centro de belleza y salud. Christopher me miró con extrañeza, pero yo le insté a que no hiciera preguntas. Al verme, mi querida Brenda acudió a recibirme y saludarme con su habitual derroche de afectuosa cortesía.
Brenda era una joven menuda y grácil pero recia y tenaz, de movimientos elegantes sin ser superfluos, llena de una gran vitalidad que daba la impresión que contagiaba a los que la rodeaban sin dejar de lado unas exquisitas maneras. En alguna de mis visitas, la había visto dar órdenes a diestro y siniestro con absoluta discreción, tenía la extraña cualidad de conseguir que sus empleados sintieran un profundo respeto por su profesionalidad y, en consecuencia, se mostraran muy predispuestos a cumplir sus peticiones con la mayor efectividad y complacencia posibles. Era una de esas personas que tienen la virtud de la hechicería de su parte y, la verdad, es que debo confesar que temía por dejar en sus hábiles manos a mi vulnerable Christopher, sobretodo cuando al presentárselo vi un brillo inusual en sus grandes ojos color miel.
Christopher se mostraba tímido en todo momento, y parecía sentirse avergonzado ante la idea de campar en ropa de baño por el balneario del centro, ante señoritas que estaba segura de que le mirarían con la lujuria revoloteando en las pupilas como pequeños lobos hambrientos. Y no era para menos, porque en cuanto llegamos al jacuzzi y le obligué a quitarse el albornoz, ante sus continuas negativas de desnudarse y meterse en el agua, una ola de fuego me recorrió desde la punta de las uñas de los pies al último de mis rubios cabellos y, aunque suene de lo más vulgar, ya no estaba segura de si las burbujas eran causadas por el aparato o porque el agua que había a mi alrededor estaba hirviendo. Oh, queridos, Christopher tenía un cuerpo tan increíblemente masculino, esbelto y escultural, que durante unos minutos fui incapaz de pronunciar palabra, absorta en contemplarlo como estaba. Era un adonis latino esculpido en mármol moreno.
Anclé mi mirada a sus ojos, intentando no apartarla de ellos y desviarme a cualquiera de los puntos que me desconcentraban irremisiblemente de la conversación, haciendo que de repente pareciera tener menos luces que la sauna oscura de vapor en la que nos acabábamos de introducir. Incluso temí que Christopher pensara, y con razón, que realmente hablaba como la rubia natural que yo era, por lo que se suele decir de las rubias, queridos.
Al adentrarnos en las aguas de la piscina de frutas ya había conseguido retomar más o menos el control de mi mente, aunque era un control aparente que era perfectamente consciente que podría perder en cualquier momento. Me sorprendí deseando ser la piel de una de las naranjas que acariciaban el cuerpo de Christopher. ¡Yo, una piel de naranja! Ni en mis más oscuras pesadillas hubiera imaginado que desearía ser piel de naranja, qué horror, queridos. Desde luego, Christopher estaba afectándome de una forma que me sorprendía enormemente.
Pasó el tiempo entre hidromasajes, cascadas de ensueño en entornos tropicales y baños de algas, aceites y hierbas ideales para dejar la piel completamente perfecta, y llegó el momento de los maravillosos masajes relajantes. Brenda estuvo a punto de separarnos para atendernos en salas diferentes, como era habitual, pero le pedí el favor de que nos atendiera juntos. Aunque al principio se mostró reticente, pues saltaba a la vista que quería quedarse a Christopher para atenderle como estoy segura que merecía, no tardó en acceder cuando me inventé que este era mi regalo de cumpleaños para él y que, en consecuencia, queríamos compartirlo juntos. Había ganado el primer asalto.
Como había sospechado desde el comienzo, Brenda se iba a ocupar de atender a Christopher. Debo reconocer que la idea de que las manos de la joven le proporcionaran el placer de un masaje Shiatsu me resultaba tan espinosa como si tuviera en la cabeza un jardín de rosas. Francamente, con esa tensión mi energía vital difícilmente iba a fluir como debía durante el masaje para que me resultara relajante y reparador.
—Brenda, ¿serías tan amable de hacerme hoy tú el masaje?
—Hoy se encargará Valentino. Ya lo conoces, Pamela, es uno de nuestros mejores masajistas especializados en técnicas orientales.
—Es que, verás, querida... —Miré a Valentino—. No pretendo ser descortés contigo, querido, nada más lejos de la realidad, pues eres increíblemente bueno con las manos, nunca había visto nada igual, pero es que de todos los masajistas que he probado, ninguno me ha aliviado tanto la incómoda sensación que me transmite el disco intervertebral entre la sexta y la séptima vértebra lumbar como Brenda —en aquel momento recé a Christian Dior para que lo que estaba diciendo tuviera algún sentido para ellos—. No sé, tiene algo diferente que mi espalda nota sensiblemente —cuando acabé de hablar, todos me miraron con cara de estupefacción. Sentí esos segundos como milenios de incertidumbre.
