La danza del agua

lunes, junio 30


Queridos amigos virtuales,

Las manos de mi fisioterapeuta eran nubes deslizándose por un valle en el que una manada de caballos salvajes galopaba en libertad. Las crines subían y bajaban con ímpetu cada vez que sus pasos aplastaban la tupida hierba. Ni su reflejo en las gélidas aguas del lago que yacía a sus pies conseguía alcanzarles. Se detuvieron de repente, frente una boca de piedra que tenía un pequeño sol en la garganta. Observaron su calidez con ojos tristes porque no podían alcanzarlo, pues un fino espejo de hielo les separaba de él.

—Hemos terminado —dijo Jabes satisfecho—. La escoliosis ha desaparecido y, como sus piernas son del mismo tamaño, no creo que regrese. Seguramente se debió a algún golpe que le desvió la cadera. De hecho, si no hubiera tardado tanto en venir a la segunda sesión no hubiera sido necesaria ni una tercera.
—Mmm... —gemí al intentar desperezarme—. El otro día estuve haciendo memoria, querido, y puede que tengas razón. Hace tiempo me caí por unas escaleras —afirmé mientras recordaba de nuevo mi desencuentro con Alfred. Últimamente, por uno u otro motivo, no paraba de recordarlo—. Oh, me has dejado como nueva. Nunca me habían hecho masajes así. Tu talento es increíble.
—Sólo tenía una contractura en la espalda —se rió, parpadeando con fuerza. La sonrisa de Jabes era bellísima—. Eso se soluciona con un poco de ejercicio, porque el cuerpo humano está diseñado para moverse —explicó mientras movía la pierna como un muñeco de plástico—. No lo olvide: el movimiento es vida.
—No lo olvidaré.
—La dejaré sola para que pueda vestirse.

Jabes salió de la habitación y, lentamente, me incorporé. Ni siquiera era consciente de que estaba en ropa interior porque ya me había acostumbrado a estar desnuda en su presencia. Respiré hondo para que el oxígeno volviera a activar mis funciones motrices, ya que aún estaba un poco atolondrada. Me vestí y me retoqué el maquillaje con ayuda de la polvera. Al dejarla noté que algo estaba vibrando en el bolso. Era otra llamada de Michael que me apresuré a finalizar.

En las últimas semanas no había dejado de llamarme. Si hubiera sabido donde vivía, estoy segura de que se hubiera presentado sin avisar. Sintiéndolo mucho, no tenía ánimos para hablar ni sobre altas traiciones ni conspiraciones. Cuando estuviera preparada sería yo quién le llamaría.

Llegué a casa con unas ganas terribles de servirme un delicioso vermouth como aperitivo. Puse música clásica, me encerré en mi habitación y me puse a leer, pero ni así pude silenciar los cantos de sirena que salían del mueble bar, exhortándome a que me ahogara en su ambrosía. Lancé el libro sobre la cama y me metí en la ducha, vertiendo sobre mí decenas de litros de agua fría. Tampoco funcionó. Se me ocurrió atarme al tronco de un árbol como Ulises, pero me pareció demasiado dramático.

Salí de la ducha y me extrañó no encontrar ninguna toalla. Christopher se había marchado después de traerme y Adam se encontraba regando el jardín, por lo que estaba sola en casa hasta que llegara el ama de llaves, al mediodía. Abrí la puerta del baño y oteé alrededor: no había tacones en la costa. Salí de puntillas cubriéndome los senos con las manos y dando pequeños saltitos, como si con eso pudiera hacerme invisible a ojos extraños.

Fue entonces cuando empezó a sonar el Claro de Luna de Beethoven, diluyendo los cantos de sirena del mueble bar. Las notas me rodearon como un velo y me sentí mágicamente liberada, como una ninfa cuyo único vestido fueran unas pocas gotas de agua dulce. No sé por qué, pero cerré los ojos y la música me arrastró. Los acordes me cogieron de las manos y mis pies se dejaron llevar por el pasillo en una danza improvisada, dejando un rastro de huellas líquidas.

Aquella sonata era una de las canciones preferidas de mi madre. La que solía poner cuando jugábamos al juego de las pistas los veranos que pasamos en esa casa.

Inconfundiblemente vuestra,
Pamela

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