Desvíos del destino
lunes, marzo 31
Mientras esperaba a que mi fisioterapeuta me hiciera pasar a su consulta, pensé en lo que habría ocurrido si aquel agente no nos hubiera interrumpido. Unos minutos pueden suponer una diferencia tan sustancial que la mariposa del destino puede volar por caminos totalmente diferentes. No podía dejar de pensar en los millones de posibilidades que morían cual ramas marchitas en el árbol de la vida. Sólo una conseguía florecer. Una.
Cuando el agente hubo comprobado que Christopher no se hallaba bajo los efectos del alcohol y le hubo puesto la multa por la temeraria maniobra que había hecho al aparcar, la locura que nos había embargado se había desvanecido. Él se sentó en el asiento del conductor y yo volví a ser su protegida. Fui consciente del muro que nos separaba, un muro que antes jamás había visto tan claro. Podía haberle gritado que se pasara a la parte de atrás de la limusina otra vez, podía haberle dicho que merecía la pena intentarlo, pero comprendí que ambos teníamos una semilla instalada en el corazón y hasta que no la arrancásemos ninguna relación tendría sentido. Su semilla contenía la idea de un amor extinto y vacuo llamado Felicia, la mía contenía el anhelo de un amor imposible y lleno de fantasía llamado Václav. Éramos dos personas desplazadas del presente por deseos que se nos escurrían de los dedos.
– Señorita, ya puede pasar –me dijo la secretaria.
Envuelta en un halo de melancolía, entré en la consulta de mi fisioterapeuta sin decir apenas nada y me senté para someterme al encanto de sus manos, deseando que me arrastraran lejos de mis pensamientos. Esta vez, antes de dejarme caer sobre suaves campos de algodón me llevaron por desiertos cubiertos de espinas, pero lograron su cometido y dejé de pensar.
– Parece que el cuello está un poco mejor –afirmó Jabes.
– Menos mal.
– ¿Puede quitarse la parte superior del vestido?
– ¿Cómo dice?
– Necesito verle bien la espalda.
– ¿No es suficiente con que me quite la pamela?
– Póngase de pie, así –dijo Jabes ignorando mi pregunta, colocándome de espaldas a él–. Si me permite –añadió mientras me bajaba la cremallera del vestido.
Mentiría que dijera que la situación no me resultó tensa. ¡Un atractivo desconocido estaba bajándome la cremallera del vestido! No obstante, me mentalicé de que era mi fisioterapeuta y que era un profesional cuyos objetivos eran únicamente terapéuticos. Eso me tranquilizó. Me bajé el vestido hasta la cintura y respiré hondo cuando sus tibias manos recorrieron mi columna.
– Ahora siéntese –ordenó–. Lo que sospechaba. ¿Sabía usted que tiene la columna desviada?
– ¡¿Qué?! –Ante el comentario, me di la vuelta de golpe y sólo me di cuenta de que tenía el vestido en la cintura cuando vi cómo Jabes me miraba los pechos de soslayo.
– Ejem... –carraspeó–. Ya puede vestirse.
– ¿Cómo que tengo la columna desviada? –Estaba demasiado atónita para sentir pudor.
– Para estar seguros debería ir a su médico y pedirle una radiografía. Creo que podría ser escoliosis provocada por una desviación en la cadera, porque cuando usted está sentada la columna permanece recta. ¿Se ha dado algún golpe en la cadera?
– No que yo recuerde.
– ¿Alguna vez tiene dolores de espalda?
– Si es así son leves.
– Bueno, lo primero que debe hacer es ir a que le hagan una radiografía. Y no olvide pedir hora al salir para nuestra próxima sesión. Ya falta poco para que su cuello esté perfectamente.
– Lo haré, gracias.
Me marché de allí sintiéndome un poco más cabizbaja, si cabe, de lo que había entrado. Y suspiré.
Sinceramente vuestra, e insalubremente deprimida
Pamela
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