—De acuerdo —respondió Brenda ante mi alivio—. Tú mejor que nadie debes sentir el efecto del masaje sobre tu espalda. ¿El disco intervertebral has dicho, verdad? Pues adelante —sea como fuere, y a pesar del leve toque de ironía de su voz, el segundo asalto también había sido mío—. Valentino, ocúpate tú del Señor Christopher, si eres tan amable.
Me quedé tranquila y relajada, porque aunque Valentino hubiera sido el hombre más gay sobre la faz de la tierra, no me hubiera importado que pusiera sus manos sobre la escultura que era Christopher. Ambos disfrutamos del masaje. Sentí que mi energía vital fluía bajo la influencia de las hábiles manos de Brenda y cómo siglos de verdadero arte japonés revitalizaban mi piel y bañaban mi cuerpo con una sensación de absoluto bienestar.
Después, totalmente renovados, nos dirigimos a la última fase de la terapia del día: el flotarium. Se trataba de unas cápsulas individuales, acústicamente aisladas, que contenían treinta centímetros de agua salada a una agradable temperatura y con la misma densidad que la del Mar Muerto, en la que flotabas literalmente llevando el cuerpo a un estado de relajación tal, que esa hora de sueño allí equivalía a cuatro horas de descanso normales.
Estaba yo pensando en qué vestido me pondría esa misma noche para la cena a la que pensaba invitar a Christopher mientras me sentía como un nenúfar flotando en aguas tranquilas, cuando escuché un ruido retumbar en el agua. Pensé que eso no podía ser puesto que las cápsulas estaban aisladas, a menos que... Me incorporé y abrí la compuerta de la cápsula. Allí no había nadie, pero escuché un nuevo golpe. Abrí la cápsula de Christopher y, horrorizada, lo encontré llorando desconsoladamente con el puño ensangrentado. Al principio tuve miedo al ver la malsana ira que reverberaba en su mirada, pero luego el afecto que le profeso pudo más y me acerqué a él poco a poco hasta que le abracé, sintiéndome como una domadora de leones. Se fue calmando, y al final se quedó completamente dormido.
Allí, sin poder moverme y rodeada de un silencio abismal, viví la hora más larga y acalorada de mi vida. Debo confesar que me sentí muy culpable por Christopher, pues mientras él no estaba pasando por buenos momentos yo estaba viéndome acosada por los groseros duendes de la lujuria, que veía saltar alrededor poseídos por una frenética energía y me incitaban a tener todo tipo de pensamientos pecaminosos que no mencionaré aquí por puro recato. Pero es que sentir el peso de su cuerpo, acariciar su suave piel morena, sentir el olor de su pelo, y tan sólo cubierto con un pequeñísimo slip... queridos, fue demasiado para mí.
Me ruboricé hasta límites inimaginables cuando Brenda vino a despertarnos del sueño relajante en el que se suponía que estábamos sumidos y nos vio juntos, malinterpretando la escena como era natural. Como pude, le di las explicaciones que se me ocurrieron, llena de vergüenza, pero la expresión de su cara no varió ni un ápice cuando me repetía las normas y toda una retahíla de explicaciones sobre la reputación del balneario, el protocolo y el saber estar. Estaba tan enfadada que ni siquiera dejó a Christopher expresarse. En conclusión, lo que a mí me pareció era que los celos estaban carcomiéndole el corazón porque claramente había perdido todos los asaltos y, con ellos, la guerra.
Siempre vuestra, y acalorada
Pamela
Tras averiguar el lugar de origen del anillo, mis zapatos de tacón me deslizaron con presteza hasta mi elegante limusina pero, esta vez, en lugar de sentarme en la parte de atrás como solía hacer siempre, abrí la puerta y me senté junto al asiento del conductor, al lado de mi querido Christopher. Él miraba por la ventanilla, ausente, y lo miré fijamente sin pronunciar palabra hasta que mi mirada entró en contacto con la suya. Sus ojos eran pozos cargados de una increíble tristeza de color castaño, aunque seguían siendo increíblemente penetrantes y conservaban intacto su ímpetu salvaje.
