Tres son multitud
lunes, mayo 29
Después de mi accidentado encuentro con él en el hospital, finalmente tuve mi cita con Michael. Nos encontramos a las doce del mediodía del sábado en la terraza de mi club social, club al que él también pertenece y que suele visitar con frecuencia para jugar al tenis. Hacía un sol espléndido. El calor hubiera sido insoportable si no fuera por el aire acondicionado y la sombra de mi parasol.
Como siempre, nada más atravesar la puerta del club, las arpías que pululan como moscas por allí se pusieron a murmurar sobre mi persona lanzando miradas de soslayo, aunque esta vez no estaba dispuesta a prestarles la menor atención. Era obvio que nunca la habían merecido, pero ese día todavía menos. Sin embargo, he de admitir que esta vez tenían motivos para murmurar. Christopher caminaba a mi lado tan espléndido como esa mañana de primavera. Yo estaba disfrutando del momento, cogida de su brazo, suponiendo lo que todas esas arpías debían estar pensando. La envidia las corroía, sin duda. Pude leerlo en sus miradas y en la velocidad del movimiento de sus lenguas pérfidas.
Llegué hasta la mesa de la terraza en la que Michael me esperaba. Iba vestido con su ropa deportiva y llevaba una cinta en la cabeza. Al verme, dejó sobre la mesa la copa de agua de la que estaba bebiendo. Christopher se retiró unos metros para darnos intimidad y nos pusimos a charlar animadamente. La conversación fue muy agradable. Hablamos sobre muchas cosas, entre ellas sobre lo ocurrido en la fiesta de máscaras de Alfred. Como sospechaba, mi nuevo Versace me infundió el valor que necesitaba para contarle la forma en que yo lo había vivido todo.
Le conté que a pesar de que no me arrepentía y de que había disfrutado de la experiencia, me había sentido engañada tanto por Alfred como por él. Por Alfred por no haberme avisado del cariz de la fiesta, y por él por no haberme revelado su identidad antes de lo ocurrido en la habitación de la cama redonda.
Michael me dio la razón y se disculpó por haber obrado mal, a pesar de que al verme allí con Alfred pensó que yo ya sabía de qué iba todo aquello. Concluimos que ambos habíamos disfrutado de aquella experiencia como adultos, y que como adultos no iba a cambiar nada entre nosotros. Pero la verdad es, queridos, que en aquel mismo instante me sorprendí preguntándome cuántas otras veces habría participado Michael en una de aquellas fiestas, y acto seguido no pude evitar imaginármelo desnudo sobre una cama. Me levanté lo más rápido que pude para que no notara mi bochorno, disculpándome con la excusa de ir al tocador. Me di la vuelta y lo que vi me crispó los nervios.
Allí, cerca de la barra, Christopher estaba ayudando a una mujer a levantarse del suelo. Al parecer se había resbalado delante de él. El caso es que ella se agarraba con demasiadas confianzas a su cuello, lo cual hizo que los pelos de mi nuca se erizaran al instante.
La mujer era atractiva, eso no podía negarlo. Su piel era tan blanca como negro era su pelo. Llevaba el esbelto cuerpo cubierto por un bikini de escándalo que realzaba el tono de su piel. Por lo visto debía venir de la piscina. Christopher se agachó a recoger su pareo, que se acababa de desprender de sus piernas dejando al aire un pequeño tatuaje de lo que parecía ser una gatita salvaje.
―Christopher ―le dije. No sabía por qué, pero quería apartarlo de ella―, necesito que me acompañes.
―¡Ah! ―exclamó ella dirigiéndose a él―. Así que te llamas Christopher. ¿Puedo llamarte Chris? ―Le tendió la mano con la única intención, evidentemente, de recibir los labios de Christopher sobre la piel. Él, obviamente por no ser descortés, correspondió como debía. «¿Cómo se atreve a llamarle Chris? Esa mujer es una atrevida», pensé―. Yo soy Samantha, y tú eres...
―Pamela. Pamela Débora Serena ―repliqué secamente. Samantha se me quedó mirando fijamente sin decir nada. Escrutándome.
No sé si fue mi imaginación, pero me pareció distinguir un desafío latente en la mirada felina de aquella misteriosa mujer. Su presencia me causaba un extraño efecto, me resultaba inquietante y familiar al mismo tiempo. Intenté hacer memoria, pero me daba la impresión de que era la primera vez que la veía en el club.
Después de eso se despidió con una sonrisa más dirigida a Christopher que a mí, y se marchó contoneándose con mucho estilo, tengo que reconocerlo. Tanto que cuando miré de nuevo a Christopher le sorprendí observándola como hipnotizado.
Unos celos infantiles me asaltaron de pronto, haciéndome enrojecer como una cereza madura. Samantha se giró de nuevo para mostrarme su desafiante mirada de ojos negros. Entonces me vi asaltada por la necesidad de hacer algo para atraer la atención de Christopher, algo que también viera Samantha para que le quedara claro que estaba fuera de su alcance.
Puse la pose más sexy que se me ocurrió. Una mano en la pierna derecha, la cabeza hacia la izquierda, la cintura en un giro sinuoso y la pierna izquierda abierta hacia fuera de rodilla para abajo, con tan mala suerte que, al hacer un mal movimiento con el pie, el tacón de mi zapato se rompió y caí desplomada al suelo sobre mi pompis. Desde luego, conseguí llamar la atención de Christopher y Samantha, que me miraron inmediatamente, además de la atención del resto del mundo que había por allí. No recuerdo cuánto tiempo hacía que no pasaba tanta vergüenza. Deseé que me tragase la tierra para no soportar el bochorno de verme así ante dos hombres que tenía que ver a menudo en mi vida como Michael y Christopher y, sobre todo, ante la mirada escrutadora de esa mujer llamada Samantha.
Ella corrió a mi lado, tendiéndome la mano más rápido incluso que Christopher. Seguro que lo hizo para mostrarse en todo su esplendor ante la pobre que había quedado en ridículo delante de todos. Debía estar disfrutando por dentro, riéndose a mi costa y, además, quedando maravillosamente al tenderme su ayuda. No estaba dispuesta a consentirlo. A lo mejor a ellos podía engañarles, pero a mí no podría. Rechacé su mano y me levanté con la ayuda del brazo de Christopher, cuyo antebrazo se tensó a causa de mi liviano peso.
Ya de pie, me bebí de un solo sorbo el martini que había pedido antes intentando no atragantarme con la aceituna. Eché una mirada de fuego a Samantha y me despedí de Michael, marchándome del brazo de Christopher, tratando de reunir los pedazos de mi dignidad que habían quedado dispersos por allí como cuando una copa de cristal de bohemia estalla contra el suelo.
Siempre vuestra, y apesadumbrada
Pamela
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