Queridos amigos virtuales,
Tal vez el amor había saltado por la ventana. Quizá las flores de mi jardín habían olvidado el sabor de los besos. Tal vez mis sueños se habían ido a la cama, cansados, y al despertarse se habían dado cuenta de que estaban rotos, mientras las sábanas intentaban robarles los recuerdos. Pero no pensaba rendirme. Costara lo que costara pensaba encontrar el amor verdadero. Mi pamela era como un gramófono que, roto, repetía una y otra vez que todavía no era tarde, que me merecía ser feliz.
Como seguramente habréis supuesto, unos pensamientos así requerían un tratamiento de placer urgente, así que abrí el pomo de la puerta que tenía delante.
—¿Otra vez aquí? —
Jabes se rió—. Creía que el
problema ya estaba resuelto.
—Es que, verás, querido, creo que la columna se me ha vuelto a torcer.
—¿Ah, sí? —Uno de los duendes de la suspicacia le levantó una ceja con sus manitas.
—¡Es cierto! ¿No dudarás, acaso, de la palabra de una ingenua damisela?
—Por supuesto que no, y no hace falta que ponga cara de no haber roto un plato —carcajeó—. Es usted terrible. Desnúdese y veamos esa espalda —ordenó. Me llamó la atención que esas palabras me resultaran normales. Incluso no me sentí incómoda al desprenderme de la pamela.
—Y, de paso, ¿no podrías hacerme uno de esos maravillosos
masajes que tan bien se te dan? Creo que se me ha hecho un nudo en la espalda.
—Ya sabía yo que aquí había gato encerrado.
—¿Un gato? ¿Dónde? —musité, haciéndome la sueca.
—Veo que hoy está de buen humor.
—No creas, hago lo que puedo —repuse mientras me tumbaba en la camilla boca abajo.
—Otra vez ha olvidado quitarse el
colgante. ¿Siempre lo lleva puesto?
—No siempre —le contradije mientras intentaba quitármelo sin éxito—. ¿Te importa abrir la cadena?
—¿Es un regalo? —indagó mientras se peleaba con el cierre.
—Algo así. Me lo dejó mi madre al morir.
—Lo siento —señaló, poniéndose serio bruscamente—. No debí preguntar.
—Oh, no pasa nada, querido. Pasó cuando yo era muy pequeña —reconocí con naturalidad—. Lo tengo muy superado.
—Al menos le quedará su padre.
—No pretendo ser maleducada, pero no me apetece hablar de eso.
—Perdona, normalmente no suelo preguntar estas cosas. No sé qué me pasa —aseguró, parpadeando con fuerza como si dos duendecillos hubieran saltado sobre sus párpados.
—No pasa nada, aunque ya que estamos, ¿puedo preguntar yo a qué se debe tu curiosa forma de parpadear?
—¿Mi forma de parpadear? —repitió mientras me palpaba la espalda—. Ah, te refieres a mi tic.
—¿Es un tic?
—La columna está en su sitio, no hay rastro de escoliosis —anunció mientras me ungía de aceite para empezar a masajearme—. Sí, me pasa desde pequeño. Aparece cuando estoy nervioso, en épocas de estrés o cuando tengo ansiedad.
—Querido, desde que yo te conozco parpadeas así. ¿Es que estás estresado?
—Trabajo mucho últimamente.
—Pues trabaja menos y todo arreglado, ¿no?
—Las cosas no son tan simples. Tengo responsabilidades.
—Oh.
—Al igual que tú, yo tampoco tengo madre. Murió en un accidente, junto con mi padre —explicó. Su tono de voz no expresaba emoción alguna, como si el corazón se le hubiera convertido en piedra.
—Querido, lo lamento mucho —dije mientras, a través del hueco de la camilla, veía cómo un duende que no había visto nunca pasaba corriendo por el suelo. Sólo se detuvo a mirarme una fracción de segundo, pero su sonrisa me provocó un escalofrío.
—Salimos a navegar y hubo una explosión —reveló Jabes. Su masaje se intensificó—. Fue un milagro que mi hermano y yo sobreviviéramos, aunque él no tuvo tanta suerte como yo y sufrió una lesión medular, por eso está en silla de ruedas.
—Santo cielo —susurré.