Me preguntó qué ocurría, visiblemente extrañado porque hubiera entrado por la parte delantera del coche, y yo sólo le respondí que tenía una sorpresa para él, y que hoy iba a ser un día muy especial. Me sentí extraordinariamente bien cuando vi que sus labios trazaban una perfecta sonrisa, pues ello indicaba que no sólo estaba dispuesto a recibirla, sino que estaba contento de hacerlo. Mi alma se llenó de una corriente de súbita emoción contenida que se reflejó en una silenciosa carcajada en el estómago.
El coche arrancó, los neumáticos giraron como locos y el destino comenzó a girar con ellos, y en ese momento fui consciente de cómo su engranaje se ponía en marcha de nuevo. A pesar de los nubarrones que cubrían el cielo, podía sentir el brillo del sol, y por la perpetua sonrisa y las miradas de soslayo de curiosidad de Christopher, yo hubiera dicho que él también.
Un par de horas después, la limusina llegó a su destino y se adentró entre las paredes sagradas de mi más importante santuario después de la joyería: mi maravilloso centro de belleza y salud. Christopher me miró con extrañeza, pero yo le insté a que no hiciera preguntas. Al verme, mi querida Brenda acudió a recibirme y saludarme con su habitual derroche de afectuosa cortesía.
Brenda era una joven menuda y grácil pero recia y tenaz, de movimientos elegantes sin ser superfluos, llena de una gran vitalidad que daba la impresión que contagiaba a los que la rodeaban sin dejar de lado unas exquisitas maneras. En alguna de mis visitas, la había visto dar órdenes a diestro y siniestro con absoluta discreción, tenía la extraña cualidad de conseguir que sus empleados sintieran un profundo respeto por su profesionalidad y, en consecuencia, se mostraran muy predispuestos a cumplir sus peticiones con la mayor efectividad y complacencia posibles. Era una de esas personas que tienen la virtud de la hechicería de su parte y, la verdad, es que debo confesar que temía por dejar en sus hábiles manos a mi vulnerable Christopher, sobretodo cuando al presentárselo vi un brillo inusual en sus grandes ojos color miel.
Christopher se mostraba tímido en todo momento, y parecía sentirse avergonzado ante la idea de campar en ropa de baño por el balneario del centro, ante señoritas que estaba segura de que le mirarían con la lujuria revoloteando en las pupilas como pequeños lobos hambrientos. Y no era para menos, porque en cuanto llegamos al jacuzzi y le obligué a quitarse el albornoz, ante sus continuas negativas de desnudarse y meterse en el agua, una ola de fuego me recorrió desde la punta de las uñas de los pies al último de mis rubios cabellos y, aunque suene de lo más vulgar, ya no estaba segura de si las burbujas eran causadas por el aparato o porque el agua que había a mi alrededor estaba hirviendo. Oh, queridos, Christopher tenía un cuerpo tan increíblemente masculino, esbelto y escultural, que durante unos minutos fui incapaz de pronunciar palabra, absorta en contemplarlo como estaba. Era un adonis latino esculpido en mármol moreno.
Anclé mi mirada a sus ojos, intentando no apartarla de ellos y desviarme a cualquiera de los puntos que me desconcentraban irremisiblemente de la conversación, haciendo que de repente pareciera tener menos luces que la sauna oscura de vapor en la que nos acabábamos de introducir. Incluso temí que Christopher pensara, y con razón, que realmente hablaba como la rubia natural que yo era, por lo que se suele decir de las rubias, queridos.
Al adentrarnos en las aguas de la piscina de frutas ya había conseguido retomar más o menos el control de mi mente, aunque era un control aparente que era perfectamente consciente que podría perder en cualquier momento. Me sorprendí deseando ser la piel de una de las naranjas que acariciaban el cuerpo de Christopher. ¡Yo, una piel de naranja! Ni en mis más oscuras pesadillas hubiera imaginado que desearía ser piel de naranja, qué horror, queridos. Desde luego, Christopher estaba afectándome de una forma que me sorprendía enormemente.
Pasó el tiempo entre hidromasajes, cascadas de ensueño en entornos tropicales y baños de algas, aceites y hierbas ideales para dejar la piel completamente perfecta, y llegó el momento de los maravillosos masajes relajantes. Brenda estuvo a punto de separarnos para atendernos en salas diferentes, como era habitual, pero le pedí el favor de que nos atendiera juntos. Aunque al principio se mostró reticente, pues saltaba a la vista que quería quedarse a Christopher para atenderle como estoy segura que merecía, no tardó en acceder cuando me inventé que este era mi regalo de cumpleaños para él y que, en consecuencia, queríamos compartirlo juntos. Había ganado el primer asalto.
