Malhechora por un día

domingo, mayo 11


Queridos amigos virtuales,

Mientras Alessandro se cambiaba de ropa en el taxi, le conté lo ocurrido. Le intentaba transmitir hasta el más mínimo detalle porque ésa sería la versión exacta que tendría que contar al Subinspector Castillo, y debía ser creíble sin lugar a dudas. Alessandro sería James mientras estuviésemos en comisaría.

– Pamela, ¿qué te pasa? –protestó Alessandro–. Tienes que explicarme bien lo que te pasó con tu amigo para no equivocarme.
– Perdona, querido, es que estoy un poco mareada.
– ¿Estás bien?
– Sí, es de no comer.
– ¿No has comido todavía?
– No he tenido tiempo –respondí.
– Habérmelo dicho y hubiera cogido algo del bar.
– Gracias, querido. No se me ocurrió decírtelo.
– Bueno. Continúa, cuéntame otra vez lo que pasó.

Fui mala, queridos, lo confieso, porque miré cuando Alessandro se cambiaba con la excusa de estar contándole la historia, y debo reconocer que su piel morena no me dejó indiferente. Me hizo recordar aquel día, en su casa, y unas diminutas manos de fuego intentaron abrasarme las medias sin compasión. Era tan atractivo, tan magnético y tan enigmático, que de estar en otro lugar me hubiera dado igual que tuviera novia, e incluso que le gustaran los hombres. ¿Quizá el hecho de traspasar la barrera de la ley me estaba transformando en una malhechora sin escrúpulos? O puede que me estuviera turbando la falta de alimento. En cualquier caso, sólo la idea de salvar a mi querido Christopher me hizo mantener la cabeza fría para continuar con el plan.

No hubiera acudido a Alessandro de no haber necesitado su ayuda con tanta urgencia. De hecho, hacía casi un mes que le evitaba, por eso no había vuelto a ir a la sala de fiestas del hotel. En nuestra última conversación me habló por primera vez de su vida privada, de su relación con Agnieszka, y de nuevo sentí que me hería el orgullo al insultar mi inteligencia cuando hizo ver que no había pasado nada entre nosotros. Sin embargo, todavía sentía un aprecio especial por él. Eso no podía negarlo, y me daba un poco de rabia.

– Hemos llegado –anunció la taxista.
– Aquí tiene –dije al compensarle magnánimamente–. ¿Sería tan amable de esperarnos? Enseguida volvemos.
– No se preocupe –contestó el conductor con satisfacción–. Espero.
– Creo que lo importante ya está claro. Bueno, más o menos –dudó Alessandro. Después cerró los ojos e inspiró hondo–. En realidad tampoco hay mucho que contar: me subí a la limusina cuando Chris estaba en el hotel para gastarte una broma y al final te llevé a la clínica de Michael, ¿no?
– Me encuentro un poco ofuscada y nerviosa –confesé mientras abría la puerta del taxi.
– Pamela, no te preocupes –me tranquilizó él, cogiéndome del brazo para que me diera la vuelta y le mirase a los ojos. Me vi reflejada en la negra superficie de sus pupilas–. Todo saldrá bien.
– Gracias, Alessandro. Gracias por ayudarme –agradecí, acariciándole la mejilla con la mano casi sin darme cuenta. Él sonrió, aunque después se puso tenso y se apartó.
– No hay de qué. Además, Chris también es amigo mío.
– Por supuesto. ¿Vamos? –Sentí que un extraño impulso entraba en mí, lleno de una fuerza sombría.
– Adelante.

Entré en comisaría sintiéndome como una heroína salida de la oscuridad, envuelta en un halo de tormenta y chasqueando mi látigo, y acompañada por uno de mis mejores esbirros. Cuando el Subinspector Castillo pudo atendernos, tomó declaración a Alessandro y dijo que me llamaría en cuanto supiese algo de la denunciante. Esta vez su tono no fue tan condescendiente como la primera vez. Le di las gracias por su eficiencia, pero me negué a marcharme, aduciendo que esperaría hasta que tuviera una respuesta. Si el Subinspector creía que iba a dejar que Christopher pasara la noche entre maleantes, es que no me conocía en absoluto.

Ya no había vuelta atrás. Desde ese momento estaba al margen de la ley. Era una malhechora.

Y, de súbito, me sentí poderosa.

Poderosamente vuestra,
Pamela

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