Imaginé que Jabes me contaba todo aquello porque necesitaba desahogarse. Entonces recordé la conversación del
otro día con
Carla, en la que me hizo algunas confidencias sobre su vida personal, y me di cuenta de que, cuando se tiene los oídos dispuestos a escuchar, la gente tiende a contarte cosas sobre sus vidas. Tomé nota mental sobre este importante descubrimiento, para tenerlo en cuenta en el futuro, y seguí escuchando a mi fisioterapeuta.
—Mi hermano sólo tenía doce años cuando ocurrió. Yo dieciocho —añadió. Sus manos me estaban taladrando la espalda, pero no me atreví a interrumpirle—. La vida nos dio un giro de ciento ochenta grados, y desde entonces he cuidado de él.
—Y por eso trabajas tanto —deduje.
—Están haciendo grandes avances en los tratamientos de lesiones medulares, pero son extremadamente caros y hay que viajar a otros países. Además quiero montar mi propia clínica. Lo que no sé es por qué te estoy contando todo esto —se dijo a sí mismo—. No sé qué me pasa hoy.
—Querido, no quiero parecer desagradecida pero... —comencé a decir con dulzura para pedirle que dejara de masajearme.
El siguiente movimiento de las manos de Jabes me provocó una punzada de dolor tan fuerte que se me saltó una lágrima y me mordí la lengua para controlarme. Al final me dolió tanto que un espasmo incontrolado me obligó a estirar el brazo de golpe. Mi mano chocó contra algo, aunque apenas me cercioré de ello.
—Querido, no puedo más —confesé—. Me estás desintegrando literalmente la espalda.
Jabes no contestó. Estaba en el suelo, de rodillas, con la cabeza gacha y las manos en la entrepierna, gimiendo. Entonces supe dónde había impactado el brusco movimiento de mi mano. Me tapé la boca. Las orejas me hervían de calor.
—¡Lo siento mucho, querido! ¿Te he hecho daño? —«Pobrecito», pensé.
—No —mintió con la voz congestionada. A él también se le había saltado una lágrima—. Dame un momento para recuperarme, por favor.
Se quedó en el suelo, por lo menos, diez o quince minutos. Mientras yo también me recuperé del dolor de espalda. Imagino que el impacto debió ser bastante certero. Pasado ese tiempo se puso en pie e hizo como si nada hubiera pasado. Comprendí que resultaba una situación bochornosa para él. Desde luego, golpear a mi fisioterapeuta en plena entrepierna era algo que sólo me podía pasar a mí. Qué vergüenza, queridos.
—Tenías varias contracturas. Sigues sin hacer deporte, ¿verdad? —adivinó.
—Antes iba al gimnasio del hotel, pero hace tiempo que no voy por allí y en mi casa me aburre profundamente hacer deporte sola. —Por un segundo me pareció ver aquel extraño duende sobre el hombro de Jabes.
—Pamela, si no haces ejercicio las contracturas se volverán permanentes. Tengo pacientes a los que lo único que les alivia es venir a verme para que les estire los músculos, porque han perdido la capacidad de relajarse de forma natural. Esas contracturas ya no se pueden quitar.
—¿En serio? —pregunté sin prestar demasiada atención. Ese duende no podía andar lejos.
—Ya te lo dije: el cuerpo humano está diseñado para moverse.
—Está bien, te haré caso. Me pondré a hacer deporte con una condición.
—¿Una condición?
—Sí, que aceptes ser mi entrenador personal.
—¡¿Qué?! —espetó.
—Ya me has oído, querido. Te contrato como entrenador personal. ¿Crees que un par de horas a la semana será suficiente?
—Eh... No sé. Supongo —dudó. Parecía confuso.
—Muy bien. Y por el sueldo no te preocupes porque seré generosa. Querido, no pongas esa cara de bobalicón. ¿No necesitabas mejorar tus ingresos?
—Sí.
—¿Y se te ocurre mejor forma de hacerlo?
—Está bien. Acepto.
—¿Trato hecho? —Le tendí la mano.
Nuestras manos se entrelazaron cual garabatos cerrando un contrato. Me impactó la suavidad de su piel y, mientras estaba distraída con la luz de su sonrisa, me pareció ver por el rabillo del ojo que un duende travieso se escapaba por la ventana.
Emprendedoramente vuestra,
Pamela
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