Como había sospechado desde el comienzo, Brenda se iba a ocupar de atender a Christopher. Debo reconocer que la idea de que las manos de la joven le proporcionaran el placer de un masaje Shiatsu me resultaba tan espinosa como si tuviera en la cabeza un jardín de rosas. Francamente, con esa tensión mi energía vital difícilmente iba a fluir como debía durante el masaje para que me resultara relajante y reparador.
—Brenda, ¿serías tan amable de hacerme hoy tú el masaje?
—Hoy se encargará Valentino. Ya lo conoces, Pamela, es uno de nuestros mejores masajistas especializados en técnicas orientales.
—Es que, verás, querida... —Miré a Valentino—. No pretendo ser descortés contigo, querido, nada más lejos de la realidad, pues eres increíblemente bueno con las manos, nunca había visto nada igual, pero es que de todos los masajistas que he probado, ninguno me ha aliviado tanto la incómoda sensación que me transmite el disco intervertebral entre la sexta y la séptima vértebra lumbar como Brenda —en aquel momento recé a Christian Dior para que lo que estaba diciendo tuviera algún sentido para ellos—. No sé, tiene algo diferente que mi espalda nota sensiblemente —cuando acabé de hablar, todos me miraron con cara de estupefacción. Sentí esos segundos como milenios de incertidumbre.
—De acuerdo —respondió Brenda ante mi alivio—. Tú mejor que nadie debes sentir el efecto del masaje sobre tu espalda. ¿El disco intervertebral has dicho, verdad? Pues adelante —sea como fuere, y a pesar del leve toque de ironía de su voz, el segundo asalto también había sido mío—. Valentino, ocúpate tú del Señor Christopher, si eres tan amable.
Me quedé tranquila y relajada, porque aunque Valentino hubiera sido el hombre más gay sobre la faz de la tierra, no me hubiera importado que pusiera sus manos sobre la escultura que era Christopher. Ambos disfrutamos del masaje. Sentí que mi energía vital fluía bajo la influencia de las hábiles manos de Brenda y cómo siglos de verdadero arte japonés revitalizaban mi piel y bañaban mi cuerpo con una sensación de absoluto bienestar.
Después, totalmente renovados, nos dirigimos a la última fase de la terapia del día: el flotarium. Se trataba de unas cápsulas individuales, acústicamente aisladas, que contenían treinta centímetros de agua salada a una agradable temperatura y con la misma densidad que la del Mar Muerto, en la que flotabas literalmente llevando el cuerpo a un estado de relajación tal, que esa hora de sueño allí equivalía a cuatro horas de descanso normales.
Estaba yo pensando en qué vestido me pondría esa misma noche para la cena a la que pensaba invitar a Christopher mientras me sentía como un nenúfar flotando en aguas tranquilas, cuando escuché un ruido retumbar en el agua. Pensé que eso no podía ser puesto que las cápsulas estaban aisladas, a menos que... Me incorporé y abrí la compuerta de la cápsula. Allí no había nadie, pero escuché un nuevo golpe. Abrí la cápsula de Christopher y, horrorizada, lo encontré llorando desconsoladamente con el puño ensangrentado. Al principio tuve miedo al ver la malsana ira que reverberaba en su mirada, pero luego el afecto que le profeso pudo más y me acerqué a él poco a poco hasta que le abracé, sintiéndome como una domadora de leones. Se fue calmando, y al final se quedó completamente dormido.
Allí, sin poder moverme y rodeada de un silencio abismal, viví la hora más larga y acalorada de mi vida. Debo confesar que me sentí muy culpable por Christopher, pues mientras él no estaba pasando por buenos momentos yo estaba viéndome acosada por los groseros duendes de la lujuria, que veía saltar alrededor poseídos por una frenética energía y me incitaban a tener todo tipo de pensamientos pecaminosos que no mencionaré aquí por puro recato. Pero es que sentir el peso de su cuerpo, acariciar su suave piel morena, sentir el olor de su pelo, y tan sólo cubierto con un pequeñísimo slip... queridos, fue demasiado para mí.
Me ruboricé hasta límites inimaginables cuando Brenda vino a despertarnos del sueño relajante en el que se suponía que estábamos sumidos y nos vio juntos, malinterpretando la escena como era natural. Como pude, le di las explicaciones que se me ocurrieron, llena de vergüenza, pero la expresión de su cara no varió ni un ápice cuando me repetía las normas y toda una retahíla de explicaciones sobre la reputación del balneario, el protocolo y el saber estar. Estaba tan enfadada que ni siquiera dejó a Christopher expresarse. En conclusión, lo que a mí me pareció era que los celos estaban carcomiéndole el corazón porque claramente había perdido todos los asaltos y, con ellos, la guerra.
Siempre vuestra, y acalorada
Pamela
Etiquetas: Mi vida